“Detesto los espejos. Hace tan solo unos años buscaba mi rostro en el reflejo de los escaparates, en los retrovisores de las motos, en los charcos”
OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
07/05/21. Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Texturas’ y ‘El Silo’...
Texturas
Detesto los espejos. Hace tan solo unos años buscaba mi rostro en el reflejo de los escaparates, en los retrovisores de las motos, en los charcos. El yo que me devolvían era terso, una delicada acuarela de colores transparentes.
He cubierto con sedas las lunas de la coqueta y el vestidor. A mi cara la surcan ondas semejantes a la corteza de un queso y pequeñas marcas, no menos desagradables, rodean ojos y boca con la tipografía de un alfabeto impertinente que pregona mi declive.
Enmascaro mi cuerpo con ropa cara. La elegancia que presta el dinero me vuelve aceptable, habla de mi estatus, aunque cambiaría las tarjetas vip por tener la figura de los treinta años y un solo vaquero. No es fácil acostumbrarse a ser invisible cuando los coches frenaban a mi paso y no había hombre ni mujer que no me deseara o envidiara. De pequeña me decían, “estudia, que de la guapura no se come”, ¡mentira!, gracias a la mía estoy donde estoy y me baño en Moët Chandon.
Pasó el tiempo de un amante cada noche. Me gustan los jóvenes que huelen a gimnasio y que me deshacen con su poderosa musculatura. Pieles firmes sobre las que mi lengua pasee sin hundirse en pliegues de grasa.
Estos dioses ya no son mis iguales. Cuestan dinero y yo lo tengo.
Nos encontramos en hoteles discretos, sórdidos. El morbo es parte de la experiencia. Tienen todos el mismo no-semblante y la dureza debida. Cuando se van, colmadas mis ansias, me odio por no ser espiritual y conformarme con el sexo tranquilo, la conversación sabrosa y el vino añejo que prometen los hombres de mi edad. Claro que ellos también pagan por jovencitas.
Habría aceptado el cuerpo de Ernesto en su vejez porque hubiéramos ido arrugándonos juntos. Él vería hermosas las estrías dejadas por los hijos que le hubiese parido y yo le recortaría, riéndome, los pelillos rebeldes que le fueran brotando de las orejas. Pero se fue, quemé su bello cadáver y solo quedaron cenizas.
Hace unas semanas que coincido en el parque donde paseo a Lita con un vendedor de golosinas. Le supongo bastantes años aunque sus ojos, tan grandes que parecen en permanente asombro, lo desmientan. Lleva prendida una margarita de tela en la solapa.
Esta tarde, unos gamberros intentaron dar una patada a mi perra. El dulcero los increpó, desviando su furia hacia él. Pisotearon con rabia la ajada maleta que transporta las chucherías, disfrutando con los quejidos de azúcar y celofán. A mis gritos llegó el vigilante y los cobardes huyeron.
—¿Se encuentra usted bien?, le pregunté mientras le ayudaba a recoger los destrozos y Lita le lamía las orejas peludas.
Sonriendo, me ofreció la flor de trapo, única cosa que le habían dejado intacta.
Su generosidad de Mimo me conmovió tanto que hasta pensé que podría enseñarme a amar las almas.
El Silo
Algunos domingos iban al Puerto a ver los barcos y las grúas, esos gigantescos mecanos que su padre aseguraba ser movidos por un solo hombre.
Deslumbradora, la luz sobre las aguas rasgaba sus ojos, esos que tienen el verde entrelazado al castaño, aunque los defendiera con el tejado a dos aguas de sus manos.
Ese día el fulgor venía del suelo transformado en mar de oro.
—Se ha derramáo una carga, ¡venga nena, llevaremos pá las palomas!
La chiquilla sacó de su bolsillo un pañuelo planchado en triángulo, lo desdobló y puesta en cuclillas comenzó a llenarlo con el trigo derramado; los granos se escurrían entre los raíles pero sus finos dedos los rescataban.
Había tantos que colmó también el pañuelo del padre. Enfilaron con su botín hacia el Parque sin detenerse a tomar las papas fritas y la Mirinda en el kiosco, como otras veces. Ese día solo los que no se enteraron que llovió maná le compraron cucuruchos de semillas a la señora enlutada.
Nunca una mano tan chica dio tanto. Las aves, que entonces no eran recelosas, la cercaron. La moda del 68 dejaba ver el inicio de los leotardos calados; la cría parecía otra paloma mostrándolos al inclinarse.
—Papá, ¿donde guardan el tligo? -preguntó con su lengua de tres años-.
—En un almacén muy alto que se llama Silo.
En su imaginación infantil se erigía la catedral repleta de grano y se adentraba en la penumbra como si fuera jueves de Corpus para jugar; desperdigándolos, enharinándose e hinchando los bolsillos con la mies. “Con tligo se hace pan” -canturreaba-.
Al llegar a su casa corrió a besar a su madre que amamantaba al hermanito.
—¡Mamá, te quiero má grande que un Silo! -dijo mientras dejaba en el regazo el rubio regalo, húmedo del calor de su palma.
Y más no se puede querer.
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