“No percibí su falta hasta que, necesitándola, la busqué encontrando desierto el lugar tácitamente establecido. Me desconcerté y llegué a pensar que nunca había existido, que suplía su falta con argucias”

OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble

Hilvanadora de historias

22/01/21. Opinión. La escritora Dela Uvedoble continúa su colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con dos relatos acompañados de una imagen cada uno. Esta hilvanadora de historias nos regala todas las semanas dos textos con su imagen correspondiente dentro de la sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘El collar infinito (1922)’ y ‘Perdida y hallada’...

El collar infinito (1922)


Si hasta hace dos años estaba de moda tener pechera ahora lo que se estila es un busto plano.


La vida se ha vuelto ligera, los bailes movidos y se viaja en tranvía. Sobre la planicie del vestido los modistos exigen sólo una insinuación de los senos, brotes incipientes de eterna púber aunque su clientela tenga ya quien le llame mamá.

Así lucen más los collares y abalorios que llegan hasta el ombligo, muy útiles para juguetear con ellos coquetamente.

No son pocas las que se vendan los pechos para ir como se gasta, resulta una ordinariez la exuberancia. Eso se queda para las amas de cría y las pueblerinas.

Eugenia, como mujer nacida con el siglo XX, rabia por un collar largo. Los hay económicos pero ella lo quiere de un material noble, para distinguirse, a pesar de que las amigas le aconsejan que es más práctico tener varios baratos pues se enganchan con todo, quebrándose con facilidad.

La reina lo tiene de chatones. Dicen que don Alfonso le obsequia uno por cada amante y lo va añadiendo, siendo la largura pregonera de la infelicidad del regio matrimonio.

Por su onomástica su novio, entusiasta de la nueva silueta femenina, le regala uno de baquelita que alterna cuentas alargadas y redondas, encargado exclusivamente para ella.

Es largo como día de duelo y ninguna conocida tiene nada semejante. Se lo pondrá en dos vueltas, una como gargantilla y el resto colgando hasta más abajo de la cintura.

En la boda de su cuñada quiere estrenarlo, su prometido es de la opinión que para tal ocasión lo apropiado son perlas. Ella asiente y desobedece.

El vestido de gasa amarilla es el fondo perfecto que resalta la negrura del adorno. Con la misma tela ha mandado forrar los zapatos y una banda para el pelo. Se mira y se encuentra elegantemente modernísima.

A mediación del convite va al aseo a retocarse el carmín. La doncella que proporciona las toallas aprisiona entre el profundo canalillo un collar gemelo que hace parecer al suyo pauta de libreta. Se miran y las dos se reconocen “primas”.

El segundo plato consistía en ragout de ternera, pero el del bígamo se presenta rebosante de cuentas negras.

A Eugenia le quedó clarísimo que infinito y exclusivo puede ser cualquier cosa menos el amor.

Perdida y hallada


No percibí su falta hasta que, necesitándola, la busqué encontrando desierto el lugar tácitamente establecido. Me desconcerté y llegué a pensar que nunca había existido, que suplía su falta con argucias.

Empecé a contar la barbaridad de veces que recurro a ella a lo largo del día, mientras me reprochaba dolorosamente su extravío.

Compungida llamé a mi hija, ella es el faro que alumbra mi ignorancia digital.

—Nena, que no la encuentro.
—¡Ay, mamá que cambié el teclado ayer, cuando tuve que escribir en inglés aquel informe!

Respiré, no estaba yo confundida ni pre-chocha, aunque verde cual lechuga en cuestiones informáticas.

Seguí las instrucciones de mi vástaga y posé el dedo, invocando a Alan Turing.

Apareció en el teclado táctil, luciendo su virgulilla, mi Ñ añorada.

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