“No quiero referirme a las grandes obras literarias que retratan la insania humana, sino detenerme en algunos enfermos que, quizá, fueron impulsados a la escritura por el acicate, la espuela, el aguijón candente de su patología particular”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


12/02/24. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre los suicidios en los escritores: “El suicidio ha hecho estragos entre los literatos, así como toda esa diversidad doliente que forma la larga escalera que va desde la enajenación más leve hasta la esquizofrenia más delirante. El suicidio más deprimente -más criminal-...

...es el de aquellos hombres que arrastraron a sus parejas al viaje definitivo, como un último acto de cobardía, olvidando el adagio universal de que la muerte es la más individual y personal de las acciones que pueda padecer una persona”.

La enfermedad de la literatura

“El deseo secreto del enfermo es que todo el mundo esté enfermo, y el del agonizante, que todos agonicen”
Emil Cioran

La literatura es una enfermedad. Como decía Roberto Bolaño, “Literatura + enfermedad = enfermedad”, y luego daba a entender (o así lo recuerda uno) que se cura viviendo, o sea, viajando, que es como leer (que es lo mismo que escribir, lo cual a veces también es follar). Las últimas obras -especialmente 2666- de Bolaño ya aparecen tocadas (detonadas iba a escribir) por la enfermedad y la locura. Pero aquí no quiero referirme a las grandes obras literarias que retratan la insania humana, sino detenerme en algunos enfermos que, quizá, fueron impulsados a la escritura por el acicate, la espuela, el aguijón candente de su patología particular.

Havelock Ellis (algunas de cuyas obras fueron traducidas por la malagueña Isabel Oyarzábal), a pesar de ser uno de los fundadores de la sexología moderna y autor de una abundante literatura sobre el tema, confesó ser impotente hasta cumplir los sesenta años, cuando descubrió que le iba la urolagnia o undinismo (esa parafilia más conocida como lluvia dorada).


El erudito Edward Gibbon, uno de los genios de la Ilustración, fue autor de la monumental e inspiradora -por su estilo más que por su aportación historiográfica- Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, publicada entre 1776 y 1789, una obra muy respetada por lectores de postín como Borges, Churchill, Asimov o Harold Bloom. Gibbon sufrió la incomodidad de varias enfermedades (gota, hernia, cirrosis y, quizá, hidrocele testis). Finalmente, una peritonitis postoperatoria acabó con él a los 56 años. La moda dieciochesca obligaba a los hombres a usar pantalones muy estrechos y a la virilidad de la equitación. Ambos usos le fueron vedados a Gibbon por lo abultado de su dolencia testicular. Quizá debamos a esa exclusión social los admirables ocho volúmenes, en la edición que yo frecuento, la de Turner, facsímil de la primera española traducida por José Mor de Fuentes y publicada en Barcelona en 1842.

Una esclerosis lateral amiotrófica, que lo mantuvo en cama los últimos ocho años, condenó a Heinrich Heine a una muerte lenta y dolorosa. Su poema titulado “Morfina” acaba con estos dos versos:
Bueno es el sueño, la muerte es mejor, de hecho
lo mejor sería no haber nacido.

A pesar de sus dolencias, tuvo ánimos para mantener una curiosa polémica con otro adelantado a su época, el poeta August von Platen-Hallermünde. Heine publicó una nota satírica sobre Platen alusiva a su homosexualidad, absolutamente asumida por Platen, por otra parte, quien contratacaría con una andanada antisemita apuntando al origen judío de Heine, al que llamó “orgullo de la sinagoga”, “simiente de Abraham” y “Petrarca de la Fiesta de los Tabernáculos”. Platen fue el modelo para el personaje de La muerte en Venecia de Thomas Mann, extremo evidenciado en las múltiples similitudes entre el músico protagonista y el poeta Platen, viajero autoexiliado por Italia, donde murió en Siracusa de cólera a los 39 años. El escritor francés Michel Schneider, en un divertido e inteligente libro (Muertes imaginarias, EDA, 2021, traducción de Álvarez de la Rosa), afirma de Heine: “Solo se doblegó ante sus sueños, ante la misteriosa desnudez de las mujeres, ante la indefinible suciedad de la muerte, ante la pálida sublimidad del mármol, ante la trágica aparición de las flores y ante la suave tiranía del papel”. Michel Schneider, además de escritor, musicólogo, enarca y psicoanalista, fue el tío materno de la actriz Maria Schneider, a la que también alcanzó una deriva de insania psiquiátrica: a ese proceso parece que no fue ajeno el dúo Brando/Bertolucci durante la filmación de El último tango en París.


El suicidio ha hecho estragos entre los literatos, así como toda esa diversidad doliente que forma la larga escalera que va desde la enajenación más leve hasta la esquizofrenia más delirante. El suicidio más deprimente -más criminal- es el de aquellos hombres que arrastraron a sus parejas al viaje definitivo, como un último acto de cobardía, olvidando el adagio universal de que la muerte es la más individual y personal de las acciones que pueda padecer una persona. Afirmaba el insufrible Cioran en su opúsculo Sobre la enfermedad que “el deseo secreto del enfermo es que todo el mundo esté enfermo, y el del agonizante, que todos agonicen”. Y el del suicida canalla, podíamos añadir, arrastrar a quien ama (y, evidentemente, odia). Recordemos el ejemplo tan paradigmático del romántico Heinrich von Kleist y su compañera Adolfine Vogel (1811) y una larga secuela que rebasó las fronteras del arte, como el caso de Rodolfo de Habsburgo y la baronesa Maria Vetsera, en 1889, o el del conde sueco Sixten Sparre y la funambulista Elvira Madigan el mismo año, o el de Paul Lafargue (autor del maravilloso panfleto ácrata El derecho a la pereza) y Laura Marx en 1911, todos ellos suicidios pactados. La sentimental peripecia de la pareja sueca Sparre/Madigan la llevó al cine en 1967 Bo Widerberg en su Elvira Madigan y la cara la puso una bellísima joven de dieciocho años llamada Pia Degermark, otra actriz rota por la anorexia, las drogas y otros problemas.

Entre otros suicidios presuntamente negociados está el de Stephan Zweig y [Char]Lotte Altmann (Petrópolis, 1942), desesperanzados ante el imparable nazismo, que me lleva a todos esos casos provocados por el terror dictatorial de la época nazi, como la pareja Harold Nicolson y la escritora Vita Sackville-West, que estaban preparados para suicidarse si ocurriera la temida invasión nazi, según lo cuenta Leonard Woolf, un final que también habían acordado él y Virginia Woolf (amiga y amante de Vita). Los jerarcas nazis fueron pródigos en escenificar su propia salida, empezando por Hitler y Eva Braun, esos Bonnie & Clyde de la política ultra. Pero voy a reducirme ahora a dos casos singularmente canallas de los suicidios dizque pactados.


El primero de ellos tiene como centro a Eleanor Marx Tussy, la hija pequeña de Karl Marx, quien se enamoró del biólogo Edward Aveling, un seductor reptil. Viajaron, escribieron y lucharon juntos. De esa colaboración nació -entre otros muchos opúsculos socialistas- la publicación de La cuestión de la mujer. En 1897 el sinuoso Aveling, separado de Eleanor, se casó en secreto con una joven actriz, aunque a los pocos meses regresó al lado de Eleanor, aquejado de una afección renal. Afirma una biógrafa que convinieron en suicidarse, pero que Aveling se arrepintió. El 31 de marzo de 1898, Eleanor murió envenenada con ácido prúsico. Los amigos comunes socialistas se enfadaron mucho y ninguno asistió al óbito del “Dr. Edward Aveling, socialdemócrata, botánico y dramaturgo”, muerto de su enfermedad cuatro meses después. Eleanor Marx fue la primera traductora al inglés de Madame Bovary y el tipo de muerte elegida, la carta que dejó, así como el detalle de ponerse un vestido blanco antes de ingerir el veneno no dejan de inquietarnos a los lectores de la novela de Flaubert.

El otro suicidio canalla es el del extravagante Arthur Koestler y su tercera mujer Cynthia Jefferies con barbitúricos en 1983. Este escritor, húngaro nacionalizado británico, había dicho que «se aprende a pensar mediante los libros, pero las mujeres nos enseñan a vivir». Lo demostró casándose tres veces (la primera con Dorothy Ascher y la segunda con Mamaine Paget) y teniendo tantas parejas que uno de sus biógrafos, David Cesarani, afirma que era un depredador sexual, incluso lo describió como un “violador en serie” aunque otro biógrafo posterior, Michael Scammell, cuestiona esa acusación. Jill Craigie, la esposa del líder laborista británico Michael Foot, lo acusó de violación y, aunque tenía ochenta años y el escritor ya estaba muerto, supuso un mazazo para su prestigio póstumo. En cualquier caso, el misógino y mujeriego Koestler, era un hombre con complejos, apasionado y violento: sus vaivenes desde el sionismo inicial (estuvo en un kibutz de Haifa), pasando por el comunismo (guerra civil en España y viajes por la URSS) y su conversión al anticomunismo más visceral, no le resta importancia a la permanente influencia de su obra, sobre todo por su novela de 1940, Darkness at Noon (El cero y el infinito en español). Su paso por la vida estuvo salpicado de episodios de gran interés: en la guerra civil española estuvo encarcelado y a punto de ser fusilado por los franquistas (1937), Walter Benjamin le suministró unas pastillas suicidas que no le funcionaron (pero a Benjamin parece que sí), almorzó con Thomas Mann, se emborrachó con Dylan Thomas, se hizo amigo de George Orwell, coqueteó con Mary McCarthy, vivió en el apartamento de Cyril Connolly en Londres, fue liberado de un campo de detención francés (1940), tuvo feroces celos de Hemingway, odiaba a Bertrand Russell, se acostó con Simone de Beauvoir (o al revés), se corrió una farra memorable en el París de 1946 (con Sartre, Simone de Beauvoir, Camus, Francine y Mamaine), tomó LSD con Timothy Leary y al final se fascinó con la telepatía, la percepción extrasensorial y la parapsicología.


Durante la guerra fría, nada menos que la CIA le demandaba moderación en su fiero anticomunismo a un Koestler que les resultaba excesivamente «neurótico, maníaco depresivo, obsesivo y no de fiar políticamente». Él mismo acuñó en 1972 el término «mimophant» [mimofante], para definir a un ser híbrido con la sensibilidad de la mimosa para uno mismo y la piel y la brutalidad del elefante en relación con los sentimientos de los demás. Su doble suicidio ejemplifica esta turbia y narcisista ferocidad. El escritor tenía setenta y siete años y padecía leucemia terminal. Pero su esposa, Cynthia, tenía cincuenta y cinco años y estaba sana.

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