“No se tienen ganas de escribir lo mismo que se desea comer un merengue. U otro cuerpo”
OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
15/10/21. Opinión. La conocida escritora malagueña Dela Uvedoble, https://www.elblogdedela.com, es colaboradora habitual de EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘La contable’ y ‘Apetito’...
La contable
Poco fue al colegio, que la pusieron a servir a los diez años. Apenas sabía firmar y leer palabras que no tuvieran muchas letras. A los números no llegó y al serles precisos ideó un sistema de contabilidad a base de garbanzos.
Por cada hora que echaba fregando para otras ponía un trompito en un tarro, después los contaba y a cada uno le arrimaba tantos garbanzos como duros le debían. Y jamás se equivocó.
Hecha a esa vida de burra en la noria solo le mortificaba haber dado con un hombre que no iba a su par. Borrachín, vago y presumido, era más otro cargo que añadir a los seis chicuelos que le había hecho.
Cuando al Mambrú se le acababa la brillantina o la colonia y en la casa no quedaba ni un chavo para reponerla, se enfurecía. Y el hombre que en la calle era arropía tornaba a cicuta en el hogar.
—Ni que me pongas bocabajo sale una perra chica -lloraba la infeliz-.
—¿No te pagaron ayer?
—Lo solté en el Colmáo, que ya no me fiaban más.
—¡Pues ahora sí que vas a cobrar! -y la ponía de tortazos por manirrota.
Esto acontecía desde poco después de tomarse las bendiciones. Moraíta fue hasta el cura para ver si se podían anular los votos, pero este la despachó con que consumado el matrimonio y por motivo tan baladí no había lugar. Que aprendiera a darle siempre gusto al esposo y así evitaría los palos.
Y le puso de penitencia tres padresnuestros, dos avemarías y un Credo, con lo larguisímo que es.
Ella no volvió a la Iglesia más que para bautizar a sus hijos, y eso porque su señora que era huera, los amadrinaba, regalándole una somera canastilla y las monas cada domingo de Pascua. Por supuesto también escogía sus gracias, así que las criaturas tenían nombres finos. A la niña chica mismamente le puso Lourdes, aunque a ella le hubiera gustado cristianarla Sebastiana, como su abuela quenpádescanse.
Los rezos no conseguían apagar la furia sentida cada vez que le pegaba. Quería que lo partiera un rayo, hincarle la aguja de tejer en la vena palpitante e impúdica del cuello mientras resoplaba sobre ella, rellenándole otra vez la barriga.
Pero si Dios le había vuelto el culo el demonio no. Una noche lo encontraron tras la Casa Colorá, con el gaznate sajáo. Líos de tapete verde. El desgraciado se jugaba lo que no tenía hasta que la suerte lo destetó.
El día del velorio todos se extrañaron de que se pusiera a guisar un potaje de garbanzos en vez de aullar lo correspondiente a una viuda dolorida. “Hija, deja eso, que ya mandaré traer de la fonda avíos para los que vengan a pasar el duelo” se ofreció la huera.
—Agradecía, Doña, pero esto tengo que hacerlo yo.
Llegó de lejos la parentela del finado y cuando la casa estuvo como hormiguero en invierno sacó la mujer un perol descomunal, emprestado por el tabernero.
A falta de tanto plato cada uno sacó su cuchara y la hundió en el guiso. Varios escupieron.
—Hija, no es por poné falta, pero estos gabrieles están agusanáos.
Ella se irguió:
—Desde el día de mi boda he ido guardando un garbanzo por cada bofetón que el difunto me daba. Llené un tarro, dos… al año ya los tuve que pasar a un saco. En ocho he juntado cincuenta kilos de lágrimas. Ese es el aderezo que amarga el potaje.
Unos dicen que siguieron comiendo sin chistar, otros que los parientes del vago se fueron muy ofendidos. Cuentan que el cura tuvo mandanga que largar en el púlpito sobre las mujeres vengativas que no saben guardar el decoro.
Lo cierto es que ella tomó a sus hijos, vendió su casa y se fue a la capital donde se colocó en una fábrica. La seguían explotando, pero nadie le ponía la mano encima. Los domingos los pasaba con sus niños, mediopensionistas en un buen colegio en el que entraron por mano de su madrina.
Su Lourdes la enseñaba a contar con números, asombrándose de que para los romanos del año María Castaña fueran letras, mientras bullían en el puchero gabrieles de gloria.
*A Carmen Manzano, agradeciendo la sugerencia del personaje.
Apetito
No se tienen ganas de escribir lo mismo que se desea comer un merengue.
U otro cuerpo.
No se parece a la necesidad de beber
ni siquiera agua.
Tiene que ver con el placer de acostarse entre sábanas planchadas
en un cuarto ordenado.
Con el pasado en las baldas altas
y el futuro sin desenvolver y con posibilidad de cambio.
El presente como té frío,
las letras hormigas sobre mantel blanco.
El ansia de escribir se parece a dejar los pulmones vacíos
con la certeza de volver a llenarlos.
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