“Mis ventanas son teles en pausa, a veces las cruza un perro o un hombre, pero raudos, no igual que una mosca que se para en la pantalla, se idiotiza con sus colores o su calor y acaba defecando sobre ella”
OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble
Hilvanadora de historias
17/12/21. Opinión. La conocida escritora malagueña Dela Uvedoble, https://www.elblogdedela.com, es colaboradora habitual de EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com semanalmente. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes, de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Éxodo -Día Internacional del Migrante, 18 de...
...diciembre-’ y ‘Desgranando’.
Éxodo -Día Internacional del Migrante, 18 de diciembre-
La llave de hierro, rotunda e histriónica, resultaba incongruente como adorno del moderno recibidor, decorado por el mejor de los interioristas: mi padre.
Cada tres años se renovaban las pinturas y los muebles de la casa, pero la llave permanecía en el mismo lugar, venerada como un amuleto protector.
El día de mi decimosegundo cumpleaños papá vino a mi cuarto mientras mamá ordenaba el desbarajuste de vasos sucios y velas frías. Desde que era pequeña, cuando me leía cuentos, no se sentaba en el filo de mi cama.
—Ya eres mayor -dijo mirando tan al fondo de mis ojos que me sentí transparente- es hora de que conozcas la historia - y tomándome de las manos, comenzó a contarme:
“Hace muchos siglos nuestros antepasados vivían en una tierra pródiga. Se dedicaban honradamente al comercio y Dios premiaba su buena disposición concediéndoles riqueza. Poseían hermosas viviendas con zaguán y patio donde ni pozo faltaba y no dejaban de cantar en verano grillos y chicharras. Pero vinieron tiempos oscuros y hubieron de abandonarlas. El viaje hacia lares lejanos hizo imposible llevarse más que lo indispensable. Lloraban las mujeres por dejar sus arriates floridos, la vajilla de loza, el arca donde dormían los ricos paños que lucían en las fiestas.
Tristes, cargando con unos pocos hatillos, aún tuvieron el coraje de cerrar la puerta de entrada con llave. La mujer más anciana de cada grupo la guardó como la posesión más preciosa, a sabiendas de que nada más volvieran la esquina entrarían los usurpadores a disfrutar de lo que con tanta laboriosidad habían amasado.
Tragándose la hiel, emprendieron el éxodo cantando y diciéndoles a los niños que pronto regresarían, debiendo procurar no perder la llave. Les consolaba depositar en un sólido trozo de hierro moldeado en yunque, la esperanza de tener un lugar al que llamar suyo.
Pasaron lunas, soles y lluvias que disolvieron la amargura. Las nuevas generaciones se asentaron en otros países formando allí sus hogares.
Cuando volvieron a soplar los vientos de guerra no podían creerlo. Las familias, que se habían divergido en árboles con muchas ramas, sufrieron una injusta tala siendo quemadas y convertidas en cenizas, que se posaban aún palpitantes sobre los hombros de sus verdugos.
Aquella infamia también pasó.
Tu abuela, que había ocultado la llave en el jardín de la escuela donde fue maestra, volvió por ella en cuanto pudo, desenterrándola con el mismo respeto que si fueran los restos de los mártires. A través de sus manos me llegó. Hoy me corresponde entregártela. El día en que mamá y yo partamos quiero que la pongas en tu hogar, bien visible, para que no olvides que siempre has de tener esperanza. Sin ella el futuro se hace imposible y el presente, insoportable”.
Aun transcurridos cuarenta años, no he olvidado esas palabras.
Voy doblando y guardando en cajas los recuerdos. Deshago con facilidad la casa porque mis padres sabían que el hogar está en cualquier sitio donde una familia pueda vivir en paz, por eso no acumularon objetos. “En estos tiempos hasta el más frugal tiene dos pares de zapatos” solían decir riendo.
Los de la mudanza transportarán a mi apartamento lo que quiero conservar, del resto, incluida la venta del inmueble, me corresponde un pequeño porcentaje. El grueso irá a una ONG de Ayuda a Refugiados. Así lo quisieron mis padres y yo también.
Descuelgo la llave. A ella la llevaré en brazos, cerca del corazón.
Desgranando
Hinco la uña en el costado de la vaina, rajándola, y se desangra en verde. Los chícharos hacen un ruido blando al caer a la fuente, naranja y brillante, que los despersonaliza, convirtiendo su individualidad en hueste.
Hago estos menudeos de cocina frente al televisor. Pongo la cadena al azar. Es solo para no olvidar de la forma en que florecen las palabras en las bocas.
Mis ventanas son teles en pausa, a veces las cruza un perro o un hombre, pero raudos, no igual que una mosca que se para en la pantalla, se idiotiza con sus colores o su calor y acaba defecando sobre ella. Parece mentira que tenga todavía capacidad de horrorizarme, imposible digerir la leche agria, la mala leche que se ha vuelto una constante.
Acaramelo cebollas y le añado la legumbre, emborrachándolas con Oporto.
Entramos en ebullición la menestra y yo, con la diferencia de que ella no puede (los chícharos no pueden) evitar que los escalden, pero yo tengo el mando y escojo cuando retirarme del fuego.
Aparto ya el guiso. Que nadie me diga que debí alargar el tiempo de cocción.
*A todas las verónicas.
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