“Al llegar a la pubertad las mocitas dejaban la escuela recogiéndose en casa, aprendiendo a ser amas de hogar. Las de familia pobre ni siquiera eso pues la necesidad las condenaba a trabajar desde los ocho o nueve años”

OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble

Hilvanadora de historias

05/11/21. Opinión. La conocida escritora malagueña Dela Uvedoble, https://www.elblogdedela.com, es colaboradora habitual de EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘La eminencia’ y ‘Niñas 1900’...

La eminencia


Sabe que en su estado es bueno hacer ejercicio, pero un tercer piso sin ascensor es demasiado y más sin desayunar. Una placa dorada que refleja su rostro arrebolado anuncia: LABORATORIO DE ANÁLISIS CLÍNICOS.


Cinco minutos después de haber pulsado el timbre le abre la puerta un hombre alto que lleva, casi a modo de capa, una bata amarillenta y sin abrochar. La conduce dando zancadas por el largo pasillo empapelado de diplomas hasta una sala interior.

“Espere un momento”-ordena con voz de barítono destemplado.

La mujer toma asiento en la única silla, que, por incómoda, han dejado libre los que esperan. “Tanto mejor -se dice- así será más fácil levantarme con esta panza”.

El vozarrón grita un nombre, pero nadie hace amago de levantarse. Tras varios segundos de tensión sale y toma del brazo a un joven, arrastrándolo hacia dentro. Este empieza a mascullar: “¡No porfavorporfavor!” mientras que su madre lo conmina: “Juanito, hijo, estate quieto que así el señor terminará antes”. Se oyen golpes y gritos tras la gruesa puerta de la consulta durante los veinte minutos que tardan en salir, desgreñados y sudorosos.

La mitad de los concurrentes están espantados y no se marchan porque la otra mitad, es decir, sus acompañantes, los sujetan.

Le toca el turno a ella, pero el analista la detiene con gesto más propio de guardia urbano y hace pasar delante a dos diabéticos y una monja anciana. La sor que la escolta le susurra a la joven: “nosotras siempre venimos aquí porque este hombre es una eminencia, especialista en extracciones complicadas”.

—¿Complicadas? -se extraña la gestante.
—Casos extremos de tripanofobia.
—¿De qué?
—De los que temen a las agujas, hija.

Ella empieza a maldecir a su marido por haber contratado el seguro de salud más barato.

                                                                  *

—La dejé la última porque la disolución glucosada que debe tomarse puede hacerla vomitar debido a su estado, y me hubiera asustado a los demás pacientes.

A la gestante la explicación le parece injusta e incluso machista; está hambrienta y cabreada. El analista, ajeno, anuda la cincha al brazo y tantea las venas que se van inflando. Ella siente que le van a reventar, pero él se toma su tiempo palpando, enroscando y mordiéndose la lengua para concentrarse como los niños cuando aprenden a escribir. No es hasta el sexto pinchazo que empieza la jeringuilla a colorearse.

La eminencia rodea el agujero prolijo con un trazo de rotulador verde. “Ya está localizado para la segunda extracción” -dice sádicamente mientras le ofrece a beber un espeso mejunje en una probeta. Una vez bien apurado, la informa:

—Es la que uso para los análisis de orina, bien lavada por supuesto, así me ahorro ensuciar un vaso.

A ella le dan arcadas.

—Debe permanecer inmóvil, si no, invalidará la prueba, ¿o voy a tener que atarla? -a ella la broma no le hace gracia- ¿me puede decir cuanto pesa exactamente?
—Ayer pesaba…
—¡Ayer no vale, tiene que ser el peso de AHORA MISMO! -los ojos del especialista chispean.

Ella se asusta, pero logra musitar: “abajo hay una farmacia”.

Él sopesa sus cuentas, decantándose por dejarla ir, advirtiendo: “no se le ocurra comer nada, si no tendremos que repetir el proceso mañana”.

Apenas se cierra la puerta corre lo que le dan de sí las piernas, agradeciendo que la eminencia sea tan cicatera como para no tener báscula. Lo que no se le va a ocurrir es volver a por la séptima estocada.

Ni harta de glucosa.


Niñas 1900


Mi madre tenía en mucha estima un librito (apenas 8x11 cm) heredado de mi abuela, la cual nació un poco antes del “Desastre del noventa y ocho”, editado por Saturnino Calleja en el año 1900 y titulado “COMPENDIO de las más esenciales Reglas de Urbanidad y Buena Crianza para NIÑAS”.


En la introducción se lee:

“Es indudable que no todos los preceptos que se recomiendan al hombre son aplicables a la mujer, que desempeña en la vida social un papel muy distinto y por su misma debilidad y delicadeza es acreedora a excepcionales consideraciones”.

Estas palabras explican las desigualdades del presente.

Al llegar a la pubertad las mocitas dejaban la escuela recogiéndose en casa, aprendiendo a ser amas de hogar. Las de familia pobre ni siquiera eso pues la necesidad las condenaba a trabajar desde los ocho o nueve años, a menudo subiéndose a un cajón para llegar al lebrillo o a la maquinaria de una fábrica. Lo de aprender letras y las cuatro reglas no contaba para ellas.

Algunas, muy pocas, muchachas de posibles seguían los estudios contrariando la voluntad de sus padres que lo tomaban como excentricidad; una tontería que se curaba con el matrimonio.

Se educaban en el trato de usted a los progenitores, no contradecían jamás a los adultos porque de hacerlo hubieran sido tachadas de livianas y desagradecidas.

Los pasatiempos diferían entre varones y hembras que a partir de tiernas edades dejaban de jugar juntos.

A las mozuelas iban dirigidos juegos que conformaran una feminidad pazguata desde antes de echar los dientes y solo se les permitía salir a la calle un rato, vigiladas por sus mayores desde el balcón, debiendo volver sin rechistar en cuanto oyeran el golpecito en el cristal, señal para rezar el rosario.

Los labios de la mujer están hechos para orar y sus manos para coser.

Mesura siempre para no ensuciarse ni parecer marimacho. Prohibido levantar demasiado las piernas para que no se rompa lo que no se puede zurcir.

La comba era lo más excitante permitido, idóneos los entretenimientos como las palmitas, los cromos o la rueda, acompañados de canciones que hablaban de peines de cristal, un rey triste por su reina muerta y que los hombres, como Mambrú, van a la guerra.

De las verdades del barquero ni mu, cuando “tomaran estado” sería deber del marido desatar la venda de sus ojos, topándose con la realidad más cruda.

Tras años de casto noviazgo bordando el ajuar la boda soñada pasaba como un relámpago que carbonizaba el romanticismo. Empezaba la era de alumbrar hijas a su dócil semejanza e hijos a los que someterse como antes lo hicieran al padre y al marido.

Nunca se hacían adultas, niñas eternas de pelo encanecido y misa diaria, más por salir del encierro que por beatería. Mi madre, nacida a principio de los años treinta pero criada en una burbuja atemporal, jamás se puso un bañador.

Sobre esas bases de contención se fraguaban los caracteres. Milagro es que no anularan la naturaleza femenina, aquella capaz de levantar una casa, un campo y el mundo entero.

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