“Esa noche y todas las otras durmieron enroscados, envueltos en el manto vivo de su pelo. Él no volvió a pedir citas; su joviana le era suficiente. La palabra “amor” ya no le parecía obsoleta sino imprescindible”
OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
12/02/21. Opinión. La escritora Dela Uvedoble continúa su colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con dos relatos acompañados de una imagen cada uno. Esta hilvanadora de historias nos regala todas las semanas dos textos con su imagen correspondiente dentro de la sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Un mundo perfecto’ y ‘Más o menos’...
Un mundo perfecto
Llegado el día de su decimosexto cumpleaños, a las 16.O7, hora exacta en la que nació, su nombre se inscribió en el listado de ciudadanos con capacidad para escoger o adquirir compañía.
Ordenó al dispositivo instalado en su antebrazo, que le mostrara imágenes antiguas de parejas (doscientos años atrás se llamaban así). Hombres y mujeres parecían felices de estar juntos. Aún se cubrían con telas y piel animal, horadaban orejas y narices con aros de metal y se tatuaban el cuerpo, al estilo de los salvajes de las colonias de Júpiter. Y se miraban con ojos de estúpidos.
Gracias a que en el año 2.164, quincuagésimo después de darse oficialmente acabada la Era de las pandemias, no existía el amor.
Contaban con aplicaciones para confraternizar sexualmente. Para cada encuentro íntimo consentido había que rellenar cuestionarios, someterse a una desinfección antes de la cópula y realizarla en los Hoteles del Placer, únicos lugares lo bastante asépticos para evitar contagios.
Sin celos, ni sentimientos posesivos hacia el otro.
Por supuesto seguían existiendo personas que decidían unirse de por vida, “enamorados” que desafiaban al Sistema. Eran considerados excepciones. Como castigo a su excentricidad se les condenaba a no poder separarse jamás, aunque sus sentimientos cambiaran, ni a tener relaciones con terceros. Era una forma sutil de disuadir a los rebeldes. Ningún infierno iguala el vivir junto al aborrecido.
El cumpleañero HAB 458 ZK buscó entre las propuestas con quien inaugurar su nuevo derecho. Aunque le atraían los pechos dudaba donde catalogarse amatoriamente. Pidió una persona trans femenina para su iniciación.
“No es para tanto”, pensaba mientras veía volver enfundarse en su mono de tejido nanotécnico a su primer amante. Aún así le sonrió educadamente. En la escuela le habían detectado una leve inclinación por el mundo antiguo, aunque la historia se había reescrito y los robots enseñaban sin apasionamiento. A pesar de todo, HAB 458 ZK sentía cierta imposible nostalgia de aquellos tiempos no vividos.
Al salir del Hot-tel se dirigió al mercado. Era lícito comprar esclavos; los jovianos, en libertad, se multiplicaban como virus. Mientras no se lograra civilizarlos, el sometimiento era más piadoso que el exterminio.
Se fijó en una nativa bajita, que le pareció confortable. Su largo cabello, exótico en una sociedad alopécica tras la Gran Sarna que modificó el ADN capilar, la hacía deseable. Le erotizaba que tuviera vello en axilas y pubis; regateó hasta conseguirla por doscientas horas de trabajos estatales. Un buen acuerdo.
La llamó Lieva, uniendo los nombres de las dos primeras mujeres terrícolas, aunque no constaba como tal ni gozara de más derecho que los que tuvieron los extinguidos animales domésticos.
Desconocedores de un lenguaje común se entendieron mediante el traductor simultáneo. Lieva se mostró contenta con su nombre, le gustaba más que el suyo, que sonaba gutural y tosco. “En mi planeta, los primeros días juntos se llaman “satélites dulces”, ahora comienza allí la estación de lluvia no ácida. Se dedica la jornada, que dura nueve horas terrestres, a la diosa protectora de los que se aman. Que nos unamos hoy es de buen augurio”. Ella sacó de su hatillo una piedra brillante, color naranja, igual que sus ojos. “Es de mi hogar, te la entrego porque ahora, mi hogar eres tú”.
HAB 458 ZK no supo qué decir pero se le cayó una lágrima, igual a aquella que derramó de niño, cuando vio en el zoológico el último perro de la Tierra.
Esa noche y todas las otras durmieron enroscados, envueltos en el manto vivo de su pelo. Él no volvió a pedir citas; su joviana le era suficiente. La palabra “amor” ya no le parecía obsoleta sino imprescindible.
No tuvieron descendencia pues los esclavos eran esterilizados. Y fue triste porque hubiera sido el comienzo de una raza gloriosa.
Más o menos
No hay nada eterno. La lamparita que me alumbraba las noches insomnes o las madrugadas fértiles se ha muerto.
El entierro se celebró en un punto limpio, como es de rigor; la lloré un poquito y de vuelta me paré a comprar otra.
Estoy encantada con la nueva, es de las que tienen modulador de intensidad. Juego haciéndola brillar más que un faro o atenuándola hasta que parece una cerilla. Nunca había tenido una así, me parecían cursis y burguesas.
Y ha resultado ser una revelación.
Deja ver o no según qué cosas. Más humana, imposible.
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