“Necesitaría mucho espacio para poder hacerles participar del poderoso mundo de esta escritora mexicana, su inteligencia, su sensibilidad y su fuerza, sin tener que reescribir páginas enteras de estos artículos cuya vigencia sigue conmovedoramente lozana”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
31/03/25. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre ‘El uso de la palabra’, una recopilación de artículos de la escritora mexicana Rosario Castellanos: “En esta antología de artículos (…) se encuentra Rosario Castellanos de cuerpo y alma enteros: su profundo feminismo, su convicción cardenista, su estilo de...
...suave ironía laten en todo lo que trata, con el corazón vivo de una escritora, de una amiga, de una madre: su oficio y su arte era vivir, que dijo Montaigne”.
El uso de la palabra
Gracias a Rosario Castellanos, las mexicanas reencontraron su voz. Lo dijo Elena Poniatowska, lo reiteró Carlos Monsiváis y lo escribió José Emilio Pacheco. Pero, al tiempo que bebía en las aguas de sor Juana Inés, Rosario Castellanos (1925-1974) creaba su propio modo de decir, de edificar una vida, de crecer como mujer y de contribuir a (perdonen esta refea y viejuna locución) hacer país.
En estos días he vuelto a mi manosesado ejemplar de El uso de la palabra, una selección de los artículos que la escritora publicó en el periódico Excélsior de México. Aunque conocía la obra de Rosario Castellanos, sobre todo la poesía y la novela neoindigenista Balún Canán, precisamente fue el periodista Julio Scherer quien, en uno de nuestros primeros encuentros, me incitó a leer los artículos de la autora mexicana, a la que él mismo había animado para que colaborara en el Excélsior durante la etapa dorada en que fungió como director, entre 1968 y 1976, año en que el presidente Echeverría maniobró para expulsarlo de un periódico que resultaba insoportable para el poder político.
En esta antología de artículos, donde aparecen textos desde el comienzo de su colaboración (1963) hasta el escrito el día antes de su muerte accidental (1974) en Tel Aviv, donde ejercía de embajadora de México, se encuentra Rosario Castellanos de cuerpo y alma enteros: su profundo feminismo, su convicción cardenista, su estilo de suave ironía laten en todo lo que trata, con el corazón vivo de una escritora, de una amiga, de una madre: su oficio y su arte era vivir, que dijo Montaigne.
En una de estas piezas titulada “Divagación sobre el idioma” traza una evolución del castellano, un idioma creado por un pueblo “profundamente diferente al nuestro”, hasta llegar -cuando el español descubre o inventa América- a la actitud novohispana para la que “el castellano no era un vehículo de comunicación, sino un objeto de ornato” y culminar en los angustiosos y ambiguos diálogos (que Cantinflas llevó hasta la hilaridad). El punto de partida, apunta irónicamente Rosario Castellanos, es esta anécdota:
Carlos V afirmaba que el castellano era el idioma propio para hablar con Dios. Ahora bien, como Dios se encuentra a tal distancia resulta que el castellano hay que hablarlo a gritos. El estrépito que entonces se produce hace imposible que nadie escuche a nadie y que la divinidad solo perciba un rumor confuso en el que no se logra diferenciar el acento individual. […] Más allá de la “mar salobre” están las extensiones ilimitadas en las que se pueden pronunciar a toda voz la erre rotunda, la jota enérgica, las interjecciones irrevocables.
En el artículo “Hora de la verdad” se representa como una “criatura solitaria” y, antes de concluir sobre su crecimiento en compañía de los libros, recapitula así las circunstancias de su vida:
[…] hija única, sin asistencia regular a ninguna escuela o institución infantil en la que me fuera posible crear amistades. Abandonada durante mi adolescencia a los recursos de mi imaginación, la orfandad repentina y total me pareció lógica. Permanecí soltera hasta los treinta y tres años durante los cuales alcancé grados de extremo aislamiento, confinada en un hospital para tuberculosos, sirviendo en un instituto para indios. Luego contraje un matrimonio que era estrictamente monoándrico por mi parte y totalmente poligámico por la parte contraria. Tuve tres hijos, de los cuales murieron los dos primeros. Recibí el acta de mi divorcio […]. Añada usted a todo ello que soy tímida y que, mientras no fue mi obligación, no asistí a ninguna fiesta por temor a mezclarme con los demás, a confundirme […]. Para sentirme acompañada yo no necesité, prácticamente nunca, de la presencia física de otro.
Necesitaría mucho espacio para poder hacerles participar del poderoso mundo de esta escritora mexicana, su inteligencia, su sensibilidad y su fuerza, sin tener que reescribir páginas enteras de estos artículos cuya vigencia sigue conmovedoramente lozana. Releer estas páginas ha sido como volver a un territorio amigo y a mi desvencijada memoria que guarda los flecos de aquella melancólica conversación, sobre Rosario Castellanos, con Julio Scherer, Fernando Vallejo, David Antón y Raúl Ortiz y Ortiz, que tanto la quiso y la admiró.
Al tiempo que disfrutaba El uso de la palabra de Rosario Castellanos, lo fui entreverando con otro libro de Elvira Lindo que me había descubierto una de mis hijas: 30 maneras de quitarse el sombrero, un viaje al centro literario y vital de treinta creadoras, entre las que la autora, “una mujer inconveniente”, se incluye a sí misma en el último capítulo, quizá uno de los mejores. Me empoderó (bueno, rebajemos: me reconfortó) el hecho de haber leído alguna obra de cada una de las treinta escritoras. También me hizo reflexionar una cita que Elvira Lindo extrae del último relato de Demasiada felicidad de Alice Munro: en este cuento, Munro ficcionaliza la vida de la fascinante matemática Sofía Kovaléskaia, un personaje del que ya supe por la semblanza que escribió la geógrafa mexicana Lina Rey en 1930. El pensamiento que Munro pone en boca de la rusa y que Elvira Lindo tan pertinentemente aduce era:
“Cuando un hombre sale de una habitación, se lo deja todo en ella […]. Cuando sale una mujer, se lleva todo lo que ha ocurrido allí”. Lo que me puso a cavilar fue el hecho de que siempre he pensado que el punto de vista genérico lo cambia todo, porque, entre otras minucias, la escritura de las mujeres no clasifica, sino que desclasifica la realidad, como hace el auténtico arte, como afirmó Marcel Schwob. Esa diferencia, para mí, es una tierra amiga y recordé entonces que Rosario Castellanos en un artículo impresionante, “Elogio de la amistad”, escribió que “la amistad es fácil entre seres semejantes, pero es capaz de volver semejantes a los que no lo son”.
Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara