“El corazón muerto de Julián del Casal, nostálgico de otro mundo, solo tuvo por novia la tristeza (como él mismo confiesa en su poema “Nihilismo”), aunque alcanzó a morirse de risa”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
18/12/23. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre el poeta cubano Julián del Casal: “En La Habana, en su exilio interior, Julián del Casal, bohemio y excéntrico, tuberculoso, drogadicto y aristócrata (¿no firmaba con el seudónimo de Conde de Camors?), recibía a sus amistades vestido de mandarín en el único aposento...
...que habitaba atestado de bibelots chinos y japoneses; mientras en un pebetero se quemaba sándalo o incienso, ellos tomaban té y aspiraban otras hierbas más fuertes”.
Julián del Casal, un delfín muerto de sueño
De la beldad vivía prendida su alma: del cristal tallado y de la levedad japonesa; del color del ajenjo y de las rosas del jardín; de mujeres de perla, con ornamentos de plata labrada; y él, como Cellini, ponía en un salero a Júpiter.
José Martí
Guillermo Cabrera Infante, escritor cubano exiliado desde 1965 en Londres, donde murió en el 2005, reunió unos artículos obsesivos en Mea Cuba (1992), un libro libre que no llega a libelo, a pesar de su estilo afilado y abundoso. Como un Infante cabreado, Guillermo -lleno más que yermo- pasea su guillotina por una selva castigada, trastocada, castrada. A esta obra, tan deslenguada al pronto, pero tan triste al hondo, pertenecen estas palabras:
Cuba es el país que más exilados ha producido durante más de siglo y medio de historia americana. Esa historia es la crónica de una pelea cubana contra el demonio. La literatura cubana, qué duda cabe, nació en el exilio. Estuvo, en efecto, en el origen del nacimiento de una nación. Pero fue en realidad el nacimiento de una noción: nada tiene tanto éxito como el exilio (p. 292).
Como prueba de lo que dice podemos rememorar las vidas, las obras, los nombres, las muertes de José María Heredia, Juan Clemente Zenea, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Cirilo Villaverde, José Martí, Calvert Casey, Severo Sarduy, Eliseo Alberto, Heberto Padilla, Lydia Cabrera, Gastón Baquero o Reinaldo Arenas. Los casos de Lezama Lima o de Virgilio Piñera, en el exilio isleño, me retrotraen al de otro compinche literario, Julián del Casal y de la Lastra (1863-1893), que padeció un peculiar tipo de autoexilio. Nacido en La Habana, huérfano temprano -a los cinco años- de madre, la recuerda así en este soneto:
No fuiste una mujer, sino una santa
que murió de dar vida a un desdichado,
pues salí de tu seno delicado
como sale una espina en una planta.
Hoy que tu dulce imagen se levanta
del fondo de mi lóbrego pasado,
el llanto está a mis ojos asomado,
los sollozos comprimen mi garganta.
Y aunque yazgas trocada en polvo yerto,
sin ofrecerme bienhechor arrimo,
como quiera que estés siempre te adoro;
porque me dice el corazón que has muerto
por no oírme gemir, como ahora gimo,
por no verme llorar, como ahora lloro.
Estudió el bachillerato con los jesuitas y más tarde abandonó los estudios de Derecho. La pérdida de la fortuna familiar iba a marcar su corta vida, acentuando en él un sentimiento de rechazo a la sociedad en general. Otros muchos escritores contemporáneos adoptaron también esa postura: podemos hablar de un contexto de rebeldía generacional entre los modernistas, de quienes nuestro autor, junto a su paisano José Martí (1853-1895), el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) y el colombiano José Asunción Silva (1865-1896), es un (pre)claro precursor, “pobre y glorioso hermano” de Rubén Darío.
Sea el fracaso del estatus socioeconómico familiar, un decadente ademán estético o el llamado mal de siècle, lo cierto es que a estos modernos les tocó en suerte una vida trágica. Por solo citar a algunos: José Asunción Silva murió por propia mano a los 31 años, Delmira Agustini asesinada a los 28, Julio Herrera y Reissig sucumbió en la pobreza relativamente joven. Darío llegó a casi viejo (49), sí, pero dipsómano perdido. Ya lo había dicho Julián del Casal:
De mi vida misteriosa,
tétrica y desencantada,
oirás contar una cosa
que te deje el alma helada.
En otro poema titulado “Recuerdo de la infancia”, la existencia se le había anunciado como una maldición profética por boca de su padre:
Para ti la existencia no tendrá un goce
ni habrá para tus penas ningún remedio,
y, unas veces sintiendo del mal el roce,
otras veces henchido de amargo tedio,
para ti la existencia no tendrá un goce.
Su alma cansada y melancólica parece amar la paz de los muertos, como lo expresa en el comienzo del poema “Pax Animae”:
No me habléis más de dichas terrenales
que no ansío gustar. Está ya muerto
mi corazón, y en su recinto abierto
sólo entrarán los cuervos sepulcrales.
Fastidio, esplín, tedio, ennui, desencanto, weltschmerz, malenconía... ¿Una pose afectada o una manifestación de ese pesimismo finisecular al que aludíamos antes? Hay historiadores de la cultura y de la vida cotidiana que han analizado este sentimiento depresivo a finales del siglo pasado; entre ellos están quienes lo han calificado de enfermedad colectiva por tragedias sociales (guerras) y surmenage (fatiga debida a la vida vertiginosa de las ciudades y del trabajo moderno), lo que provocaría un incremento de la locura, suicidio, alcoholismo, drogadicción y busca ansiosa de emociones. De ahí -dicen algunos- la multitud de sectas filosóficas, teosóficas, artísticas y literarias, y de ahí también esa literatura del llanto, del sollozo y de la tristeza.
Tras la ruina paterna, Julián del Casal consigue un modesto empleo en el Ministerio de Hacienda, al tiempo que colabora en varios periódicos y revistas (La Habana Elegante, El Fígaro, La Caricatura...). En uno de ellos tuvo la ocurrencia de escribir un artículo sobre el capitán general de Cuba, con el resultado previsible: secuestro del periódico y cesantía fulminante en su empleo. Mientras tanto, ha ido estudiando a los románticos y parnasianos franceses y se ha dedicado a la difusión cultural cultivando la crónica modernista sobre la poesía reciente, reseñando el último drama estrenado en París o dando noticia de las novedades científicas del momento. Enamorado sin remedio de París, se embarca en 1888 con intención de conocer la ciudad de la luz. En su poema “Nostalgia” había manifestado este deseo de
Ver otro cielo, otro monte,
otra playa, otro horizonte,
otro mar,
otros pueblos, otras gentes
de maneras diferentes
de pensar.
Pero, igual que en el final de su poema (Mas no parto. Si partiera/al instante yo quisiera/regresar), no pasó de España y tuvo que volver -sin dinero, sin salud y sin gastar la ilusión de gustar la ciudad soñada- a su isla, de donde ya no saldría, ocupado en (mal)vivir como un extranjero. En una prosa de 1892 refleja, intacta, esta última ilusión:
Pero adoro, en cambio, el París raro, exótico, delicado, sensitivo, brillante y artificial; el París que busca sensaciones extrañas en el éter, la morfina y el haschisch; el París de las mujeres de labios pintados y de cabelleras teñidas; el París de las heroínas admirablemente perversas de Catulle Mendès y René Maizeroy; el París que da un baile rosado en el Palacio de Lady Caithnes al espíritu de María Stuart; el París teósofo, mago, satánico y ocultista; el París que visita en los hospitales al poeta Paul Verlaine; el París que erige estatuas a Baudelaire y a Barbey d'Aurevilly; el París que hizo la noche en el cerebro de Guy de Maupassant; el París que sueña ante los cuadros de Gustavo Moreau y de Puvis de Chavannes, los paisajes de Luisa Abbema, las esculturas de Rodin y la música de Reyer y de Mlle. Augusta Holmès; el París que resucita al rey Luis II de Baviera en la persona del conde Roberto de Montesquiou-Fezensac; el París que comprende a Huysmans e inspira las crónicas de Jean Lorrain; el París que se embriaga con la poesía de Leconte de Lisle y de Stéphane Mallarmé; el París que tiene representado el Oriente en Judith Gautier y en Pierre Loti, la Grecia en Jean Moréas y el siglo XVIII en Edmond de Goncourt; el París que lee a Rachilde, la más pura de las vírgenes, pero la más depravada de las escritoras; y el París, por último, que no conocen los extranjeros y de cuya existencia no se dan cuenta, tal vez.
En La Habana, en su exilio interior, Julián del Casal, bohemio y excéntrico, tuberculoso, drogadicto y aristócrata (¿no firmaba con el seudónimo de Conde de Camors?), recibía a sus amistades vestido de mandarín en el único aposento que habitaba atestado de bibelots chinos y japoneses; mientras en un pebetero se quemaba sándalo o incienso, ellos tomaban té y aspiraban otras hierbas más fuertes.
Fue, por encima de todo, un poeta desmesurado, persecutor del delirio y la perfección. Artista antes de su tiempo, después que hemos leído tanto a Juan Ramón y a Rubén Darío, no nos parecen tan raras las sonoridades de aquel “Paisaje del trópico”:
Polvo y moscas. Atmósfera plomiza
donde retumba el tabletear del trueno
y, como cisnes entre inmundo cieno,
nubes blancas en cielo de ceniza.
O la plástica violencia, el quemante cromatismo de la composición “Crepuscular”, que principia de esta manera:
Como vientre rajado sangra el ocaso,
manchando con sus chorros de sangre humeante
de la celeste bóveda el azul raso,
de la mar estañada la onda espejeante.
Dandy, exquisito, artificial, gozó el amor impuro de las ciudades:
A mis sentidos lánguidos arroba,
más que el olor de un bosque de caoba,
el ambiente enfermizo de una alcoba.
Mucho más que las selvas tropicales,
plácenme los sombríos arrabales
que encierran las vetustas capitales.
Julián del Casal hizo su hogar literario de la casa del doctor Esteban Borrero Echeverría, frecuentada por intelectuales y artistas. De entre las hijas del doctor, mozas proclives a las musas, es posible que Juanita, ya con 13 años autora de precoces sonetos impecables, estuviera enamorada de nuestro poeta, el cual no estaba por la faena, ni siquiera ante el palmito escultural de su bellísima amiga María Cay, a la que dedicó su “Kakemono”, uno de los primeros poemas que incorporaron el japonesismo a la corriente modernista. Quien, en cambio, sí se dejó tentar por los frescos ramos de la cubana fue el genial Rubén Darío, que, en la visita hecha a La Habana (1892) donde se produjo el fraternal encuentro entre los dos autores, dedicaría a la gentil María este sonetillo:
Miré, al sentarme a la mesa,
bañado en la luz del día,
el retrato de María,
la cubana-japonesa.
El aire acaricia y besa
como un amante lo haría
la orgullosa bizarría
de su cabellera espesa.
Diera un tesoro el Mikado
por sentirse acariciado
por princesa tan gentil,
digna de que un gran pintor
la pinte junto a una flor
en un vaso de marfil.
El corazón muerto de Julián del Casal, nostálgico de otro mundo, solo tuvo por novia la tristeza (como él mismo confiesa en su poema “Nihilismo”), aunque alcanzó a morirse de risa. Y no es una metáfora: durante una cena, a la que asistía el poeta, alguien contó un chiste, que provocó la risa del escritor, seguida de una hemoptisis y la muerte casi instantánea. Era un final cantado, puesto que su salud estaba quebrantadísima y prueba de ello es la carta que dos semanas antes de morir le dirigió al amigo Rubén Darío, en la que entre otras cosas le dice: “Te escribo estos renglones para demostrarte que, aun al borde de la tumba, a donde pronto me iré a dormir, te quiero y te admiro cada día más”. Solo había publicado dos poemarios, Hojas al viento (1890) y Nieve (1892), sin llegar a ver en la calle su tercer libro, Bustos y rimas (1893).
Julián del Casal sería cantado un siglo más tarde por Lezama Lima en una “Oda” cuya lectura, si no el mejor homenaje a un gran poeta cubano, sí será una gozada para cualquier lector. De ella entresaco estos versos:
Ninguna estrofa de Baudelaire
puede igualar el sonido de tu tos alegre.
[...]
pues habiendo vivido como un delfín muerto de sueño,
alcanzaste a morir muerto de risa.
[...]
Permitid que se vuelva, ya nos mira,
qué compañía la chispa errante de su errante verde,
mitad ciruelo y mitad piña laqueada por la frente.
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