“Ante la furia bibliocida desatada por reyes, papas, popes, dictadores, frailes, emperadores, imanes, jueces, generales y senadores en forma de lluvia de fuego, Vladimir construye una especie de Arca de Noé -su libro- a la que hace subir títulos y autores...”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


04/12/23. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre la obra de Vladimir Merino: “Una de las ideas que disemina por muchas de estas páginas Merino es la de que se puede ahondar en la comprensión del ser humano del pasado a través de la literatura más que de la historia: los datos históricos se...

...malinterpretan (o reinterpretan a gusto del consumidor), se archivan parcialmente, se ocultan o se inventan”.

Contra la literatura disolvente

“Donde se queman libros, se acaban quemando a las personas”
Heinrich Heine

Vladimir Merino Barrera es hijo de una niña de la Guerra Civil española, nacido en Moscú y repatriado en 1956. En los últimos ocho años ha publicado cinco novelas (Todo comenzó con esa maldita guerra, El médico de los pobres, Marinos de Matxitxako, La colombiana, Balas y violines) y un ensayo titulado Breve historia de los libros prohibidos, que constituye el particular homenaje del autor a la literatura castigada: a través de un viaje infernal por el Farenheit 451 de dos milenios se accede finalmente a la reivindicación de las obras más luminosas de la producción libresca global. Una reivindicación que es a la vez un clamor libertario y una diatriba contra la perversa pasión de la censura.

El bibliocausto funcionó urbi et orbi. En ciertas épocas y lugares, la tea caía directamente sobre el autor, se le desaparecía, se le quemaba, se le encarcelaba o se le exiliaba: Sócrates, Hypatia, Savonarola, Ovidio, Lucano, Séneca y Petronio son algunos de esos cadáveres clásicos, extintos a causa de sus saberes letrados. En otras partes, al no disponer de la carne del autor, se procedía a ofrendar a los dioses de la ira las cenizas de su obra escrita.


En la vertiente más suave -pero pertinaz- de este intento de ocultar el pensamiento actuaba la censura, el control inquisitorial de regímenes liberticidas, cuyo ejemplo más duradero fue el Index librorum prohibitorum, la lista de libros prohibidos por la Iglesia católica y que estuvo vigente entre 1564 y 1966. Ello no quiere decir que antes de esas fechas no practicaran la prohibición y la incineración de libros: de hecho, la historia de la Iglesia católica es una historia de interdicciones y fogatas; desde el siglo I, en época de Pablo de Tarso, se empiezan a quemar libros y, con la instauración del cristianismo como religión oficial, el emperador Constantino I continúa la tradición ordenando calcinar en el año 333 los escritos de Arrio bajo pena de muerte. Es una historia -que llega hasta hoy- de cerrazón ante los temas más espirituales del universo que tanto dislocan y ocupan a la obispalía militante (divorcio, relaciones sexuales, derechos de las mujeres, aborto, etc.).

Ante la furia bibliocida desatada por reyes, papas, popes, dictadores, frailes, emperadores, imanes, jueces, generales y senadores en forma de lluvia de fuego, Vladimir construye una especie de Arca de Noé -su libro- a la que hace subir títulos y autores, entre otros, a los chamuscados por Goebbels (Elías Canetti, Thomas Mann, Walter Benjamin, Albert Einstein, Bertolt Brecht, Sigmund Freud, Franz Kafka, Karl Marx, Rosa Luxemburgo, Ernest Hemingway, Jack London, John Dos Passos, Máximo Gorki, Stefan Zweig, Lenin, Isaak Bábel, Leon Trotski…), a los prohibidos por la guardia vaticana (Copérnico, Newton, Darwin, Descartes, Montesquieu, Lutero, Erasmo, Zola, Balzac, Victor Hugo, Kant, Sartre, Schopenhauer, Nietzsche, Sade, Diderot, Boccaccio, Hesse, Rousseau, Stendhal, Flaubert, Simone de Beauvoir, Camus, Dumas, Joyce) y a los perseguidos por ayatolás y capos (García Márquez, Salman Rushdie, Naguib Mahfuz, Roberto Saviano, Orwell, Dostoievski, Huxley…). El escrutinio de Vladimir Merino llega a conformar una de las mejores colecciones que pueden articularse solo con los títulos y autores mencionados por él: una numinosa biblioteca universal.


El mecanismo de la censura pervive aún en nuestro tiempo, con nuevos trajes. Si ya hoy ha sido desarraigada casi en su totalidad una de las más brutales censuras, como es la falta de acceso a la lectura debido a la miseria educativa del analfabetismo, ahora se imponen otras censuras más sutiles con los disfraces de las grandes corporaciones empresariales, de la blogosfera, de la Red manipulada, del pensamiento correcto, de la cultura de la cancelación, de las religiones y de los grandes tabúes de la civilización capitalista (sexo, muerte y dinero).

Una de las ideas que disemina por muchas de estas páginas Merino es la de que se puede ahondar en la comprensión del ser humano del pasado a través de la literatura más que de la historia: los datos históricos se malinterpretan (o reinterpretan a gusto del consumidor), se archivan parcialmente, se ocultan o se inventan. La manipulación, la mentira y la falsedad de la Red también operan con los datos históricos. Por todo ello, podemos usar como un instrumento preci[o]so las obras literarias, donde quedan sedimentadas capas de conocimiento y realidad humanos auténticos, algo que resulta insoportable para los pirómanos y censores. Y es que muy posiblemente no existiría la memoria histórica sin la transmisión literaria de poemas, cantos, cuentos y novelas.

Todos y cada uno de los 28 capítulos de que se compone esta obra son absolutamente provechosos y divertidos, páginas enamoradas de la historia terrible de los libros que alguien intentó extinguir. Allí están Hypatia con la biblioteca de Alejandría; el destierro de Ovidio; los suicidios neronianos de Séneca, Lucano y Petronio; los libros quemados del nobel John Steinbeck; el prohibido El guardián entre el centeno de Salinger; el magnífico, emotivo y muy personal capítulo 8 con las cartas perdidas de los niños de la guerra; la destrucción y el expolio de museos y bibliotecas en Bagdad con aquella guerra de las armas de destrucción masiva; la divulgación y expansión de las ideas a cargo de los copistas medievales y del genio posterior de Gutenberg; el Índice y la Inquisición; la bibliocastia del cardenal Cisneros con los libros nazaríes en la plaza Bib-Rambla de Granada; la incendiada y vuelta a incendiar biblioteca de la Universidad de Lovaina; el bibliocausto nazi-español; el estupendo capítulo 16 sobre Ana Frank y su diario; las varias páginas dedicadas a la censura franquista; el capítulo 22 con la figura de Victoria Kent y el trato vejatorio a las bibliotecarias; el caso de Salman Rushdie; los capítulos 23 y 24 sobre literatura erótica; los dos últimos capítulos dedicados respectivamente a la literatura rusa y latinoamericana; y el recuerdo de la sangría del exilio español ocasionada por la Guerra Civil con el consiguiente borrado de las obras de Luis Cernuda, Rafael Alberti, María Zambrano, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Luisa Carnés, Pedro Salinas, José Bergamín, Francisco Ayala, María de la O Lejárraga, Arturo Barea, Rosa Chacel, Ramón J. Sender, León Felipe, María Maeztu, Manuel Chaves Nogales, Jorge Semprún, Clara Campoamor, Emilio Prados, Isabel Oyarzábal, Juan Gil Albert, Victoria Kent, Salvador de Madariaga, Manuel Altolaguirre, Max Aub, Concha Méndez, Elena Fortún, Miguel Hernández, García Lorca…


Hay otros dos asuntos, a los que aplica su microscopio Vladimir, que me son especialmente cercanos por diferentes motivos. El primero de ellos es el ataque contra las librerías llevado a cabo en aquel tiempo idílico de la Transición española. Los sectores violentos del posfranquismo rompían escaparates, asaltaban, lanzaban pintura e incendiaban librerías en un intento inútil de recuperar aquellas hogueras que tanto placer depararon a sus ancestros inquisitoriales y goebbelsianos. En mis años universitarios trabajé en una librería y sufrí la experiencia directamente, la misma que se repitió en varias de la misma ciudad y que cundía por todo el Estado. Vladimir rinde homenaje a la recién fenecida librería Lagun de San Sebastián que sobrevivió al franquismo, a los guerrilleros de Cristo Rey y a los cócteles molotov de ETA, pero sucumbió a las leyes del mercado. Todo un símbolo.

El otro asunto, muy relacionado con el anterior, es el del infierno de las bibliotecas. Como es sabido, se denomina “infierno” al espacio clausurado de una biblioteca donde se ocultaban los libros prohibidos. También las librerías durante los años postreros del franquismo poseían estas trastiendas donde podíamos mercar literatura clandestina, desde ediciones americanas de poetas del 27, hasta literatura traviesa (Marqués de Sade o Henry Miller, por ejemplo), pasando por la “abundante literatura marxista”, como decían los sociales -la policía secreta franquista-, que así eran catalogadas obras como El laberinto español de Gerald Brenan (editada por aquel inestimable Ruedo Ibérico). Benditas prohibiciones -dice el amigo Antonio Abad- que nos hizo gozar tantas lecturas.

Un tiempo de prohibiciones en el que, tras el proyecto republicano que creó entre 1931 y 1936 más de 10.000 bibliotecas, se desató un incendio contra las ideas. El general Queipo de Llano ya anunció lo que enseguida se aplicaría a nivel nacional en un bando emitido el 4 de septiembre de 1936 titulado “Ilicitud de impresos pornográficos y disolventes. Entrega de los mismos. Castigo a los infractores”, cuyo primer artículo ordenaba:

Se declaran ilícitos el comercio, circulación, producción y tenencia de libros, periódicos y toda clase de impresos pornográficos o de literatura socialista, comunista, libertaria, y en general disolvente.

Contra esa disolución de las mentes se levanta esta Breve historia de los libros prohibidos, un ensayo que es la novela de un gozoso lector que reflexiona sobre el vergonzoso capítulo de la bibliofobia, sobre la literatura y la historia, sus ensamblajes, sus márgenes, sus contagios. Y uno pisa el paisaje que deja la literatura, el espejismo que te hace ver a míster Hyde en el taró de Málaga, a Julieta la de Verona en un balcón de Casarabonela, a Sherezade en la plaza Yamaa el Fna de Marrakech o al cónsul Firmin en una taberna de Tepoztlán.

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