Flaubert a la carta: Una brújula en el laberinto (Páginas de Espuma, 2025) es el libro de un maestro, de un traductor, de un paseante, de un periodista y de un amigo de Flaubert”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces

17/03/25. 
Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre el libro ‘Flaubert a la carta: Una brújula en el laberinto’ de Antonio Álvarez de la Rosa: “La lectura de estos textos íntimos son como el traicionero desvelamiento de un escritor que se pasó la vida maniáticamente ocultándose en su obra, aplicándose aquella paradoja...

...del comediante de que hablaba Diderot: el buen comediante es el que sabe suscitar la emoción del espectador, ocultando la suya”.

Flaubert le revenant

Un libro ha sido siempre para mí
una manera especial de vivir.
Gustave Flaubert

El tinerfeño Antonio Álvarez de la Rosa es un escritor que posee, al menos, cinco facetas. Ha sido catedrático de francés en la Universidad de La Laguna y dedicado lo más granado de su vida al ejercicio de un fecundo magisterio. Como traductor alberga una mochila de incontables versiones de la literatura en francés (Premio de Traducción Rafael Cansinos Assens en 2010), de las que mencionaré las tres últimas: Muertes imaginarias de Michel Schneider (ya había traducido Vidas imaginarias de Marcel Schwob), la correspondencia de Flaubert El hilo del collar y la aún en prensa El Marruecos que fue mi país de Jocelyne Laâbi. En tercer lugar, Álvarez de la Rosa es un viajero impenitente y flâneur agilísimo de ciudades y paisajes, como ya demostró en Libros del paseante: París entre páginas, uno de sus libros más recomendables, donde relucía su feliz facilidad para el viaje horizontal citadino y el vertical de los libros. También ha sido (y es) un periodista sin concesiones y sin conclusiones, como le gustaba decir a Flaubert, pulsador de la actualidad rabiosa: gran parte de estas colaboraciones está recogida en un tomo titulado precisamente Sin conclusiones, un libro que gustó mucho a don Emilio Lledó, su prologuista. Finalmente, es amigo de sus amigos -que tiene muchos- y respetuosamente elegante con sus enemigos -cuando aparece alguno-: siempre se afanó en leer, impulsar y dar a conocer generosamente la obra de amigos como Nivaria Tejera, Michel del Castillo, Luis Feria o los Laâbi (Jocelyn y Abdellatif).


Estas cinco condiciones las ha esgrimido con sabia ironía inconclusa en un libro estupendo, serio y divertido, fruto de su devoción por la vida y la literatura, porque Flaubert a la carta: Una brújula en el laberinto (Páginas de Espuma, 2025) es el libro de un maestro, de un traductor, de un paseante, de un periodista y de un amigo de Flaubert.

Entre las casi instantáneas repercusiones críticas que ha suscitado la publicación y lectura de esta autobiografía intelectual, que ya viene avalada con la marca del Premio Málaga de Ensayo, quisiera destacar la sugerente reseña firmada por José María Herrera (“De primer y segundo plato”, Zenda, 12/03/2025), quien avanza la idea de buscarle nombre a un nuevo género, que estaría representado por este Flaubert a la carta y por otros como Leyendo a Baroja de Antonio Regalado y Mi vecino Montaigne de Juan Malpartida. Me atrevo a sumar a ese elenco Soñar despierto de Lydie Salvayre, quien dirige una larga carta a Cervantes, con la pasión y el humor que caracterizan la escritura de esta autora francesa (Premio Goncourt 1914).


En este ensayo autofictivo (ma non troppo) el buen profesor Álvarez de la Rosa toma de la mano a don Gustave y flanean por Ruan y París, y eso que Flaubert nunca fue un paseante urbanita, como su amigo Charles Baudelaire, pero sí un gozador de dilatados tours, como el viaje de Oriente, de casi dos años, del que tanto jugo extrajo para obras como Salambó y La tentación de san Antonio. Es conocida la concepción flaubertiana de la escritura como viaje (y del viaje como escritura), tal como confiesa en una carta de 1862 a los Goncourt: “Para mí un libro a escribir es un largo viaje”. Si con los encuentros, paseos y comidas que se despliegan en este libro el narrador consigue ficcionalizar el personaje del escritor normando, causa asombro el uso de la conversación con base en la correspondencia del autor francés. Las respuestas están extraídas al pie de la letra de las cartas que tan profundamente maneja Antonio Álvarez, quien muestra a un Flaubert redivivo: la lectura de estos textos íntimos son como el traicionero desvelamiento de un escritor que se pasó la vida maniáticamente ocultándose en su obra, aplicándose aquella paradoja del comediante de que hablaba Diderot: el buen comediante es el que sabe suscitar la emoción del espectador, ocultando la suya. En definitiva, se trataba para él de escribir en frío, pero en la intimidad de sus cartas fue cálido, apasionado y brutalmente sincero, a veces contradictorio, y siempre inteligente: la extracción de las ideas y frases del palabrista Flaubert y el montaje que lleva a cabo Antonio Álvarez dibujan una figura absolutamente contemporánea y atenta a los problemas de la agobiante actualidad. Aunque Flaubert viviera escindido entre el artista oculto en su obra y la persona que se desnudó en su correspondencia, esos dos Flaubert siempre hablan de la misma honda preocupación, la desasosegante inquietud por la condición humana (y la estupidez humana, la otra cara de la moneda): por eso su literatura es tan perdurable, por eso podemos mirarnos en el espejo del universo Flaubert que nos pone delante Álvarez de la Rosa.

Hace unos días leía sobre la subasta de la biblioteca de la talentosa Amy Winehouse, esa integrante del Club de los 27 junto a otros admirados bellos cadáveres: Jim Morrison, Janis Joplin, Jimi Hendrix…. Se trataba de la fruslería de 230 libros. Como era presumible, no fue un acto de bibliofilia, sino de fetichismo. Lo cierto es que los lectores no poseemos bibliotecas, somos bibliotecas. Flaubert era una biblioteca andante y pensante de miles de libros con unos pocos dioses tutelares (Shakespeare, Goethe, Homero, Rabelais, Sófocles, Montaigne, Cervantes, Spinoza, Voltaire, Sade), tal como le escribiera a Louise Colet: “La biblioteca de un escritor debe estar compuesta por cinco o seis libros, fuentes que hay que releer a diario”. El paseo que propone Flaubert a la carta es un verdadero paseo -entre la duda y la ironía, la gracia y la claridad- por el filón de ideas de la mina inagotable flaubertiana, pero donde también hay brillos de las luces que iluminaron la escritura de Álvarez de la Rosa: Gaston Bachelard, Julian Barnes, Zygmunt Bauman, Albert Camus, Carlo Cipolla, Michel Foucault, Marc Fumaroli, Milan Kundera, Emilio Lledó, Michel de Montaigne, Nuccio Ordine, George Steiner, Antonio Tabuchi, Nivaria Tejera, Michel Tournier…

Si para ese ser ebrio de tinta, el hijo de Rabelais (o el hijo de Cervantes, como quiere Álvarez de la Rosa), escribir es releer y escribir bien es leer bien, para el autor de Flaubert a la carta la literatura -muy flaubertianamente- es una manera de vivir absoluta.

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