“Raramente he perseguido a un autor, a una escritora, a un ilustrador para que me firmara un libro. Pero, cuando me dedicaba a visitar librerías de viejo, sí que procuraba mercarme ejemplares firmados y dedicados a otros”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
03/03/25. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre libros firmados y dedicados: “Algunas de estas obras firmadas ocultan siempre una pequeña gran historia, acaso nunca desvelada del todo. Me ocurrió una dramática coincidencia que ya conté en un libro mío: la dedicatoria de Transitoria de Aurora Luque, que ella...
...rebautizó, dejando tal cual ese ejemplar que pasó de un Miguel, ya ido, a otro Miguel, todavía yendo”.
Libros firmados
Raramente he perseguido a un autor, a una escritora, a un ilustrador para que me firmara un libro. Pero, cuando me dedicaba a visitar librerías de viejo, sí que procuraba mercarme ejemplares firmados y dedicados a otros, quizá para sacarme la espinita (lejana en el tiempo) de no haber comprado un lote de poemarios de un admirado escritor malagueño dirigidos -larga y cariñosamente- a un amante que (supongo que despechado) malvendió a la librería de ocasión donde los encontré y, por vergüenza ajena, no adquirí. Un cierto morbo lector, fisgón e imaginador de relaciones y contextos ilusorios, quizá sea simple pero más certera explicación de esa malsana bibliofilia.
Algunas de estas obras firmadas ocultan siempre una pequeña gran historia, acaso nunca desvelada del todo. Me ocurrió una dramática coincidencia que ya conté en un libro mío: la dedicatoria de Transitoria de Aurora Luque, que ella rebautizó, dejando tal cual ese ejemplar que pasó de un Miguel, ya ido, a otro Miguel, todavía yendo.
Entre los libros firmados que guardo en mi biblioteca les mencionaré algunos:
-Ausencia en Roma (1935), primera edición de 50 ejemplares (el mío es el nº 3), del raro artista y poeta mexicano Enrique Asúnsolo, con una escueta dedicatoria, que yo quiero imaginar dirigida a su amigo el Güero Luis Cernuda, quien dijo (y todo el mundo conoce lo parco que era en el elogio, así como que poseía una lengua de absoluta calvicie) de Asúnsolo que “al irse, tras de sí deja viva la apetencia de la conversación y la amistad interrumpidas”.
-Granada (París, 1852) de Zorrilla, signada de su mano para el curioso polímata colombiano Alberto Urdaneta, un tomo que encontré en una librería de Bogotá.
-El escritor español Antoniorrobles (un inexcusable autor de literatura infantil) le dedicó “con la profunda gratitud de un refugiado español cualquiera” este ejemplar de su novela surrealista El refugiado Centauro Flores (1944) al orador y político mexicano Alejandro Gómez Maganda.
-La paloma de vuelo popular, una amarillenta edición de Losada (1958) que firmó -con un dibujo- en 1960 Nicolás Guillén para Armando Cantú Medina, diplomático mexicano.
-Los dos tomitos de tapas verdes de Durante la Reconquista (Garnier, 1897), novela histórica del chileno Alberto Blest Gana, autografiada para el economista, académico y diplomático mexicano Joaquín Demetrio Casasús.
-La cuarta edición del Confabulario (1966) de Juan José Arreola, que rellenó toda una página para su amiga Alicia [Rocha, probablemente].
-El ensayo Tres inventores de realidad (1955) de Jaime Torres Bodet dedicado al doctor Manuel Cabrera.
-De los libros que me regaló en Budapest uno de los más felices lectores que he conocido (lo hacía en cinco lenguas), el embajador Fernando Perpiñá-Robert, aún conservo sendos ejemplares dedicados a él por André Maurois (De La Bruyère a Proust, 1964) y Sergio Pitol (Tríptico de Carnaval, 1999).
-Recuerdo también, con unos gramitos de pena, algunas ausencias, libros que vendí a un amigo librero (que me convenció con su filosofía de “tú ya los has disfrutado, ahora haz que fluyan”). Particularmente los que más siento son estos: un ejemplar de Nuevas canciones (1924) de Antonio Machado, con una firma del poeta, nada más; el segundo ejemplar numerado que dibujó y dedicó Emilio Prados de La sombra abierta (1961) a su ahijado Paquísimo; y una primera edición de Pensamiento poético en la lírica inglesa (1958) de Luis Cernuda dedicado a una señorita cuyo nombre he olvidado.
Para terminar, me obligo a notariar algunos dirigidos a un servidor: con mano temblorosa dibujó una breve dedicatoria, una noche mexicana, Álvaro Mutis en mi ejemplar de Summa de Maqroll el gaviero (1999), que besó elevándolo con las dos manos teatralmente para luego espetarle a su compinche Gabriel García Márquez, que estaba allí: “¡Esto sí es un libro, pendejo!”; la larga confesión de cariño autografiada del noble Raúl Ortiz y Ortiz, traductor de Bajo el volcán (1964) de Malcolm Lowry, que me regaló por segunda vez tras hacerlo bellamente encuadernar; la que Judit Xantus me escribió pocos días antes de irse (que me envió desde España por correo y que me llegó a Budapest cuando ya se había ido) en su traducción de El dios de la lluvia llora sobre México (2003) de László Passuth; el palimpsesto creado por Marifé Santiago, con Ganesha incluido, en su novela El jardín de las favoritas olvidadas (2005) que me hizo llegar tan cercalejos; y la de Agustín Cerezales en su espléndido Perros verdes (1989), libro que se abre con este lema: “Toda coincidencia con la realidad es imposible: la realidad no existe”.
Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara