“Hay tres cosas que no deben hacerse de noche: -advertía la abuela- ni colgar un cuadro ni barrer la casa ni mirarse al espejo”

OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble

Hilvanadora de historias

28/05/21. 
Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Impermanencia’ y ‘Azogue’...

Impermanencia


Sánchez anteponía intuición a raciocinio hasta para elegir restaurante. El garito no le gustó, aunque lo respaldaran legiones de blogueros gastronómicos; el que los camareros vistiesen de negro en verano no le parecía higiénico ni recomendable.


Al entrar le golpeó un tufo con punto de pachuli que le espeluznó la pituitaria. Fuera, el asfalto despedía olor a caucho viejo, sordo al consuelo brindado por las sombrillas blancas.

También ardía, pero de entusiasmo por comer en ese templo, su familia, ajena a la secuela de una alta minuta.

Ocuparon mesa en la calle, cercana a una fuente seca por desidia municipal, que olía a cañería, aunque a nadie más que a él parecía molestarle; pasaban tan poco tiempo juntos que se tragaba sus aprensiones con tal de darles gusto. El pequeño, que hasta ayer exhalaba olor a diente de leche, ya usaba after shave; su esposa, ahora se daba cuenta, había cambiado el perfume por colonia de mujer práctica. El mayor apestaba a tabaco disimulado bajo el fuerte desodorante mentolado. En cuanto al abuelo era como destapar una botella de anís, dada su afición a chupar caramelos de tal sabor.

Mirándolos disolvió cualquier duda en cuanto a su valía como cabeza de familia; no eran menos previsibles que cualquier otra de clase obrera con pretensiones de media.

Cada uno, excitado, escogió un plato de la carta. La magia se rompió al primer bocado: mejunjes uniformados, insípidos, exceptuando un arroz lila arreglado en agua de rosas y jazmín que dejaba el paladar resabiado, como si se hubiera lamido el ambientador del váter.

El camarero trajo la cuenta en cofre forrado de raso, afirmando más que preguntando, “todo perfecto, ¿verdad?”.

A Sánchez le dieron ganas de hacerle un corte de mangas, pero recordó la clase de yoga que le regaló su empresa: La ley de la Impermanencia o Aniccā dice que todo es transitorio, nada es eterno. Pronto estaría otra vez en casa pudiendo echarse la siesta para asentar lo no comido.

El camarero preguntó si querían llevarse “las sobras”.

—No, gracias.
—Se comprende que con el calor no haya apetito -dejó caer, sibilino, el mozo-.

Sánchez, incapaz de dar la nota protestando por semejante bazofia, pagó dejando cinco euros de propina.

Azogue


“Hay tres cosas que no deben hacerse de noche: -advertía la abuela- ni colgar un cuadro ni barrer la casa ni mirarse al espejo”.

La nieta pedía respuestas abriendo mucho los ojos. Entonces la vieja ahuecaba la voz, se inclinaba hacia ella y sentenciaba: “porque llamas a la Muerte, despides la Fortuna y tientas al Demonio”.

Ambas compartían la alcobita. Llamaban así a esa habitación por ser minúscula, tanto que la cama de la niña debía ser abatible.

Cada noche, al extenderla, quedaba pegada a la luna del ropero. La tapaba con un cuadrante de lana y varias muñecas, acurrucándose dando la espalda para no verse reflejada, temerosa por la idea de que el diablo la tomara de los pelos y se la llevara al infierno, o al mundo del revés que existe detrás de cada espejo.

Por la mañana el cristal azogado volvía a ser inofensivo y útil para peinarse con la raya bien derecha y no dejarse churretes de dentífrico.

Una noche la muchacha rezó un misterio del rosario, tal como se lo habían enseñado las monjas y pronunció tres veces la frase Vade Retro, Satanás, aprendida en los cómics “Creepy” de su hermano, latinajo que aseguraba espantar a cualquier demonio por mucho rango que tuviese. Armándose de valor, pero con los párpados apretados hasta ver chispas fue retirando las muñecas y el almohadón.

Puso las dos manos sobre el espejo. Primero abrió un ojo y no pasó nada. Luego el otro, bizqueando un poco por el esfuerzo. Se vio a sí misma al contraluz de la bombilla anaranjada que dejaban encendida de noche para protegerse de las Ánimas.

Acercó las mejillas arreboladas al cristal sintiendo su frescura, girando el rostro para atemperar el otro lado. Envalentonada sacó la lengua y lamió la superficie. Sabía casi como el hielo de los refrescos.

¡Que tonta había sido haciendo caso a los cuentos de su abuela!, solo la asustaba para protegerla de la vanidad.

De pronto, notó un tirón en la lengua, un tacto de dedos velludos que le provocaron ansia, como cuando el médico usa el rabo de una cuchara para mirar las anginas.

Aterrorizada se echó para atrás, sintiendo como si el músculo del habla se hubiera quedado pegado a un terrón de nieve pilosa.

Amaneció en gris y ella en encarnado, con fiebre, sin poder hablar.

“Otra vez la garganta” -concluyó su madre-.

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