“A ella le gusta caminar lento, acariciando el entorno con la vista. Hoy, sin embargo, corre, apretando contra el pecho un envoltorio como para evitar que se le escape, de puros nervios, el corazón”

OPINIÓN. Relatos torpes. Por Dela Uvedoble

Hilvanadora de historias

14/01/22. Opinión. La conocida escritora malagueña Dela Uvedoble, https://www.elblogdedela.com, colabora semanalmente con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com. Esta hilvanadora de historias nos regala dos textos originales con dos imágenes de las que también es autora, dentro de su sección Relatos torpes. Hoy nos ofrece ‘Mala mano’ y ‘Cambalache’...

Mala mano


Hace meses que no entra ni un solo cliente en mi nuevo despacho, interior y agobiante, el único que puedo pagar ahora.


Del maldito teléfono solo salen voces de acreedores y la de mi madre que me restriega lo bien que le va a mi hermano y lo inútil que soy yo. Siempre le ha gustado que la adulen: regalos el primer domingo de mayo y otras fechas que olvido y que su otro hijo recuerda con interesada memoria.

La vida reparte cartas, no todo depende de la pericia del jugador. De una mala mano solo te salva un farol. O retirarse a tiempo.

Soy incapaz de perdonarme el error. Un muerto, uno en concreto con nombre y apellido que sale en los periódicos, pesa mucho. Sumerjo la conciencia en vasos de whisky, sin hielo para que su tintineo no delate mi temblor. La culpa, que es impertinente, llega disfrazada de cualquier cosa. Entonces, rompo a gritos y gesticulo para espantarla.

“Siempre has sido un engreído. Si tu clientela se evapora lo debes a tu nula diplomacia. Lo mismo te digo sobre mamá, mucho quejarte de qué si yo soy el favorito, de qué no te quiere y bla, bla, bla. Pero es que el cariño hay que ganárselo, además está el juego social del cumplimiento, eso que tú llamas hipocresía y es educación.
En vez de hacerte la víctima y lloriquear, levántate y actúa. En tu profesión la Muerte tiene nómina. Un solo fallo, aunque posea nombre y apellidos y salga en los periódicos, no es mal balance para una carrera de treinta años.
Eres muy libre de quedarte a hacerle sombra al teléfono, de emborracharte y no cambiar de camisa en días. Pero no incrimines a la vida por darte malas cartas, ni te atormentes si no has podido o sabido jugarlas.
Toma a la Culpa, súbele la falda y dale un azote”.

Sus sospechas eran ciertas. Esa ingravidez, el oído aguzado y la facultad de traspasar paredes le confirman que es un fantasma. Semejante estado no es desagradable; sentirse inmune a todo da mucha tranquilidad.

Ronda a quien debió proteger su vida y ve apenado como lamenta no haber cumplido. Le gustaría consolarlo; ha intentado aparecérsele, explicarle que fue inevitable, pero confunde su presencia con “la Culpa”.

“Bien, haré la última intentona” -decide, agarrándose a un débil rayo de sol que entra por el ventanuco, coloreándolo de verde ectoplasma. Y esquivando los estériles manoteos del hombre, se le cuela por la nariz.

Cambalache


Satisfecho, se retrepa en el sillón gustaviano aún sin restaurar. Por fin ha vendido la ofensiva reproducción modernista, esa bagatela insultante, tras años pudriéndose en el escaparate.

Con la debida ceremonia enciende un puro, recreándose en como el fuego lame el aromático cilindro, para felicitarse.

A ella le gusta caminar lento, acariciando el entorno con la vista. Hoy, sin embargo, corre, apretando contra el pecho un envoltorio como para evitar que se le escape, de puros nervios, el corazón.

Desprecia el ascensor y sube los escalones de tres en tres. Entra levantando el aire del piso compartido, dejando un saludo entrecortado prendido en la lámpara del techo, eclipsándose de inmediato en el universo de su cuarto.

—¿Te pasa algo? -inquieren las compañeras.
—No, todo bien.

Las muchachas, acostumbradas a las rarezas de una estudiante de Arquitectura aficionada a lo esotérico, dan por válida la respuesta.

Cuando desenvuelve el paquete aparece una caja de terciopelo deslucido donde yace pachón un collar de granates engarzados a la moda de hace un siglo. Ella se desprende trabajosamente del jersey, la electricidad estática lo pega al cuerpo, arrojándolo de sí como piel ajena. Así, desnuda, alza los brazos y se lo abrocha tras la nuca. La epidermis lechosa resalta los colores del joyel y se estremece, no por su belleza sino de su frialdad, riendo a sorbos al recordar el rostro del ladino anticuario.

Con una horquilla, desprende de su base la piedra del pendentif central. Sobre la plata ennegrecida serpentean las grafías que convierten la bagatela de almoneda en tesoro.

Aunque no fuma prende un cigarrillo mentolado, de los que su madre se permitía saborear en las bodas, rescatado de un bolso que tuvo días mejores. Las volutas huelen a cuarto de tísico que quiere curarse.

“Va por ti, mamá. Ya puedo costear tu tratamiento”.

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