“Como hijo único, acostumbrado a todas las atenciones, buscó una compañera maternal; había sufrido el primer descalabro en el parvulario, donde descubrió que no era el único niño del mundo”
OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
02/07/21. Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Ojazos’ y ‘Mar de tela’...
Ojazos
Nada tiene que reprocharle, al contrario. Fue una novia entregada y aún tras siete años de matrimonio, una esposa fiel y cariñosa.
Como hijo único, acostumbrado a todas las atenciones, buscó una compañera maternal; había sufrido el primer descalabro en el parvulario, donde descubrió que no era el único niño del mundo.
El segundo contratiempo fue la enfermedad. Su mujer lo sostenía sin importarle que durante los brotes fuera malo con ella. “Es la afección la que te hace hablarme así, no tú. Juntos en la salud y la enfermedad como prometimos hasta que la Huesuda -decía ese nombre bajito- nos separe”.
A él le molestaba tanta bondad llegando a exasperarse, “¿es que esta mujer -mi mujer- no tiene sangre en las venas?, si fuera al revés...”.
Ella lo acompañaba solicita a cuantos médicos pensaba que podrían ayudarlo. Hastiado de tanto charlatán desaprensivo decidió llevar una dieta vegetariana y natural. En algún titular periodístico leyó que los productos procesados y envasados corroen el organismo, llegando a producir letales intoxicaciones.
Se le hicieron odiosos los olores del mercado, repugnantes los puestos que parecían mesas de autopsias. Eso provocó el primer roce de la pareja.
Ella cocinaba verduras, pero añadía a su plato carne o pescado. “Te comprendo, querido, y me alegro de que en esta dieta encuentres alivio, pero entiéndeme, no sería justo que me privaras de lo que me gusta”. Y lo miraba con esos ojos grandes, vacunos, que le producían las mismas náuseas que los de un animal sacrificado.
Comenzó por hacerse el distraído a las horas de comer, “empieza tú, voy cuando acabe esto” decía. No soportaba verla sorber las almejas, cuyas valvas había oído castañetear sobre el poyete de la cocina antes de ser fritas vivas. Ni la sangre aceitada que quedaba en el plato tras devorar un entrecot.
Una tarde, mientras ella dormitaba ante la tele, sacó de la nevera un paquete de salmón, pinchándolo varias veces con un alfiler. Los dejó reposar debajo de los geranios, a los que bañaba de pleno el sol.
—Nena, esto se te va a caducar -le dijo dos días después tras volverlo al frigorífico-.
—¡Ay, pues no lo había visto! Lo tomaré esta misma noche.
Dos horas después de cenar ella notó un picor en la boca, un ardor en la garganta. Se ahogaba con su propia lengua, tan gruesa como una salchicha alemana. “Llama… avisa... por favor” le suplicó al marido.
Él cerró la puerta del dormitorio mientras la oía caer.
Su sensibilidad no soportaba sus ojazos desencajados, secos, de pez que agoniza sobre mármol frío.
Mar de tela
Aparece por las noches, al brotar la farola que tengo frente a mi ventana. Su luz atraviesa la cortina celeste y hace aguas en la pared encalada. Un océano rizado solo para mí.
Nunca he visto el de verdad. Mi abuelo decía que es más grande que todo el pueblo y, si tragas un sorbo, sabe a papas fritas de feria.
Salgo de la cama y hundo las manos en las sombras vueltas olas sobre mis brazos, encrespándolos de gusto.
Los lamo y descubro que son reales; que en ellos me han dejado flores de sal.
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