“Cuando en la noche busco mi abanico, a tientas sobre la mesita insomne, lo abro despacio para no arañar la oscuridad con su aleteo de mariposa manca”

OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble

Hilvanadora de historias

09/07/21. Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Cuestión de roces’ y ‘¡Aire!’...

Cuestión de roces


Sun Tzu es el nombre del supuesto autor de “El Arte de la Guerra”, famoso tratado chino que promulga estrategias para ganar batallas. A través de casi 3.000 años nos llegan sus frases aplicables a la vida en general, porque, ¿qué es la existencia más que experiencias bélicas una tras otra, con treguas intercaladas?


Tengo a bien consultar ese librito de vez en cuando. Alguna que otra consigna saqué de él, como que “todo el arte de la guerra se basa en el engaño”. Me gusta porque habla de ganar. La derrota, la propia quiero decir, ni la contempla. Os cuento mi historia, recordándoos que hasta Napoleón tuvo su Waterloo.

“Fue un flechazo, que yo diga esto no significa nada, los tengo bastante a menudo. Y como puedo permitirme añadirlos al carrito de la compra me evito el engorroso trance de tener que elegir. Hasta hace poco se me adaptaban todos a la perfección, parecían hechos sobre el molde de mi piel. No existía aquel que no cayera a mis pies proporcionándome el placer de elevarme sobre las demás mujeres. Pocas son, y lo sé porque soy capaz de leer ojos y rictus, que tengan tanto aguante como para montar en ellos durante toda la noche.

Mientras más altos mejor. Y de todos los colores. Hubo un tiempo en el que me apasioné con los negros de piel brillante, acharolada. Me son gratos los amarillos, pieles rojas, blancos nieve o huevo. Los nude, en toda época, cuentan con mi predilección.

El día que vinieron a mí los esperaba ansiosa, sentada en el sillón de terciopelo azul pavo. Ambos tan perfectos y asimétricos, con nombre propio y un precio tan elevado que de no ser porque no la tengo me daría vergüenza confesar.

Con uno ya noté el primer roce. A pesar de su reputación no sentía la pericia que les adjudicaban. Probé con los dos a la vez y empeoró la situación. Jamás me había visto en similares circunstancias.

Aun así, me los traje a casa. Pero aquí, ni la moqueta roja del dormitorio, ni el travertino del salón, ni tan siquiera el parqué de roble de la biblioteca, consiguieron ablandarlos. Tampoco mis gemidos.

Rabiosa los pateé, dispuesta a mandar meterlos en la bolsa de basura más negra que encontrasen y enterrarlos en el desierto, librándome así de su atracción fatal para siempre. Pero fui incapaz.

Pese a las ampollas que su querencia me producía, intenté una y otra vez la penetración de mi carne en la suya. Me ungí con todas las cremas, adquirí cuantos accesorios recomendaban para obtener la dilatación y el acople ideales. Nada hizo efecto, al contrario, solo sirvieron para encapricharme aún más de lo imposible.

El colmo de la humillación vino poco después, cuando sorprendí a mi nuera en éxtasis con ellos, reflejándose los tres en las múltiples lunas de mi vestidor. Ella se contoneaba, acariciándose el empeine, excitada con el efecto que causaba por detrás la enhiesta largura de sus tacones.

—¡Ohh, suegra, tienes unos “Manolos”! ¿Sabes que dicen que llevarlos es mejor que tener sexo?

A la muy guarra los zapatos le sentaban como guantes y manifestaba, sin pudor, sentirse comodísima dentro.

Yo no he sufrido derrota más amarga en toda mi vida”.

¡Aire!


Cuando en la noche busco mi abanico, a tientas sobre la mesita insomne, lo abro despacio para no arañar la oscuridad con su aleteo de mariposa manca.


Es de madera frutal que primero alimentó el cuerpo y ahora lo atempera, troquelada con mimo de artesano que el plástico es herejía y su rasgueo mercenario.

A un abanico hay que saber manejarlo, debe sostenerse entre índice y pulgar, deslizándolo con un jaloneo, como los pájaros con sus crías al enseñarles a volar.

Luego contonearlo, repartiendo frescura y volviendo a plegar para abrirlo de nuevo. Así jugamos los dos con el viento.

En verano termina su letargo de gavetín y salta al bolso, a la manera de un insecto hambriento que necesite de mí para libar del aire.

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