“Quienes siendo en origen alfabetos, y pudiendo leer, eligen no hacerlo parcial o totalmente. Entre estos neos hay de todo: hombres de carrera, sociólogos, médicos, artistas, políticos o poetas”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces

04/06/25. 
Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana sobre el libro Peatón de Madrid (2003), de Miguel Sánchez-Ostiz: “Si es cierto que, según se dice, solo se ama lo que se conoce (¿o es al revés?), el narrador que especula y patea la ciudad en Peatón de Madrid debe amar mucho porque el conocimiento que exhibe de Madrid es profundo y, lo mejor...

...de todo, nos lo va contando con cimitarra en mano, con una lengua a veces pretendidamente oral, pero sin duda de lo más sabrosa y personal”.


Los neoanalfabetos

Todo peatón es un diablo, un opiómano sin opio.
Miguel Sánchez-Ostiz

En un ensayo de Pedro Salinas, “Los nuevos analfabetos”, publicado en la colombiana Revista de América, en el lejano año en que se iniciara en Europa una nueva era (1945), alertaba el poeta sobre los neoanalfabetos, quienes siendo en origen alfabetos, y pudiendo leer, eligen no hacerlo parcial o totalmente. Entre estos neos hay de todo: hombres de carrera, sociólogos, médicos, artistas, políticos o poetas. Es descorazonador que ya entonces Salinas apuntara una tendencia que ahora es realidad, tendencia y práctica millonaria: los analfabetos, tras superar la primera y natural ignorancia (todos nacemos analfabetos), se convierten en alfabetos y, después, los más devienen neoanalfabetos “condenados a la segunda y definitiva ignorancia”. Aquí el ensayista echó mano de la metáfora homérica: Circe, que convirtió en cerdos a los compañeros de Ulises, es la maga que personifica la maléfica ignorancia secundaria, que cerdifica a los alfabetos y los engorda con bellotas digitales, “atiborrándolos de cebo sintético, última maravilla del progreso”.


Recordé este asunto de los nuevos analfabetos en la genial previsión de Salinas cuando me las estaba viendo con un libro leído hace más de veinte años y que, ya olvidado, he vuelto a saborear estos días y disfrutar como nuevo (gracias, desmemoria mía, estés donde estés). Se trata de Peatón de Madrid (2003), la obra del navarro Miguel Sánchez-Ostiz, quizá el mejor narrador español vivo. El título, de aroma entre barojiano y galdosiano, ya apunta a ese oficio de peatón del que se ufana el autor, que menciona bastante al pasajero Walter Benjamin, mientras asegura muy cazurramente que “Madrid es ir de ningún sitio a ninguna parte”. Igualmente podría haberse titulado Teoría de Madrid, Madrid Memoria o ¿Cuándo se nos jodió Madrid? En cualquier caso, “Madrid es un buen pretexto para la escritura” como bien dice el pequeño filósofo, el curioso, el ansioso impertinente que camina por estas páginas, espejos de un Madrid ya ido, pero que es también el de ahora y cita una frase de Ramón (Gómez de la Serna) referido a Larra: “Fígaro sabía que en Madrid no hay otro espectáculo más verdadero que el de ver pasar gentes, perfiles idénticos y distintos sobre el mismo paraje”.


El provinciano flâneur que se vino a vivir y ver Madrid, a patearse los barrios y la historia, también se lo lee todo y opina por libre: “los fascistas españoles eran malos escritores casi todos, empezando por Sánchez Mazas, o cuando menos mediocres, cuando no babosos, digan lo que digan sus secuaces y sus herederos directos”. A veces tiene salidas dignas del Baroja más agrio: “Juan Ramón tiene para mí algo de repulsivo, algo de perpetuo dengue de corista, de blandengue, querulante, enredador y mal bicho, algo inhumano que tira para atrás”.


Si es cierto que, según se dice, solo se ama lo que se conoce (¿o es al revés?), el narrador que especula y patea la ciudad en Peatón de Madrid debe amar mucho porque el conocimiento que exhibe de Madrid es profundo y, lo mejor de todo, nos lo va contando con cimitarra en mano, con una lengua a veces pretendidamente oral, pero sin duda de lo más sabrosa y personal, marca de la fábrica Sánchez-Ostiz. Hay, entre otras mil, una idea bien interesante que es la del centralismo cultural y político que Madrid, capital de la pillería,  ha ejercido sobre (contra) las periferias intelectuales y literarias. El autor, otro periférico, es consciente de escribir con su verdad por delante y haciendo literatura, “no con rencor, no por venganza, no mintiendo, no en la rechifla”, y son variados los ejemplos de su reivindicación, reconocimiento y simpatía hacia creadores periféricos que vinieron a Madrid (a morir, sin saberlo), como Ángel Vázquez (el tangerino autor de La vida perra de Juanita Narboni) o los pamploneses Rafael Uríbarri Díaz y Julio Martín-Caro. Creo percibir que, al despellejar la realidad, Sánchez-Ostiz no levanta la antorcha del desencanto, sino que procede, como el que ha leído y visto mucho, a un ejercicio penetrante de mondar la naranja, levantar la alfombra, abrir la ventana y que se vea la mugre:

La corrupción política, felipista, el robo sistemático de los banqueros, el GAL del gobierno, el eterno GAL del gobierno en un país largamente acostumbrado a que quien detenta el poder hace lo que le viene en gana con el beneplácito y los aplausos generales, o poco menos, y los particulares de sus corifeos, así provengan estos de lejanas zahúrdas marxistas o de la falange franquista. La nuestra de hoy es otra época. Ahora se traga todo, ahora es la época del avestruz, del silencio, de la cómoda mordaza (hecha antifaz de golfo apandador), del liberalismo, es decir, de los nuevos amos y de los nuevos esclavos, del pensamiento único, de ese aznarismo que se va perfilando como felipismo, al menos en el extrarradio, y que pasará, de eso no me cabe la menor duda y a ellos tampoco, y no dejará más que humo, polvo, olvido, nombres desgastados por el uso hasta enseñar la trama.


Peatón de Madrid es, sobre todo, un libro laberinto, un diario de navegación (por las plazas, calles, tabernas, zahúrdas libreras, parques, vips, restaurantes, rastros, etc.) y un desbroce del género literario que han construido las obras dedicadas a Madrid, entre las que Sánchez-Ostiz hace particular criba y sutil reivindicación: Luis Martín Santos, Max Aub, García Hortelano, Larra, Torres Villarroel, Azorín, Vélez de Guevara, Edgar Neville, Antonio López, Corpus Barga, Umbral, Castilla del Pino, Ernesto Zúñiga, Agustín de Foxá, Emilio Carrere, Josep Pla, Cela, Laurie Lee, Baroja, Cansinos, Répide, Juana Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Ruano, Galdós, Solana, Arturo Barea o Luis A. de Villena, entre otros. “El peatonaje es cosa de desocupados o poco menos, y de lectores en casa que leen las errancias ajenas”, confiesa el narrador de este libro memorioso que admira a esos pintores “que saben pintar lo que está detrás de las cosas”: ¿será por eso que tiene aires de novela expresionista este libro andariego, que juega a veces al chafarrinón a lo Grosz y que inventa personajes como Freddy Macrolena, ese cuate canalla que le acompaña por ambientes tan turbadores?

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