“El terrá se enseñoreaba por Málaga a la manera de un ejército invasor, amenazando con endiñarle el colorín menuíllo al mahara que saliera de su casa”

OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble

Hilvanadora de historias

16/07/21. 
Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Inolvidable’ y ‘El Día V’...

Inolvidable


Reposaban los cuatro sobre la cama king size del hotel Playita, uno de tantos que jalonan las costas del país.


Por la corredera medio abierta entraba un fresquito delicioso, julio suaviza su carácter cuando está junto al mar.

El aire movía los visillos hinchándolos, velas de barco que navegan hacia el sueño. No corrían las cortinas forradas para dejar que los primeros rayos de sol los despertaran a lengüetazos.

La pareja encerraba a los hijos en un paréntesis protector, deseando que permanecieran para siempre en esa edad mágica. Seguían despabilados a pesar del cansancio de todo un día de diversión o quizá por eso.

Entonces, un insecto grandullón se coló en el cuarto, golpeándose en su ceguera de luz contra las paredes.

Los niños gritaron saltando sobre el colchón, “¡sálvalo, papi!”.

Mamá abrió las puertas de la terraza lo más que daban mientras papá guiaba al intruso fuera, aventándolo con un pareo florido.

Al fin, el animalillo logró la libertad y los cuatro se tendieron riendo y jadeando en la cama.

“¿Como se llama el bicho?, ¿por qué ha entrado?”. Los chavales estaban más lejos de quedarse dormidos que antes del episodio.

Mamá inventó una historia sobre un tábano glotón que iba buscando el buffet y se equivocó de sitio. Ya había cenado sopa de margaritas y vinagretas, pero le quedaba hueco para el postre.

“Igual que vosotros y el papi que nunca os hartáis de dulce”.

Con las orejas tiesas y creyéndoselo pidieron más cuentos.

Hubo mamá de contarles el del haba que nunca se acaba hasta que las carcajadas los cansaron. Los rizos rubios de la niña y los oscuros del chiquillo se juntaron en la almohada.

Papá ya respiraba fuerte que no roncaba, eso no.

La madre los miró para grabar en su memoria ese instante.

Se durmió agradeciendo su suerte.

El Día V


Era bien temprano cuando la echó de la cama la caló, aparte de que andaba rebolicá porque se iba a dar el primer chapuzón del verano.


“De virgen a virgen”, oséase, desde el dieciséis de julio festividad del Carmen hasta el quince de agosto día de la Asunción, las aguas estaban benditas. Se podía bañar una con toda la tranquilidad de que ni iba a ahogarse ni a pillar un pasmo en el bajo vientre por la frialdad del mar.

El bañador blanco con ribetes rosas le tiraba, señal de que había crecido. Su madre dijo que después se alargarían por otro a la tienda de Mariquita pues esta dejaba llevarse las prendas fiás a las buenas pagadoras y costearlo según se negociara.

Daban las ocho justas cuando salían de la casa con la cesta de mimbre donde iban toallas y mudas. Allá que transponían, parque arriba y en ayunas, hacia Lavachocho nombre popular que los malagueños daban a ese trocito de playa pedregosa.

Se adentraban despacio, primero mojándose los tobillos, después los antebrazos y el cuello para a continuación meterse a donde ella no hacía pie. La mamá la tomaba por detrás del pescuezo, le tapaba nariz y boca con la otra mano y la echaba patrás dándole la zampullá prescrita por eminentes pediatras.

Esta maniobra repetida durante una quincena aseguraba un invierno sin tanta angina y con menos mocarreras.

Lo peor era el secado, la restregaba con el lienzo blanco hasta esollarla. Después le daba la cucharadita de vino dulce imprescindible para entrar en calor… cuando del cielo ya caían llamas.

Ese día tocaba desayunar en cá Tita Carmela por ser su santo. Las esperaba espumando el chocolate y con tejeringos recién compraos. Colgados aún del junquillo verde parecían ajorcas de ámbar brillantes de pringue.

Todos los años le regalaban lo mismo: una docena de huevos llevados con primor en un cartucho de papel de estraza. Al parecer esa costumbre se instauró en la posguerra, cuando la comida era el mejor presente que se podía hacer. La tita habría preferido un tarro de colonia de esos tan bonitos de Avon con forma de figulina para adornar la coqueta, pero no se atrevía a pedirlo fuera a pensar su cuñada que era una yeyé. Pá huevos ya tenía un recovero que se los guardaba frescos y gordos porque desde que ella enviudó le hacía ojitos.

El día avanzaba dando la impresión de que la Virgen, como dice el villancico, es panadera y se había dejado la puerta del horno abierta. El terrá se enseñoreaba por Málaga a la manera de un ejército invasor, amenazando con endiñarle el colorín menuíllo al mahara que saliera de su casa.

Moscatel, chocolate calentón y churros, junto al caló, siempre daban el mismo resultado. Pero como se decían las cuñadas, “el día es lo que pide y así, mira tú, de camino se nos purga”.

Eso era tener sentido práctico.

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