“Se escogió representante de los padres, solo de los buenos padres, aunque ahí está, con su báculo florecido, cual hombre jarrón sin ser tal, que crió al niño a cuerpo de dios, siendo autónomo de la madera”

OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble

Hilvanadora de historias

19/03/21. Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Un sábado cualquiera’ y ‘San papá Pepe’...

Un sábado cualquiera


El goterón cayó sobre el parabrisas con ímpetu suicida. La lluvia se había marchado pero el paso elevado seguía escupiéndola a los coches que lo atravesaban; la velocidad hacía que el agua ascendiera por la luna con terquedad de insecto.


—Papi, ¿de dónde salen esas gotas?
—De los pájaros, escurriéndose las alas.

Es sencillo encontrar respuestas si la entrevistadora tiene seis años.

Despacio, encaró la rotonda. Ladeáronse los cuerpos al curvarse la carretera. El de la niña menos, bien protegida en su butaca de seguridad, pero lo suficiente para que sintiera cosquillas en la barriga.

Se detuvieron ante una nave industrial. Las puertas plegadas eran rojas, así como las letras que indicaban sobre fondo blanco: “Atención: recogida de dientes”.

—¿Ves lo que dice ahí?, este es el sitio donde Ratón Pérez deja el dinero a los niños que se les cae un diente.
—Dice mami que lo pone bajo la almohada.
—Es verdad, pero a veces tiene tantos encargos que los deja aquí. Vamos, y recuerda que debes estar calladita.

Bajaron del coche y entraron. Olía a madera cortada; el polvo de serrín le cosquilleaba la nariz pero, obediente, reprimió el estornudo. El estruendo de una serradora eléctrica tamborileaba su corazón.

Papá se acercó a la ventanilla, introduciendo medio cuerpo por ella, hurgando hasta encontrar lo debido y dejando en su lugar el colmillito. Sus piernas tijeretearon el aire unos segundos.

—Toma -le dijo a la chiquilla alargándole un billete- ¿ves?

Ella tomó el papel, saltando de alegría.

—Mételo en la hucha y no se lo digas a mamá.

Doblándolo con cuidado lo guardó en un bolsillo del abrigo.

Mientras se alejaban, dirigió una última mirada a la mágica franquicia ratonil; quería paladear las letras del rótulo, pero algo la inquietó.

—¡Papi, papi, no pone “dientes” dice “clientes”, que no sé lo qué es!
—Dice “dientes”, es que la lluvia ha arrancado dos trocitos de pintura y parecen dos letras, pero es una “d”.
—Ahh, pues que lo arreglen que los papás se van a confundir.
—No, cariño, todos los padres sabemos dónde está.

Encendió el motor, enfilando a la ciudad recién lavada, que ya empezaba a prender sus luces.

Dejó con la madre a la niña, guiñándole un ojo para recordarle el pacto.

“Quizá tarde un tiempo en volver”, susurró a la mujer. “¿Y eso por qué?, “negocios, ya me conoces”. La puerta se cerró mientras la pequeña agitaba su manita: “¡adiós papi!”.

Fue directo a comisaría, a confesar un robo que ni siquiera había sido descubierto, y se sentó bajo los fluorescentes de la sala de espera hasta que llegó el Sr. Pérez a denunciarlo.

San papá Pepe


—Casemos a la niña con un carpintero -dijo Joaquín.
—¡Eso!, así nunca faltará serrín para la caja del gato -aprobó Ana.
—¿Y tú qué dices, Miriam? -preguntaron ambos.
—Que hágase vuestra voluntad, en estos tiempos de a. de C. no me queda otra.

A José, varón desde que nació y después santo, le pareció bien. No sabía que, a los siglos y por un baile de siglas, acabaría llamándose Pepe, por lo de PP (padre putativo) que no es insulto, sino bonhomía criar palomas.

Lo pintan viejo, para subrayar que nada carnal le movió hacia Miriam, como si la edad fuera óbice para ciertas cosas. A resaltar que se hizo el circuito: Nazaret, Belén-Egipto-Nazaret, andando.

Se escogió representante de los padres, solo de los buenos padres, aunque ahí está, con su báculo florecido, cual hombre jarrón sin ser tal, que crió al niño a cuerpo de dios, siendo autónomo de la madera. Con su ejemplo creció (entre olor a resina y cuentos sobre granos de mostaza y perlas) en sabiduría y amor al trabajo hecho a conciencia.

Así educado, Yeshúa, en sus horas postreras, no pudo por menos de clamar “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!”.

El travesaño de su cruz estaba torcido.

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