“Indefectiblemente a las cuatro en punto de la mañana abre los ojos sin estar despierta, pero incapaz de mantenerse asida al hilo que la une al sueño”
OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
01/10/21. Opinión. La conocida escritora malagueña, Dela Uvedoble, es colaboradora habitual del EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Nocturno’ y ‘Así me habló Zarathustra’...
Nocturno
Indefectiblemente a las cuatro en punto de la mañana abre los ojos sin estar despierta, pero incapaz de mantenerse asida al hilo que la une al sueño.
La habitación a oscuras, la noche vislumbrada por la ventana y el fresco de la madrugada invitan a seguir entre las sábanas, alegrándose de no ser uno de los que tosen de camino a la fábrica ni inquilina de la ambulancia que corre con sirena deslenguada al hospital.
A esa hora su amiga María, alentada por el combustible del amor, se levanta para llevar alimento y cariño a un sinfín de gatos sintecho. Le desea en la distancia un buen día y que le toque el Gordo para que funde un gran Refugio de felinos.
Convencida de que no puede volver a dormirse acomoda la espalda en el cuadrante bordado de flores, enciende la luz de la mesita y pone al día sus correos.
Si mira de reojo puede verse reflejada en el espejo de la coqueta, un rostro pálido al que vuelve fantasmal la iluminada pantalla.
Empieza un día que no verá quien murió ayer; llantos lejanos le hicieron asomarse al balcón justo cuando pasaba el largo coche enlutado. Dicen que los perros aúllan a la muerte, pero no oyó a ninguno. La Parca esta vez anduvo sigilosa.
Después, en la panadería, le darán norte del finado, no en vano la dueña heredó de su madre, muchos años ha y aparte del negocio, el mote de “la emisora”.
Habrá que cumplir, ir un ratito al cementerio, a la misa al menos. El autobús no cae lejos de casa y deja en las mismas puertas del Camposanto.
Se levanta y saca del congelador un taper de caldo, hoy no le apetece guisar y además llegará con mal cuerpo del entierro.
Cubre sus hombros con una rebeca y sale a por su albardilla.
Encuentra echada la persiana de la tahona, un gran párpado cerrado sobre el que un papel de orillas negras pregona en silencio la ausencia.
Así se entera del verdadero nombre de la panadera.
Ya no habrá pan ni noticias calientes cada mañana a las siete.
Así me habló Zarathustra
Andurreando por esos caminos de España me topé con un negocio inclasificable; su rótulo decía “Zarathustra, arte y parte”. El escaparate bullía de caprichosos objetos cubiertos de polvo.
Entré por curiosidad, sorprendiéndome de la profundidad del establecimiento. Una réplica de la “Bocca della veritá” convertida en fuente proporcionaba el hilo musical perfecto para engatusar a la clientela.
El dueño, un imponente barbudo con acento francés (oh là là) era más que convincente endosando su mercancía, tanto que me hice con tres colgantes y un anillo. Ante mi proposición de que me hiciera algún descuento dada la buena cantidad gastada me dijo, “eso no es posible, madame, pero le voy a dag algo que vale más: la buena suegte”.
Expurgando en un cajón sacó un perdigón grueso llevándoselo a la trastienda. Como tardaba entré, justo a tiempo de ver como salía del troquel el proyectil convertido en moneda. El perfil de un olvidado, quizá inventado, emperador romano me miraba estrábico. Aún caliente la depositó en mi palma cerrando con suavidad mi puño a la vez que lo cubría con sus manos y perforaba con ojos punzantes los míos. Una letanía ininteligible se coló por mi oreja. Luego, en un francés arrebatador, me aseguró que si acariciaba la moneda cada día el amor y la fortuna vendrían a mi vida.
Salí de allí sonriendo, despeinada, con la cremallera de la falda a la derecha y dejándole al truhán los labios manchados de carmín.
Aunque incrédula incorporé a mis manías la de tener a mano la moneda. Me gustaba sentir su redondez imperfecta corretear entre mis dedos.
Y entonces, empezaron a florecer mis plantas, a elevarse mi pan y a dolerme menos los huesos.
Unos años después volví a la olvidada ciudad encontrándome la tienda convertida en Bazar Chino. Preguntado el encargado sobre qué fue de Zarathustra me señaló una estantería donde borboteaba una almáciga chillona de dioses y santos. “No, no, el de carne y hueso, el dueño del negocio que había antes” -aclaré- “no sabel, yo empleado sólo” -respondió.
Me volvía mohína cuando vi la fuente seca, casi oculta por el ecléctico género.
La versión legal de Erick el belga estaría tomando sol y aperitivo en Benidorm. Lo vislumbré siendo el centro de atención de un corro de madames embelesadas con su labia, viviendo un espléndido ocaso con lo ganado vendiendo réplicas y esperanzas.
No le deseé buena suerte pues él la tenía toda.
Sin disimulo acerqué mi boca a la Veritá, besándola en la nariz.
El chino ni se inmutó.
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