“La narración, aparentemente anodina, de las peripecias (amorosas, muchas veces), en realidad oculta numerosos juegos de espejos y muñecas rusas, en una permanente ceremonia de la confusión”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
15/04/24. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre el excritor Antonio Abad: “El autor -me parece- disfruta retorciendo la escritura y la realidad, jugando con los espejos de la ficción. Y, si no es el autor, uno al menos se imagina que el narrador interpuesto es un ser mefistofélico, que esgrime siempre una contenida y discreta...
...rijosidad abacial mientras expone los desencuentros amorosos, mientras ríe como un fauno, mientras hace la higa a la seriedad de este mundo”.
Andanzas, imaginaciones y mixtificaciones de Antonio Abad
Debo comenzar diciendo que a Antonio Abad y a mí nos une una similar y asoleada infancia en tierra norteafricana. Esta experiencia ha marcado una gran parte de la obra literaria de mi amigo, como saben quienes les hemos venido leyendo, particularmente novelas como Quebdani (1997), El renegado (2021) o La mudanza (1997). La reedición de esta última en 2023, así como la inauguración en 2024 de una muestra pictórica (que pueden disfrutar en la Sociedad Económica de Amigos del País de Málaga) y el volumen de cuentos La encrucijada, son tres muestras de la actividad que la clausura pandémica desató felizmente en Antonio. Supongo que los sociólogos e historiadores de la cultura estarán ya investigando las bondades de aquel dramático encierro.
Antes de comentar los cuentos de La encrucijada, quisiera hacer un paréntesis para referirme a la novela La mudanza, una narración que se organiza en torno a un eje espacial (horizontal: una travesía de la ciudad de Melilla de norte a sur) y otro temporal (vertical: una serie de calas en el devenir histórico de esa urbe). Así que, en conjunto, bajo el aspecto de una novela realista, de tono picaresco, se articula, muy irónicamente, la historia de la ciudad que cierto militar escritor bautizó como La hija de Marte. Los auténticos amos del cotarro (aristócratas, empresarios y Martes carnavalescos) urdieron el sangriento destino de una villa que siempre quiso ser española. En ese vaivén entre el cuento actual y el relato histórico, el lector disfruta hasta acabar en un epílogo, que es un salto mortal en el tiempo y en el espacio para dar sentido y hondura a un narrador niño que uno no acababa de creerse cuando describía una moneda que se exhibe en un museo de Copenhagen o cuando aludía al Quijote y al famoso urinario de Marcel Duchamp. Los capítulos históricos son memorables en la escritura cáustica de Abad: las vicisitudes de El Rogui con la Compañía Española de Minas del Rif, Abdelkrim y el general Silvestre, acabando todo en el desastre conocido de 1921; el delirante debate sobre cómo nombrar el callejero de una recién construida barriada; el delicioso epítome de la historia de Melilla con el homenaje al creador del parque Hernández; el homenaje al arquitecto Enrique Nieto al describir el edificio del periódico El Telegrama del Rif; el jocoso episodio dedicado al general Romerales y al golpe de estado del 17 de julio de 1936. No me resisto a ofrecerles este fragmento, donde el narrador describe el ritmo militar contagiado a todos los pobladores del presidio africano:
Los trabajadores de la construcción, los del puerto, los dependientes, los ferroviarios, los mancebos, los limpiadores de escaparates, los cargadores, los barrenderos... obedecían a sus jefes y capataces con la misma servidumbre que lo hacía un soldado a un cabo o a un sargento. Se cuenta que los oficinistas de la ciudad llegaron a teclear sus máquinas de escribir, de la marca Underwood, con la misma cadencia que los tamboristas de las bandas de Regulares, ajustando su repiqueteo a los sonidos de una parada militar.
Muy diferente del ciclo novelístico dedicado al tema norteafricano (del que La mudanza a la que acabo de referirme constituye solo un ejemplo de los varios del autor) es esta nueva entrega narrativa de Antonio Abad, una gavilla de 23 cuentos. La ironía, el casi sarcasmo de relatos como “El otro malévich” o “El discurso”, el humor negrísimo pero inteligente de este buscacuentos convierten la lectura de La encrucijada en una gozosa experiencia. Aunque hay historias divertidas y mordaces como las que se cuentan en “El taxista” o en “El vigilante del museo”, donde el elemento amatorio es menos decisivo, abundan las de adulterio, ménage à trois y liaisons dangereuses (en las cuestiones de amor hay que ser pedantemente francés). En estas aventuras lo que desconcierta al pronto es la atmósfera, la bruma y unas gotitas de perfume kafkiano. Por ejemplo, las mujeres fantasmas (o fantasmales, que no fatales) se pasean (como en “Habitación de hotel”) por la blanca textura de estas patrañas, a tal punto que nunca queda claro si su existencia es independiente de la imaginación del narrador o sigue presa en esa maraña de la ilusión y el espejismo, los materiales de los que está hecha la literatura, aunque el narrador más de una vez nos engañe sentándose en la cafetería Lepanto en busca de un personaje o atisbe a través de la lluvia a esa mujer enigmática vestida de azul turquesa, con la que dice haber cruzado unas palabras, la mujer de “El pintalabios”, acaso solo soñada o imaginada, la quimera de un amor loco que el narrador consigue transformar, haciendo de un instante una vida entera, un viaje obsesivo, una búsqueda tan incesante como inútil.
Otras piezas de este libro de Antonio Abad me han rememorado el realismo sucio -de gran nitidez literaria- de algunos relatos de De qué hablamos cuando hablamos de amor del usamericano Raymond Carver, como la titulada “Unas cortinas de flores estampadas”, un delicado relato del desamor en apenas tres páginas, cuyo minimalismo ahorma y despliega una feroz emotividad.
La narración, aparentemente anodina, de las peripecias (amorosas, muchas veces), en realidad oculta numerosos juegos de espejos y muñecas rusas, en una permanente ceremonia de la confusión: retazos de autobiografismos con otros de pura invención conforman el tapiz en que consiste lo literario, esa confusa mescolanza de ambas realidades. Entre mis favoritos, está “El desaparecido”, cuya lectura amenaza con diluir la existencia de quien está leyendo: las personas mayores hablamos con los muertos y, con frecuencia, tenemos la sensación de habernos convertido en fantasmas, en seres transparentes. Confiesa el autor, con una cita cervantina, que “pintor o escritor, todo es uno”, para luego afirmar que pintar es “sacar de lo escondido de la realidad todos sus enigmas. En toda mi obra literaria he intentado eso, ponerme en relación con lo insólito, representar lo que está ausente (el pasado y el futuro)”.
El autor -me parece- disfruta retorciendo la escritura y la realidad, jugando con los espejos de la ficción. Y, si no es el autor, uno al menos se imagina que el narrador interpuesto es un ser mefistofélico, que esgrime siempre una contenida y discreta rijosidad abacial mientras expone los desencuentros amorosos, mientras ríe como un fauno, mientras hace la higa a la seriedad de este mundo. No se pierdan la pequeña obra maestra que es “Una historia inacabada”; comienza así:
“Ese día iba yo por la calle en busca de otro personaje, al contrario que Luigi Pirandello, a quien en su obra dramática Sei personaggi in cerca d’autore los personajes lo buscaban a él. Lo necesitaba para incluirlo en la nueva novela que estaba escribiendo, una novela que todavía no tiene título, pues tengo varias opciones para ponerle uno que sea muy llamativo, uno que cuando llegue a los escaparates de las librerías levante tanto interés, que produzca en el cliente la imperiosa urgencia de tener que comprarlo”.
Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara