OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias

06/11/20. Opinión. La escritora Dela Uvedoble continúa su colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con dos relatos acompañados de una imagen cada uno. Esta hilvanadora de historias nos regala todas las semanas dos textos con su imagen correspondiente dentro de la sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Caserones y ectoplasmas’ y ‘Cosas de mujeres’...

Caserones y ectoplasmas


Postergaba el momento de llevar la cena a mi padre todo lo que podía. El lugar donde trabajaba de guarda, aunque siniestro, no me daba miedo pero me aterraban los tironeros que infestaban el barrio.


Mientras hacía la primera ronda le preparaba la mesa, sentándome a esperarlo en el destartalado sofá que se había procurado, frente a una escalera de piedra sin barandilla.

Una noche vi bajar por ella un hombre corpulento y algo giboso, calvo en la coronilla pero con la cabellera, que percibí blanca, larga por detrás. Parecía llevar una camisa blanca abierta, como flotando. Todo él era alabastro.

En un segundo desapareció entre las sombras.

Volvió mi padre y tomó su cena, de fondo oíamos la radio que nunca apagaba. De repente solté:

—He visto un fantasma.
—¿El médico?, baja toas las noches -me dijo tranquilamente.
—¿Por qué le dices médico?
—Porque lleva bata.

Aquel lugar fue Casa de Socorro.

No era mi primera experiencia con espectros, ya había convivido con uno encontrado un día que acompañé a mi madre al cementerio.

Estuvimos una temporada juntos pero lo emplacé a irse porque leía sobre mi hombro y eso no se lo tolero a nadie.

Años después me alojé en un parador del siglo XVI que había sido convento de clausura. Durante dos noches las monjas no pararon de despertarme para que las acompañara a rezos y maitines, “que soy atea hermanas”, les decía pero ni puñetero caso, ni en el aseo respetaban mi intimidad.

Para ignorarlas me deslizaba descalza por las baldosas heladas hasta la ventana, enjuta y oscura, y me ensimismaba admirando la silueta de un nido de cigüeñas en dulce espera. Mientras, a mi  espalda, las sores seguían ora que ora a ídem (con h) intempestivas.

No le temo a los fantasmas pero me dan tirria las ánimas purgantes cabezonas, sobre todo las vengativas que al marchar dejan un reguero pegajoso en el suelo.

Por fastidiar.

Todos sabemos que los espectros flotan.


Cosas de mujeres


Amadea mandaba comprar todos los jueves media docena de dulces: dos caracolas, dos merengues y dos locas porque ese día la visitaba Catalina, una prima hermana muy querida.

Cercanas a los ochenta las dos seguían con su costumbre, Amadea vivía con su hija, yerno y dos nietos; Catalina más sola que la una.

Las dos mujeres tomaban su vaso de cebá con leche condensada en la cocina si era invierno o en la mesita del cierro si era verano pero siempre muy calentita, “fría no vale ná” se decían sorbiendo sonoramente para no quemarse. Al fin las dos eran casi sordas.

Comían un dulce cada una y según pacto tácito, Catalina se llevaba otros dos para su cena y desayuno del día siguiente. Las caracolas, más duras de hincar el diente, eran para los niños que jugaban alrededor de ellas.

Catalina suspiraba entre bocado y bocado, derramando alguna lágrima y lamentando el no haber tenido hijos, “con lo que el Mariano y yo hicimo pá no tenerlo... creyendo que tiempo habría y mira, con treinta y seí año se lo llevó un mal aire”.

La nieta, que despuntaba ya tetillas, al oír estas cosas aguzaba el oído. En el colegio le habían explicado, más o menos, como se hacían los críos pero no como no hacerlos.

—Yo tuve una y es mi vejé... pero no vinieron má porque nos casamos ya polletones, sabe tú que el Teodoro no quiso tomá estado hasta que su madre murió, que llega a tardá má mi suegra en espicharla y me muero mosita. Nosotro nunca hisimo trampa, a los treinta y ocho dejó de venirme “el primo” y sé serró la fábrica.
—Po yo hice de tó, desde estornúa despué y lavarme con vinagre hasta la goma, aunque a mi marío poca gracia le hasia... la lavaba y entalcaba hasta que se rompía y había que comprá otra... de mientra fiarme de que la sacara a tiempo.
—Niña, ¿pero a ti te gustaba tanto... el asunto?
—¡Digo, má que este durse!
—¡Ay, pos a mi no!, ¿tú sabe que nunca le di un beso en la boca al Teodoro?
—¿Y por qué?, -preguntó la otra dejando el pastel a medio roer-
—Con la de mecrobio que hay... ¡eso é ezquerozo!
—¡Ou, prima po entose, de meterse el pito en la boca meno, ¿no?

La niña hacía como que estaba entretenida haciendo pulseras con plásticos de colores pero no perdía puntá de la charla.

—¿Y tú sí?, ¡vargame Dio de lo que se entera una!
—Chocho, tú te lo perdiste, y ¿él a ti tampoco te comía...?
—¡Meno!, -cortó tajante- eso son visios, un hombre que quiera bien a su mujé no la obliga a eso.
—Que no me obligaba, que a mi me gustaba...
—Come y calla, anda, que hay ropa tendía, -advirtió Amadea a su prima al ver a la niña demasiado quieta.

Esa noche, mucho después de irse Catalina merendá y con sus dos dulcecitos, ya acostadas abuela y nieta que compartían cuarto le dio a la primera por preguntar a la segunda.

—Niña, ¿tu ha escucháo argo de lo que hemo hablao la prima y yo?
—Sí, ágüela... que hacía sesenta y nueve con er marío, -le contestó muy formal.

Amadea se quedó pensativa echando cuentas; no le cuadraba que fuesen tantos de familia.


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