“Con esta tercera colección de cartas (después de las dos correspondencias publicadas que mantuvo con Ramón J. Sender y Elena Fortún), se aquilata la imagen de una Carmen Laforet íntima, sincera y turbada por una insaciable voluntad de estilo”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


06/11/23. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre la correspondencia entre Carmen Laforet y Emilio Sanz de Soto: “El registro de las relaciones respectivas es amplio. Laforet se refiere con enorme cariño a los Brenan (Gerald y Gamel) y a Enrique de Rivas -uno de los amigos anudados en Roma-, de la misma...

...manera que a Sanz de Soto le preocupan, como ya se ha dicho, el presente de Ángel Vázquez y el futuro del joven Pepe Hernández”.

En la biblioteca imaginaria de Carmen Laforet

A Toni Custodio Martí, in memoriam

La magnífica edición anotada de José Teruel de la Correspondencia inédita 1958-1987 (Renacimiento, 2023) entre Carmen Laforet y Emilio Sanz de Soto nos devuelve la memoria de dos amigos, figuras señeras e imprescindibles de la cultura española del siglo XX. Del maestro de la oralidad Sanz de Soto eran conocidos un puñado de artículos y un número homenaje de la revista SURES que dirige Santiago de Luca en Tánger (Emilio Sanz de Soto: Pervivir en las voces de los otros, Otoño 2020). Con esta tercera colección de cartas (después de las dos correspondencias publicadas que mantuvo con Ramón J. Sender y Elena Fortún), se aquilata la imagen de una Carmen Laforet íntima, sincera y turbada por una insaciable voluntad de estilo.

Muchas de las cartas de Emilio Sanz son auténticos pequeños ensayos de actualidad literaria y cultural: Carmen Laforet le insiste en que debe publicar esas cartas como artículos de periódico, urgiéndole a enviarlas a El País. El corresponsal Sanz de Soto se erige en un finísimo crítico de la literatura de su amiga, cuyas características vendrían a ser la autenticidad y el pudor, notas que conforman el “enfoque aparte” que posee la escritura laforetiana. Está convencido de que ella podría escribir esa especie de “ensayo íntimo” capaz de “revolucionar en silencio, sin destruir ni romper nada”, algo que habían observado en esa prodigiosa generación de literatos británicos y usamericanos que tanto admiraban los dos. Esos escritores que, como Laforet, cuando callan lo hacen por elegancia espiritual, según Sanz de Soto. Ambos trataban de comprometerse en defender y airear a los nuevos y jóvenes valores de la cultura española en cine, en pintura, en literatura.


Además del interés que tiene esta relación epistolar para atisbar por qué Sanz -un escritor sin obra- y Laforet -una escritora a punto de dejar de escribir- sufrían de bloqueo literario, cuyas posibles causas apunta muy pertinentemente José Teruel, la valía de estas cartas se despliega en otros extremos: el acerado ojo crítico de Sanz de Soto traza, a través de este intercambio entre un intelectual y una autora del exilio interior, un panorama del estado de la cultura en la posguerra franquista de gran perspicacia y objetividad, una radiografía de un lector rabiosamente moderno y cosmopolita que tenía encandilada a la reconocida novelista Carmen Laforet, otra mente de sensibilidad superior y atenta lectora a lo último que se publicaba. “Tú eres el lazo de unión en una especie de desierto neblinoso”, le dice Laforet.

La generosidad del ágrafo Sanz de Soto para tratar de impulsar las carreras de sus amigos (de Ángel Vázquez, el autor de La vida perra de Juanita Narboni, o del joven pintor Pepe Hernández) esconde a un degustador del arte y de la literatura que goza recomendando teatro (Alfonso Sastre, Bertolt Brecht…), cine (Luchino Visconti, Ingmar Bergman, Carlos Saura…), pintura (Benjamín Palencia, Vázquez Díaz, Pancho Cossío, Pepe Hernández…) o la prosa bellísima de Luis Cernuda, Juan Gil-Albert -“un Proust redivivo”- y José Moreno Villa, entre otros. El juego de recomendaciones literarias entre los dos jóvenes que se habían conocido en aquel verano tangerino de 1958 habrían de mantenerlo para siempre: ellos se sentían vivir en la literatura. Aquí se presenta una interesante nómina: Carpentier, Vargas Llosa (La ciudad y los perros, La casa verde), Manuel Puig, Mujica Lainez, Joyce, Salinger, Pasolini, Jane Bowles, Carson McCullers, Alan Sillitoe, Capote (pero no A sangre fría), John Cowper Powys (sin traducir todavía al español y que Sanz leyó en francés), Señas de identidad (Juan Goytisolo), Cien años de soledad, etc. Téngase en cuenta que esos consejos de lecturas se emiten sobre libros recién publicados.


Se ha dicho muchas veces, pero hay que constatarlo de nuevo al leer estas cartas: la intensa exaltación de la amistad que llevaron a cabo, juntos o por separado, Laforet y Sanz. El registro de las relaciones respectivas es amplio. Laforet se refiere con enorme cariño a los Brenan (Gerald y Gamel) y a Enrique de Rivas -uno de los amigos anudados en Roma-, de la misma manera que a Sanz de Soto le preocupan, como ya se ha dicho, el presente de Ángel Vázquez y el futuro del joven Pepe Hernández. En los tres epistolarios (con Ramón J. Sender, con Elena Fortún y con Emilio Sanz de Soto) que conocemos exhibe siempre una brava e íntima fraternidad y Laforet no pierde ocasión de intentar conectar amistades suyas con el destinatario de la misiva: de esta sororidad quedan delicadas muestras en De corazón y alma (1947-1952), donde las corresponsales Laforet y Fortún hablan de sí y de otras amigas, como María Baeza, Paquita Mesa, Carmen Conde, Lilí Álvarez, Fernanda Monasterio...

Laforet era muy consciente de que los artículos que escribía y publicaba en realidad eran cartas a los amigos. En una temprana comunicación a Fortún, refiriéndose a los artículos de Destino, comenta que los hace pensando en “mis amigos a los que no escribo”. En la correspondencia con Sanz de Soto, los temas predilectos de Laforet son la escritura, la lectura y los viajes, aunque en ocasiones es notable la alegría ante determinados proyectos vitales: por ejemplo, en los tiempos en que residía en Santander, en casa de su hija Marta, sueña con fundar un Club Femenino y se lo concreta largamente a su amigo Emilio. También se ilusiona con la posibilidad de que Carlos Saura -con quien trabajó estrechamente Sanz de Soto- hiciera una versión cinematográfica de Nada, de la que ya se habían producido dos filmes, “Nada” de Edgar Neville (1947) y “Graciela” de Leopoldo Torre Nilsson (1956).


Hay en estas cartas detalles muy reveladores sobre el debatido asunto del silencio creativo de Carmen Laforet después de la publicación en vida de su última novela (La insolación). Y, sin embargo, sabemos que en los años posteriores escribió bastante: hizo, rehizo y destruyó varios libros. “Tengo la seguridad de ser una mala escritora”, llega a confesarle Laforet a su Pepito Grillo tangerino (que diría Rocío Rojas-Marcos). Con esa paladina inseguridad tuvo que bregar Laforet desde el inicio: en algún momento comenta que cuando escribió (y reescribió) Nada, tuvo que apartar dos novelas, porque en Nada había tres novelas. En otra carta dirigida a Elena Fortún varios años antes, cuando se encontraba terminando La isla y los demonios, le confiesa: “Mi novela no es buena. Una broma de novela… Mi estúpido libro”, aunque al acabar de escribirla supo que estaba ante una gran novela. Enormes dosis de sufrimiento y alegría se alternaban en el proceso de escritura laforetiano. De la trilogía que ella llamó “Tres pasos fuera del tiempo”, después de La insolación, se publicó póstuma la segunda, Al volver la esquina (que nunca dio por terminada, tras corregir unas primeras galeradas), y, al parecer, destruyó la tercera que habría de titularse Jaque mate. En otra de las cartas vuelve sobre el título y le bailan varias opciones (Al doblar la esquina, La esquina de siempre y nunca, El caso que quise olvidar, Un caso de Martín, El caso desechado).  Este asunto de los cambios de nombre en los libros en marcha daría para una entretenida pesquisa sobre obras que quizá nunca salieron de las sombras (Buena gente, Efebos…), una indagación que -me gusta conjeturar- entretendría a su yerno Toni Custodio.

No dejan de ser sugestivas las pistas que fue sembrando Laforet sobre una biblioteca fantasma. Libros pergeñados, acabados, empezados, soñados, desaparecidos o destruidos. El más cierto fue una biografía por encargo de José Zorrilla que, una vez escrita, no interesó a la editorial y Planeta se ofreció a publicar si aumentaba las páginas. Otro título al que se refiere es el de Rebelde en carroza (“una novela de tipo rápido, casi policíaco”). El gineceo hubiera sido un libro de contenido feminista, en el que Laforet habría reunido anécdotas muy cercanas a su mundo familiar y de amigas. También los contactos que tuvo en Roma (con los Alberti, las hermanas Zambrano, Enrique de Rivas, Antonella Bodini, etc.) le sugirió un libro que habría de titularse Encuentros en Trastevere. En una carta de febrero de 1961 dice que tiene pensado escribir en el verano un ensayo sobre las cartas de Lawrence y los diarios de Virginia Woolf y de Katherine Mansfield, con la idea de enviárselo al altivo Carlos Barral para su colección Biblioteca Breve. Finalmente, imagino a una Carmen Laforet narrando, entre risas, ciertos Fantasmas familiares que dijo estar recopilando y escribiendo. En un ensayo sobre el humor que puso como prólogo al libro Monstruos domésticos (1973) de su amigo Ytho Parra [Jesús Alfonso Parra Garrigues, marido de su amiga Loli Viudes], Laforet reivindicó la alegría juvenil y el humor frente a un mundo atroz y serio. Como lector suyo, me reconforta que Laforet diseminara una biblioteca imaginaria de textos más o menos apócrifos, cuya búsqueda -como escribió Alberto Manguel-, aunque infructuosa, sigue siendo irresistible:

Las bibliotecas de libros imaginarios nos deleitan porque nos proporcionan el placer de la creación sin el esfuerzo de la investigación y la escritura, pero son doblemente enojosas, primero porque no pueden coleccionarse y segundo porque no pueden leerse. Son tesoros prometedores que deben permanecer vedados a los lectores. [Alberto Manguel, La biblioteca de noche]

Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara