“Cumplidos noventa años de la proclamación de la II República algunos opinan que fue fatídica, dando gracias que no prosperase. Yo me pregunto cuán distinta hubiera sido la vida de las mujeres de mi familia (y la mía propia) de haberlo hecho”

OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble

Hilvanadora de historias

16/04/21. 
Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘¡Enfermera!’ y ‘A peseta’...

¡Enfermera!


Con la mirada desguarnecida, sujeto el pelo con una venda ribeteada de rojo, ponía los termómetros una docena de veces en cada turno, agitándolos con furia de Hidra.


Llevaba las pastillas revueltas en los bolsillos, fuera de los blísters y se pegaban a sus dedos, sacudiéndolas en el embozo de los atónitos pacientes. La administración era ad lib y con el gesto hosco de la bruja del cuento.

Durante las guardias nocturnas chancleteaba los pasillos, preguntando a los internados, a las tres de la mañana, si querían tomar algo.

—Un vasito de leche - pedían desnortados.
—No, que estriñe -regañaba.
—Pues un zumo.
—Tampoco, que da gases.
—¿Una manzanilla?, -musitaban temerosos.
—¡No queda!, -saltaba endemoniada- ¡que a todos os ha dado por pedir lo mismo! Y se volvía al Control dejándolos despabilados.

Fue por entonces cuando comenzó a guardar las biopsias en el microondas, causando buen susto a quien fuera detrás a calentarse un té.

Sus compañeros, conocedores de que pasaba por una depresión post divorcio, se aliaron para tapar sus exabruptos, esperando mejoría. Pero su razón giraba en bucle.

Estalló un día que acompañaba al médico a pasar consulta. Detalló en el informe que a la paciente debían amputarle ambas piernas cuando solo padecía de juanetes. Mientras la mujer lo aclaraba, la apuntó a los ojos con un bisturí gritándole: “¡A mí no me engañas, lagartona, sé que te ves con mi marido!”.

El doctor hubo de recordar sus tiempos de judoka para reducirla con una llave mientras la encamada escapaba pasillo arriba, con toda la velocidad que le permitieron sus pies deformes.

Aquella tarde la trasladaron, como paciente, al pabellón de psiquiatría.

Ella cree que sigue trabajando; cuenta que encadena los turnos para no echar tanto de menos a su esposo, conferenciante internacional, poseedor de “un cerebro extraordinario”.

Parece otra. Anda limpiando las babas de los demás loquitos con dulzura de hada.

Cuando su hermana va a su piso a recogerle ropa un zumbido le hace pensar que ha instalado una alarma. Buscándola recorre la antesala.

Y encuentra, sobre el aparador holandés y rodeada de moscardones, la cabeza de su cuñado componiendo un bodegón de vanitas.

A peseta


Como gracioso oficial del barrio su humor se basaba en ponderar los defectos del prójimo, aún más de la prójima porque reírse de putas y solteronas siempre tuvo mucho éxito.

Al morir Franco, y tras el silencio proverbial de los cobardes, empezó a comprar monedas de peseta. Las vecinas y los críos iban guardando las vueltas y cuando juntaban una cifra redonda se las llevaban para cambiarlas. Las guardaba en bolsas de plástico, de mil en mil, para llevar la contabilidad.

Se jactaba de no pagar a Hacienda, de haber cotizado lo mínimo trabajando en negro, de apostar impune y suertudamente a la “Rápida”, juego ilegal que aprovechaba el sorteo de “los ciegos”, cuando estos aún no eran “once”.

A las rubias las quería para, llegado el caso de que el fisco lo pescara, pagar la deuda con ellas. En su sucia imaginación se veía empujando una carretilla llena de pesetas, sueltas por supuesto, entrando en la Delegación y volcándolas en el suelo, mientras los “chupatintas” se arrodillaban para contarlas. “Que le den a la puta democracia, Franco tenía que haber sido eterno”, desbarraba.

Nunca lo trincaron y cobró una jubilación amasada con el sudor de los “paganos”, como llamaba a los contribuyentes.

Cumplidos noventa años de la proclamación de la II República algunos opinan que fue fatídica, dando gracias que no prosperase. Yo me pregunto cuán distinta hubiera sido la vida de las mujeres de mi familia (y la mía propia) de haberlo hecho. No hubiera existido Elena Francis, los maestros habrían enseñado sin pescozones y rezar no hubiese sido asignatura.

Las nacidas mediados los sesenta no conocimos “el servicio social” pero tampoco la libertad plena de la post-transición. O al menos no sin “La Culpa”, sentimiento que nos llegaba desde la placenta. Todas Evas y bautizadas de primer o segundo nombre “María”, como exorcismo para conservarnos puras de pensamiento, palabra, obra u omisión.

No conocí, hasta bien talluda, la existencia de la bandera tricolor. Dicen que fue obra de un daltónico, o la confusión del término “púrpura” que en heráldica significa “encarnado” o por creer al morado el color de los comuneros castellanos. Pero se erigió en símbolo de los que querían cultura y prosperidad para todos.

La rojigualda nació, a instancias de Carlos III, por un motivo práctico: era vistosa y así los barcos de la Armada Española no se cañoneaban entre ellos. Con el tiempo se la apropiaron los que dicen amar a España, como el de las pesetas.

Líbrenos la vida de esos patriotas.

¡Salud!

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