“Don Quijote para ella es un “anarquista hasta la médula” (enfrentándose a la Inquisición) y “éticamente (casi) perfecto”. Si antes era el poder de la Iglesia y el poder del rey, hoy podemos sustituirlos por el poder del dinero”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


29/04/24. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre la escritora Lydie Salvayre: “Lo que saca de sus casillas a Salvayre es la sociedad que le ha tocado sufrir, la de ahora, la nuestra: en cierto momento se irritará con los fracasos y los vapuleos que recibe el personaje en la novela, pero a renglón siguiente reflexionará...

...que también los soñadores contemporáneos han fracasado en la protección del planeta”.

Doña Lydie de La Mancha

Para Marta Cerezales,
traductora attitrée de Lydie Salvayre

Soñar despierto (Tres hermanas, 2023, traducción de Marta Cerezales) es una larga carta -o quince cartas, si se quiere- que dirige a Miguel de Cervantes una narradora interpuesta por la autora Lydie Salvayre, quien pretende rescatar, desempolvar y revivir -y lo consigue- al Cervantes que escribió el Quijote (el aventurero, el exiliado, el cautivo, el superviviente) y no atiende a ese otro Cervantes en que hoy ha llegado a convertirse por obra del academicismo carnívoro. “Su libro me lleva tan directamente a nuestro presente, que olvido que nos separan cuatro siglos”, le escribe.


El procedimiento empleado es la reivindicación del personaje de don Quijote y ya desde la primera frase del libro se dirige a Cervantes con un cierto enfado: “el modo en que trata a su don Quijote no me agrada”. Este comienzo me evocó la lectura juvenil del conocido ensayo Vida de don Quijote y Sancho según Miguel de Cervantes Saavedra explicada y comentada por Miguel de Unamuno, quizá el mejor ensayo literario -y más personal- sobre los personajes cervantinos. La autora, sin llegar a psicoanalizar al héroe de su devoción (ella es psiquiatra, además de escritora), confiesa que el loco -admitamos que don Quijote lo es- pertenece a una raza de hombres superiores, como Artaud, Nietzsche, Lautrémont, Hölderlin o Van Gogh. Si uno ha frecuentado algunos de los libros de esta autora francesa de origen español, se percatará de que su defensa de la heterodoxia y la exaltación de la utopía es una de las constantes temáticas en sus ensayos, tan subjetivos, tan unamunianos, tan bien escritos y díscolos.

Hay un procedimiento, quizá el más interesante (o esencial), usado por la autora cuando comenta determinadas peripecias del personaje (al que no duda en calificar como loco, santo, idiota -singular- o marxista), y es la actualización del comentario: partiendo del hecho narrado consigue anclarlo enseguida en la actualidad. Es lo que hace, por ejemplo, con la escena de los galeotes que, tras ser liberados por don Quijote, apalean a su libertador; Salvayre apunta que estos miserables galeotes reproducen el principio de dominación:

Vemos en efecto, cada día, que los grupos más desfavorecidos apoyan a los poderes autoritarios que, al inundarlos de fábulas demagógicas y de discursos preparados para atizar el miedo, los engañan en beneficio propio y los conducen a reclamar lo que los subordina y los cosifica.


Las muestras de este procedimiento actualizador de las hazañas de don Quijote permean el libro entero. No podía ser de otra manera, ya que lo que saca de sus casillas a Salvayre es la sociedad que le ha tocado sufrir, la de ahora, la nuestra: en cierto momento se irritará con los fracasos y los vapuleos que recibe el personaje en la novela, pero a renglón siguiente reflexionará que también los soñadores contemporáneos han fracasado en la protección del planeta. Don Quijote para ella es un “anarquista hasta la médula” (enfrentándose a la Inquisición) y “éticamente (casi) perfecto”. Si antes era el poder de la Iglesia y el poder del rey, hoy podemos sustituirlos por el poder del dinero: “Las cosas en el fondo, señor, solo han cambiado de nombre”. La narradora opone el lenguaje de don Quijote, que es el de la andante caballería, a la plaga idiomática de los traders, a los que define como “personas adictas a la pornografía financiera”.

Muy unamunescamente Salvayre le informa a Cervantes que su pareja ideal Sancho/don Quijote es ya mítica y que le ha sobrevivido al autor. Salvayre confiesa padecer ella misma cierta quijotización. La carta décima, la más larga de todas, es uno de los mejores capítulos de esta novela epistolar y está dedicado a retratar, definir y analizar a los dos personajes cervantinos, resultando una alabanza de la pareja mítica y, a la vez, una descripción del alma humana. Esto último es lo que hace tan atractiva las obras ensayísticas de Salvayre, esa exhibición de amor intelectual, como decía Spinoza.

En la carta duodécima, centrada en la vida de Cervantes (“la escritura nace casi siempre de un dolor”), comenta el capítulo en que Cervantes, a propósito del Quijote de Avellaneda, escribe contra los muchos y variados plumíferos y contra la literatura pastelera: los escritores que “hacen libros y los despachan como si fueran buñuelos”, los literatos viperinos que “no tienen más pasatiempo ni más placer que el de criticar las obras de los demás”, los fabricantes de ripios que son “unos arrogantes, y cada uno de ellos cree ser el primero del mundo”, etc. Salvayre quiere contribuir a este “encantador florilegio” con otros dardos:

-los autores rebeldes pedigüeños de becas de Estado;
-los biógrafos que escarban en la basura;
-los famosos de la televisión víctimas del demonio de la escritura;
-los mediocres que solo creen en los amaños y os deslizan en el bolsillo sus patéticos garabatos precedidos de una carta manchada de zalamerías grasientas;
-los listos que novelan el infortunio de otros (el infortunio de los emigrantes es en nuestra época uno de los más apreciados) para enternecer el corazón de su clientela adinerada que disfruta con ello;
-las buenas gentes que fabrican su miel a partir de un pequeño escándalo o de un caso sangrante.
Pero prefiero no alargar la lista, no sea que me encuentre en ella.

El retrato de don Quijote que hace la escritora es el de un adelantado a la revolución social de l’égalité, un perdedor magnífico, artista del tumulto, un incendiario, un instigador de la insurrección permanente, un intempestivo, un imitador de Cristo, un laico, un cascarrabias, un indócil, un excesivo en todo, un impaciente, un fulgurante, un imprudente, un radical, un inocente, un desmesurado (como Marina Tsviétaiéva), efervescente y desbocado, pero bueno y elegante. Para entender a don Quijote y su salida al mundo, la autora cita un pensamiento de Pasolini: “la única poesía es la acción real”. Y así, don Quijote -el soñador magnífico- salió al mundo, a vivir y a mancharse con su sueño.


En otro ensayo apasionante, Caminar hasta el anochecer (traducción de Marta Cerezales, El Desvelo, 2022), Salvayre se permite variadas incursiones autobiográficas, o autofictivas, sobre el trauma de un padre maltratador, su origen español y las dificultades de su ascenso cultural. Además, de presentar una reflexión burbujeante sobre el arte moderno, una crítica de los museos como morideros del arte y una confesión de amor a Giacometti, junto con un esbozo biográfico del artista italiano, hace una cosa que suele prodigar en todos los libros que le tengo leídos: listas o enumeraciones; doña Lydie es una hacedora de listas compulsiva, lo que me provoca un jolgorio permanente en las tripas. Por ejemplo, incidiendo en las mentiras inherentes al género biográfico anota estas dos enumeraciones, que son dos listados (los paréntesis con letras y números son míos):

[…] todas las vidas, ya sean épicas o miserables, son imposibles de contar, puesto que todas van rodando y hundiéndose, puesto que todas están hechas de momentos fugaces (a), de laberintos impenetrables (b), de secretos ferozmente guardados (c), de recuerdos huidizos y turbios (d), de debilidades que solo uno conoce (e) y de pasiones absolutamente invaluables (f) en sus efectos: mentiras por ignorancia (1), o por devoción (2), o por compasión (3), mentiras por un gusto ferviente de novelesco (4), mentiras con la finalidad de embellecer un existencia sosa en comparación con el brillo de la obra (5), mentiras para arrancar la vida de sus espesas contingencias (6), mentiras para dar forma a acontecimientos informes (7), mentiras por aproximación (8) […]

Mencionar todas estas listas -quizá algún día lo haga- sería la cuenta de nunca acabar. No sabemos si Salvayre habla de sí misma (sospecho que sí) cuando dice que Giacometti veía a los hombres y a las cosas como pobre: como poeta, o como perro, perro pobre, perro embarrado, perro piojoso, chucho, perro mestizo, perro sin amo, perro sin correa, esquelético, errante, perdido, extenuado, hambriento, libre, libre, libre… Pero volviendo al libro cervantino de Soñar despierto, la narradora, tras analizar muchos temas importantes (feminismo, censura, desengaño, resentimiento…), parece llegar a la conclusión de que lo definitorio del gran libro de la literatura española es esa exposición de una violencia monstruosa, una violencia que ha continuado hasta hoy mismo, “pero más endomingada que en el pasado, más subrepticia, más capciosa, más insinuante y escondiendo los trapos sucios”, y a continuación durante tres páginas enhebra una retahíla de violencias de nuestros días: violencia de la Shoah, violencia colonial, violencia contra los otros (extranjeros, negros, árabes, judíos, gitanos, homosexuales, transgéneros, mujeres, niños, locos, borderline, pobres…), violencias policiales, violencia del nuevo orden moral, violencia de la tecnología digital, violencia del mercado, violencia mundial.


Otro ensayo espléndido de Salvayre es el hilarante Irrefutable ensayo de exitología (Irréfutable essai de successologie, Seuil 2023), donde la autora esgrime su irónico arte de temible espadachina, toda su mala leche (creo que ella me dispensará la brusquedad de la expresión tan española), para arremeter (et pour cause!) contra varias de las plagas culturales de nuestros días y redes. Pareciera que la autora hubiera leído al impío Baroja, cuando afirmaba aquello de “el éxito rápido no se puede conseguir más que adulando al público pintándolo bueno, interesante, gracioso, amable; es decir, mintiendo”, porque este ensayo, disfrazado de libro de autoayuda para jóvenes artistas a la caza de éxito y de relumbre social, es una especie de pimpampum contra los escritores vedettes, contra la pasión de la ignorancia, contra la estupidez, contra el saber triunfar (frente al saber vivir), contra las glorias del momento, contra la mentira (hoy, mentir ya no es mentir, mentir es inventar una contrarrealidad). Una y otra vez las bulliciosas páginas del libro (así como ocurre con casi todos los ensayos de doña Lydie) me recuerdan que Salvayre viene de la tradición de magníficos libelistas como Maurice Joly y su Recherches sur l’art de parvenir par un contemporain (1868), que se tradujo al español como El arte de medrar: Manual del trepador (2002). He aquí un fragmento de ese libro tan poco educadito, ese Irrefutable ensayo de exitología:

Un Non aux lois qui mènent censément au succès en vous mordant le coeur et en vous broyant l'âme.
Un non à ces livres sans nerfs, sans os, sans chair, sans poids, ces livres sans bonté, sans joie, sans rage et sans exultation, ces livres sans épines, ces livres sans arêtes, ces livres bien prudents, bien polis, bien proprets, ces livres bien nippés, bien peignés, pommadés, ces livres écrits à l'eau tiède à l'usage des tièdes et qui châtrent, affadissent et dévoient toutes les choses qu'ils nomment.
[No a las normas que te conducen subrepticiamente al éxito devorándote el corazón y triturándote el alma.
No a los libros sin nervio, sin tuétano, sin carne, sin grasa, los libros sin bondad, sin alegría, sin furor y sin júbilo, los libros sin espinas, los libros sin aristas, esos libros tan cautelosos, tan educaditos, tan pulcros, esos libros tan trajeados, repeinados, engominados, esos libros escritos con agua templada como acostumbran los suavones y que castran, desbravan y pervierten todo lo que nombran.]

Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara