“Todos y cada uno de estos artículos tienen tanta carga de profundidad que se me hace difícil aludir a dos o tres como muestras de la facundia, del despliegue de gracia y estilo, de fino espadachín de este periodista escritor”

OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


13/05/24. 
Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre Jesús Ortiz Pérez del Molino: “Ortiz es uno que escribe de cosas tan serias que nos provoca la risa. Un retraso ferroviario le induce un comentario sobre el progreso del ferrocarril y las amas de cría (nodrizas o amas húmedas), pero, como sabe que el olvido...

...es inmoral, apunta: “Eran los años en que los escritores malos podían irse a Perú o a México, porque aquí había que hacer sitio a los buenos, los que iban a misa los domingos””.

¿Sueñan los androides con tarifas eléctricas? (La retranca de Jesús Ortiz)

En un corto viaje a la hiperbórea Tanandrés, una ciudad que no existe, [re]conocí a través de mi editor a un otro editor (pero ya no editaba) que trasladó desde sus santas manos hasta las mías pecadoras, primero, un volumen de fúnebre portada, La tierra prometida de Chantal Maillard y Joan Cruspinera (2009), una jaculatoria, un memorial morituri, una estela animalista y poemática; y, a continuación, otro volumen rugoso y matérico, Elogio del Antropoceno de J. Martimore (2019), un irónico, alumbrado, libre, osado, heterodoxo, juvenil y poético ensayo sobre nuestra incivil civilización. Para construir este estudio de arqueología del porvenir, Martimore [Juan Martínez Moro] se ha valido de un paquete, no menos atrevido, de: “la exégesis de documentos y epigrafías, el cruce anacrónico de datos históricos, los paralelismos fácticos y funcionales, la experimentación directa con objetos, las fuentes arcaicas, populares y orales, los instintos y las pulsiones de especie, la parsimonia heurística y su contraria, el espectro subconsciente y el onírico, la atención a los detalles grotescos, el contrasentido y la exageración, y, en especial, toda la sabiduría que atesoran la literatura y las obras de arte”. (Por cierto, que la portada, con su táctil calavera, sería muy bien recibida en México).


Estos dos peregrinos -por lo raro y exquisito- libros fueron publicados por la editorial milrazones (que ya no está), es decir, por Jesús Ortiz Pérez del Molino, que sí existe, que yo lo vi. Jesús Ortiz es, o ha sido, periodista, editor, librero, encuestador, productor de cine, empresario de espectáculos, camarero, constructor de esferas geodésicas y (lo que más me asombra) shipchandler (atención a mis improbables lectores malaguitas: no tiene nada de chipichanga). Con tanto libro que llueve, uno anda siempre entre deprimido, reprimido o alienado, así que por mi mala cabeza tenía en stand-by el pequeño volumen de artículos publicados por Jesús Ortiz entre 2014 y 2017 que fueron reunidos y aparecieron bajo el título de ¿Sueñan los androides con tarifas eléctricas? (El Desvelo, 2018), y solo ahora al retortero de lo que me hicieron llorar y reír, respectivamente, los dos libros aludidos al comienzo de esta nota, le entré a la obra de Ortiz, que me deparó treinta y nueve ocasiones de regocijo y placer lectoral.

Todos y cada uno de estos artículos tienen tanta carga de profundidad que se me hace difícil aludir a dos o tres como muestras de la facundia, del despliegue de gracia y estilo, de fino espadachín de este periodista escritor. Uno de mis favoritos es el titulado “A cuatro manos” (en realidad son dos artículos) sobre la autobiografía de Billie Holliday y sobre los tándems escriturarios, que podría haberlo firmado Truman Capote. Otro, titulado “Imperio, oscuridad, corrupción”, pone en boca del escritor finlandés Jari Ehrnrooth (que sí existe) una de las claves para comprender a los españoles: somos imperiales, somos corruptos, somos súbditos, no ciudadanos. Así nos va. Piezas sobre los bolígrafos japoneses, sobre la manzana flamenca frente a la naranja valenciana como fruta del paraíso o el hilarante texto sobre un curso de árabe para extranjeros en Egipto son inestimables.


En otro artículo antológico recoge, de un Manual de campo de sabotaje sencillo de la usamericana Office of Strategic Services, precedente de la CIA, unas instrucciones donde se enseña a reventar organizaciones y conferencias con estos mecanismos inutilizadores:

1. Exija que todo se haga según el reglamento, sin perdonar una coma.
2. Eche discursos. Tan largos como pueda y con la mayor frecuencia posible.
3. Proponga derivar cada tema a una comisión. Que las comisiones que se creen sean grandes, mínimo cinco miembros.
4. Traiga a colación, asuntos irrelevantes con tanta frecuencia como sea posible.
5. Insista en cuestionar la redacción de todos los comunicados y resoluciones: las palabras exactas, las frases bien hechas.
6. Remítase a asuntos ya tratados en reuniones anteriores y proponga revisar la pertinencia de las decisiones adoptadas entonces.
7. Recomiende cautela. Insista en que debemos ser razonables y prever las consecuencias de nuestros actos.
8. Cuestione la conveniencia de cada decisión. ¿No entrará en conflicto con alguna instrucción superior?

El autor está convencido de que lo suelen aplicar nuestros conciudadanos -o súbditos- cuando asisten a cualquier asamblea, junta de comunidad de vecinos, claustro o reunión, y alimenta mi sospecha de que hay infiltrados de la CIA en las reuniones para acordar la renovación del poder judicial y que quizá el neocon Fernando Savater ya estaba aleccionado por este manual de sabotaje cuando se dedicaba a reventar las asambleas en los últimos años del franquismo (eso dice en el tercer tomo de sus diarios Rafael Chirbes).


“La helvética infantería” es otro artículo que tiene su retranca; comienza con una anécdota histórica sobre aquel rey cristiano que, temiendo el ataque de Almanzor, le expidió a su hermana para que incrementara su harén y ésta le reprochó a su hermano: “Los reinos deben defenderse con las lanzas de sus hombres, no con el coño de sus mujeres”. A continuación, Ortiz repasa los escasos cambios habidos en la RAE desde la muerte de Franco: “ambas hermanas Koplowitz, o Ana Patricia, tienen muchísimos más méritos que Juan Luis Cebrián para ser miembros de la Academia, pero ellas no lo son y él sí. Y, ciñéndonos a méritos estrictamente literarios, Pérez Reverte no es nadie al lado de Corín Tellado, que vendió 400 millones de ejemplares y nunca sonó para académica”. Pero, finaliza, se advierten hoy cambios: “Por ejemplo, los coños de las hermanas de los reyes cristianos ya no defienden los reinos del ataque moro. Ahora protegen las cuentas corrientes suizas de la curiosidad de Hacienda”.


En cualquier caso, Ortiz es uno que escribe de cosas tan serias que nos provoca la risa. Un retraso ferroviario le induce un comentario sobre el progreso del ferrocarril y las amas de cría (nodrizas o amas húmedas), pero, como sabe que el olvido es inmoral, apunta: “Eran los años en que los escritores malos podían irse a Perú o a México, porque aquí había que hacer sitio a los buenos, los que iban a misa los domingos”.

Recuerdo otra cavilación suya sobre el número de shakespeares que debían andar paseándose por su ciudad de Tanandrés (que no existe), teniendo en cuenta que el Londres habitado por el Sweet Swan of Avon contaba con 50.000 habitantes, y me aplico la regla de tres a mi ciudad actual, la heroica Mágala (que no existe) de 586.384 almas (según datos del INE de 2023): me lanzo a la calle, enciendo la linterna y comienzo a intentar detectar a alguno de los once Shakespeare y medio que nos tocan. Mientras busco, voy pensando y me convenzo de que si me han estimulado tanto los 39 textos de ¿Sueñan los androides con tarifas eléctricas?, es porque, a pesar de que ahora vivimos el borde del abismo, a pesar de que el planeta se encuentra exangüe, a pesar de que no llueve, a pesar de que no localizo una mitad de Shakespeare, los artículos de Jesús Ortiz suponen un canto a la vida: “el oxígeno o el agua potable podrán escasear en un futuro próximo; la belleza nunca, mientras haya vida”.

Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara