“Superado el planteamiento de la relación, entraron en el nudo creyéndose afianzados como pareja a pesar de que los diálogos y los besos empezaban a desteñir”
OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
17/09/21. Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Papa frita’ y ‘Crac’...
Papa frita
Termina de pagar en la mercería y al volverse topa con un hombre bajito con pinta de Adán que le corta el paso contándole, compungido, una triste historia.
—Vera usté, señora, me da vergüenza pedí, pero es que mi mujé... se ha puesto con... lo del mes y no tenemos pá comprar paños. Está la pobre llorando con una toalla entre las piernas, sin poder salir... si usted me pudiera ayudar...
Las empleadas del establecimiento se hacen las lipendis “aquí no vendemos de eso” y siguen a lo suyo.
Él sigue plañendo.
—Si quiere vamos aquí mismo, al chino, para que vea que no la engaño.
Ella asiente. La caridad enseñada desde niña se antepone a la desconfianza.
Entran en la cueva de Aladino.
—Dale lo que se lleva mi mujer tó los meses -ordena ufano al empleado. Este hurga en la estantería y pone sobre el mostrador un paquete color rosa.
El pedigüeño lo toma con avidez, deshaciéndose en elogios, “Dios se lo pague, generosa” seguido de una retahíla que suena a jaculatoria manida.
La mujer recoge las vueltas quitándose importancia, “nada hombre, entre mujeres debemos ayudarnos” cuando nota una garra húmeda que le aprieta el brazo.
—Mira, señora -dice tuteándola- ya puestos harme el favó completo, déjame la calderilla pá una cervecita.
De la súplica el tono pasa al mandato confirmándole que el sinvergüenza la ha timado.
El chino queda expectante pero la tonta agarra las monedas y se encara con el listo, que ya tenía el paquete de compresas bajo el sobaco.
—Eso sí que no -la voz le tiembla de ira y de miedo, pero compacta el monedero con la mano y enfila hacia la calle lo más erguida que puede, con la certeza de que los apósitos para la mujer inventada serán cambiados por una rubia del tiempo.
Ya en casa llora su inocencia.
—¡Soy una papa frita! -se desahoga con el marido.
—Por eso me gustas tanto -ríe él.
A la tubércula inconsolable le brotan suspiros.
Crac
Al principio tenían tanto que contarse que las palabras rezumaban por los dedos.
Después, superado el planteamiento de la relación, entraron en el nudo creyéndose afianzados como pareja a pesar de que los diálogos y los besos empezaban a desteñir.
La primera vez que se oyeron los estallidos fue tras una discusión. El Hablador vio como el Callado anudaba los dedos de sus manos sarmentosas haciéndolos crujir. Después, tomaba uno a uno cada apéndice y tiraba de él hasta que, por el ruido, parecía desencajarlo. Terminaba poniéndose de pie, elevando los brazos sobre la cabeza, estirándolos como si quisiera tocar el techo y exhalando un suspiro.
Con esos gestos indicaba conclusa cualquier conversación.
Hablador aprendió pronto a llenar los silencios que crecían como una mancha de vino sobre un mantel blanco. Las palabras eran huecas disertaciones sobre la subida del pan o el programa basura con el que, por aburrimiento, comulgaban cada noche.
Callado, cuando se aburría de tanto vocablo, iniciaba el ritual de chascarse los huesos.
Ya no solo ocurría en la intimidad del pequeño apartamento, compartido por dos hombres que se habían unido en libertad, aunque ahora pareciesen señor y lacayo. En cualquier sitio tronaba la osamenta de Callado, adaptando la costumbre a la naturaleza del lugar. En público se tiraba de los dedos cuando algo le hastiaba. Hablador lo observaba de reojo. Empezaba como queriéndose poner y quitar un anillo imaginario en cada extremidad de las manos. Veintiocho articulaciones, tres por dedo y dos de cada pulgar, crepitando como ramas secas en el fuego.
Callado inquirió a su hombre el por qué de esa costumbre un día que este se encontraba de buen humor. Se le agrisó la cara. “Para no olvidar que dentro de mí guardo un esqueleto”. Entonces supo que su historia entraba en el desenlace.
Las noches se volvieron temibles, llenas de sombras que ninguna lámpara con bombilla de luz cálida era capaz de barrer.
Una madrugada, Hablador buscó a Callado y se amaron. Invadido por la ternura derramó un “te quiero” en su oído.
—Demuéstramelo -retó su amante.
— ¿No lo hago cuidándote cada día?
—Quiero oír tus huesos, comprobar que tienes armazón bajo ese cuerpo que cada vez está más flácido.
Hablador tardó en comprender la frase. El llanto le vino a los ojos por la inesperada ofensa. Aún tuvo el valor de restañarlas y vestirse. “Estás loco, desgraciado”.
Tomó la maleta vintage que le servía de mesita de noche y la llenó con sus lágrimas.
Callado lo miraba y en un momento en el que se cruzaron los ojos, dirigió sus palmas enlazadas hacia él, restallándolas.
Hablador no lo percibió, abatido por el crujido interno del desengaño.