Partidos que están y estarán eternamente preocupados en repartirse adecuadamente las porciones correspondientes de poder (y de dinero) de un sistema que los protege, los utiliza y los vuelve inmunes a cualquier atisbo de evolución

OPINIÓN. El ademán espetao. Por 
Jorge Galán
Artista visual y enfermero

03/06/20. 
Opinión. El artista visual Jorge Galán nos habla en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre el parasitismo partitocrático: “Estableciendo cierta analogía, el síndrome que llevamos padeciendo no se sabe ya cuántos años, podría denominarse parasitismo partitocrático. Un sucedáneo endémico, análogo al vírico, que ahora coloniza nuestro estado-cuerpo. Este síndrome...

...puede considerarse una infección crónica múltiple, que cursa con la apropiación, el consumo y el abuso estandarizados de las reservas de confianza del ciudadano, que termina padeciendo contínuos picos febriles de intoxicación doctrinal, acompañados ocasionalmente de largos periodos de letargo político”.

Repúblicavirus 7.0 -Parasitismo partitocrático y otras endemias-

El reciente fallecimiento del histórico dirigente de Izquierda Unida, Julio Anguita, parece haber puesto de acuerdo a una gran mayoría en el recuerdo y el reconocimiento a su figura como político. Han sido numerosos los artículos en prensa y redes sociales que han considerado, incluso a pesar de su desencuentro ideológico, valores como la honestidad, la integridad, la coherencia o la sencillez, pilares en su vida política y en sus maneras de desarrollarla.

Esta circunstancia, que debería presuponerse extendida o habitual en un sistema democrático, ha sido destacada por su excepcionalidad. Anguita parece haber sido un último mohicano de una forma de parlamentarismo extinta, que ha quedado en desuso en nuestros tiempos y que parece que no va a volver. También sería justo mencionar que, estos valores que se rememoran en su figura, no se tradujeron en su momento en un apoyo significativo por parte de la población, manteniéndose siempre en la sombra de socialistas y populares; nunca pudo hacer efectivo su sorpasso. Resulta cuando menos curiosa -si obviamos el trasfondo ideológico- la contradicción que se produce, cuando éstos mencionados valores están contínuamente en nuestro discurso de crítica a las figuras politicas por su defecto. Este tipo de méritos parece que detraen en la carencia, pero no suman en el acopio, durante el transcurso de la vida política (al menos no en tiempo real). El ideario de teorías políticas ejerce usualmente mayor gravedad con el voto que la virtud.

El discurso puramente ideológico parece actuar sobre la percepción de los valores de propios y ajenos de forma distorsionadora; como un querubín embriagado de amor que sólo aprecia hermosura o como un diablo malévolo que sólo desprende desprecio y odio. La percepción parece sufrir una exagerada polarización en sus estimaciones bajo la ideología. La objetividad o la racionalidad quedan restringidas, de tal forma que se es capaz de defender lo indefendible o de justificar lo injustificable, con la misma aparente solvencia que se detectan las ínfimas carencias en ajenos pero no en propios. Parece una situación análoga a la percepción visual en las ya descritas leyes de la Gestalt del siglo pasado. De tal forma que aplicamos selectivamente la ley de pregnancia o de buena forma al candidato de nuestra elección, pero la del contraste al contrario.

Este tipo de contradicciones (y muchas otras) deberían generar una reflexión acerca de nuestro sistema democrático, que parece no responder a las expectativas de una parte de la población ajena al sahumerio alucinatorio de la doctrina, o a los que no entienden ésto de la política como un fanatismo incondicional futbolístico. Más aún cuando últimamente estamos comprobando una fuerte deriva ideológica que parece habernos hecho retroceder a épocas pasadas en un lenguaje y un uso simbólico casi preguerracivilistas. Las redes sociales arden en casposas discusiones entre acólitos de uno y otro color, enfrascados en la descalificación contínua, en el desprecio mutuo y en profundizar en una división social que cada vez se hace más evidente. La actual crisis del coronavirus parece haber actuado como catalizador de una transformación en la vida y en las conversaciones sobre política. El discurso de salud está siendo sustituido poco a poco, por los preceptos ideológicos, infiltrando la calle y desembocando incluso en enfrentamientos físicos. La ofensa, la suspicacia, la hipocresía, la mentira o la exageración de todo lo que concierne al contrario están siendo la nueva normalidad en nuestro escenario político.

Mi trabajo como sanitario en urgencias me ha otorgado una visión privilegiada -si es que puede entenderse el testimonio directo de una pandemia como privilegio- para valorar y enjuiciar numerosas situaciones deficitarias, errores imperdonables que incluso pueden ser constitutivos de delito, falta de transparencia y múltiples contradicciones en la estrategia de gestión y administración. Cualquiera que haya seguido la serie de artículos Repúblicavirus habrá podido comprobar que casi la totalidad de los artículos se han enfocado hacia la crítica de la acción administrativa, como principal responsable en las decisiones de afrontamiento de la pandemia.


Sin embargo, también se hace pertinente la consideración de una segunda responsabilidad, con el fin de sopesar el problema en su totalidad, concretamente la valoración de la oposición política que, junto a la pandemia, ha tenido que confrontar este Gobierno. Oposición que, si bien es totalmente legítima de controlar la acción del ejecutivo y evidenciar errores, imprevisión, opacidad o incompetencia, ha optado por hacerlo de una forma bastante impúdica y en algunos momentos confundiendo (o no) la acción de control -en una situación excepcional de crisis- con un ejercicio de descalificación permanente, insultos, acusaciones grandilocuentes, formulación contínua de sospechas conspirativas y un torpedeo sistemático, argumentado o sin argumentar, de cualquier decisión relacionada con el abordaje de la pandemia; criticar la instauración del Estado de Alarma, más tarde su continuidad, las consecuencias en salud, luego las económicas, el confinamiento, luego el desconfinamiento...

La oposición parece haberse instalado en un órdago a grandes ininterrumpido, con el objetivo, ya no de desgastar, denunciar o exigir responsabilidades mediante la utilización de los correspondientes instrumentos legales, sino de extraer el máximo rédito político, junto al apremio de la claudicación del Gobierno de forma íntegra, mediante el cuestionamiento de la totalidad. Algo que, cuando menos es discutible realizarlo en plena crisis pandémica con un Estado de Alarma bajo el correspondiente control parlamentario, no olvidemos que se trata de un Gobierno legítimo refrendado en dos elecciones casi consecutivas. Al paupérrimo nivel de control parlamentario, podemos añadir el juego mediático del bulo desplegado en redes sociales (por acólitos y prensa afín), que verdaderamente ha llegado a situar la confrontación en niveles que sobrepasan la repugnancia.

En el establecimiento de este particular circo séptico ambulante en que se ha convertido nuestro ámbito político, la mentira ha sembrado ya unas profundas raíces, y como hemos podido comprobar, sirve tanto para gobernar como para antigobernar. La absoluta falta de transparencia por una parte y el acoso y derribo mediante bulos de todo tipo por otra, se han convertido en los silogismos de moda. Arengas de rebaño escritas sobre imágenes adulteradas que mezclan el cinismo y la creación de alarma, consiguen circular a la velocidad de la luz entre móviles y han sustituido a las octavillas de propaganda.

Se podrían recordar algunos de los cientos de bulos, desinformaciones y falsas alertas que han transitado por las redes, como las ambulancias de Galapagar, el BOE de los ocupas, los respiradores de Carmena, los muertos por accidentes de tráfico de Simón, los sanitarios belgas de espaldas a la ministra, los nombres de los expertos de la desescalada, el apuñalamiento del taxista tras la reyerta, el perdón a presos catalanes, el traslado de presos etarras, las cajas de material sanitario que luego eran folios A4, la prohibición de reenviar whatsapp, la persecución de los medios de comunicación, las imágenes de féretros, los carteles que mandaban a los ciudadanos obedecer, la grabación de fallecidos amontonados en bolsas, el motín en la cárcel de Alhaurín, el ingreso erróneo de 3.000 € en tarjetas de ayuda social, la prohibición de banderas en los balcones, el vídeo de musulmanes rezando en confinamiento, etc, etc, etc. Un largo y pestilente etcétera de falsedades que sólo contribuyen a generar desconfianza y odio, que desplazan el alegato epidemiológico por el político, instrumentalizándo y ubicando el discurso, por el consenso o por la diferencia en las soluciones, en una suerte de deposición esparcedora de detritos por doquier.

El cambio sustancial de tablero, tras años de desgaste del bipartidismo por la corrupción, la crisis y los recortes, ha sustituido un dominio alterno y condescendente entre los partidos tradicionales, por una repartición de las cuotas de poder con las agrupaciones recientes, que en un principio exhiben un discurso alternativo en su gestión de lo novedoso, pero en seguida repiten los mismos errores. Las incorporaciones políticas nuevas nacen capitalizando el descontento y la protesta, rápidamente rentabilizan esa apuesta estratégica, pero a medida que se sobredimensionan empiezan a compartir los mismos problemas de dependencia económica, funcionamiento sectario, enchufismo, estatismo, carencias en formación, discurso unificado e inamovible y escasa credibilidad, que los antiguos aparatos políticos ya nos mostraron. Resulta una contradicción en sí misma que la incorporación de ideas de partidos recientes haya tenido un resultado polarizador. La adición, la conjugación, la yuxtaposición y la variabilidad que podía esperarse se han transformado en cuestión de escaso tiempo en la sustracción, la confrontación, la radicalización en el lenguaje y el menosprecio.


Existe cierta analogía en las agrupaciones recién llegadas, en cuanto a la gestión y canalización del descontento, se apropian de la protesta en la calle, que podemos convenir como legítima, y la hacen suya, transformándola en un arma arrojadiza con objetivos meramente partidistas, que utilizan como desgaste del poder, pero que más tarde, ya amortizada desechan. Propuestas nuevas que se realizan engordadas en expectativas y que practican una estrategia centrada en la captación del desencanto y el hastío provocados por la corrupción, en un caso, y la incompetencia en la gestión de la pandemia en otro. Esta nueva persuasión del desengaño, que enmascara en sí misma un nuevo fraude, se constituye como la nueva solución a los viejos problemas, y parece basarse en la elongación de las premisas ideológicas hasta los límites del desgarro, en uno y otro sentido.

Si la corrupción generalizada evidenciaba la degradación, esta radicalización de la propuesta precedente refleja el agotamiento del propio sistema, convirtiendo el problema en estructural. Un esquema de poder que deja la intermediación entre la soberanía popular y el Estado íntegramente al partido político, que gestiona toda la oferta de respuesta ciudadana o acción política, mediante una dádiva gratuita que se apropia y que renueva. En el desarrollo de esta gestión, basada en la confianza ciega durante ciertos años, se producen numerosas anomalías democráticas que el propio sistema de partidos no está interesado en corregir. Más bien se podría afirmar que la gestión de esta confianza se encuentra más cerca de la actitud del trilero de feria que del representante o portavoz de la acción política. Convertidos en un monopolio de la idea, expanden sus tentáculos hacia cualquier estructura de poder que mantenga y soporte su organización, utilizan toda su capacidad de influencia para subsistir en una contínua promoción de parasitismo del Estado ausente de control alguno, más que el que pueden ejercer entre ellos, sustituyen la responsabilidad en la representación del ciudadano por una arenga simbólica que enarbolan interesadamente, para acabar legitimando una forma de gobierno más amparada en la conspiración interesada que en el ejercicio democrático real del pueblo.

La supuesta renovación que este sistema nos ofrece no es otra que la ponderación de la oferta ya existente, o más bien de su discurso. En ambos casos, y en la medida en que su apoyo se traduce en cuotas de poder, estamos asistiendo atónitos a la disolución cual azucarillo de sus programas de reformas, a la relativización de sus planteamientos y al camuflaje de sus promesas revolucionarias, que menguan en pretensiones hasta encajar en un molde socialdemócrata que engloba un ideario profuso, con el denominador común de los propósitos sociales, abordados de distinta forma, pero sin modificar sensiblemente los preceptos de un organigrama basado en la consagración de ciertas élites a las que nadie despeina, y en las que se encuadran los propios partídos politicos.

Partidos que están y estarán eternamente preocupados en repartirse adecuadamente las porciones correspondientes de poder (y de dinero) de un sistema que los protege, los utiliza y los vuelve inmunes a cualquier atisbo de evolución. Estructuras de organigrama sectario, con tentáculos estables de ida y vuelta con el poder ecocómico, que recolectan el privilegio legislativo, que despliegan sin pudor su influencia en prensa y medios de comunicación y generan todo un entramado de poder que únicamente responde a sus propias espectativas.

Parece que bajo esta estructura estática de poder, necesitan cada vez con mayor intensidad, agriar su discurso para conseguir sus cuotas. Se ha establecido una guerra soterrada por la captación activa del votante, olvidándose del ser, para centrarse únicamente en el parecer. Máquinas de propaganda fétida que subordinan a lo anecdótico cualquier ejercicio inteligente de valoración, planificación o resolución objetiva de problemas, que someten cualquier fórmula a su propia doctrina, y que aplican sus decálogos panfletarios como una soflama de soluciones para todo, para los problemas pasados, presentes y futuros. Doctrinas a engullir sin aderezos y en su totalidad, porque se han convertido en pequeños catecismos con los que, o se comulga o se peca. El intercambio y aceptación de ideas ha quedado desplazado del ágora, paradójicamente por el relator de distopías o agorero.


Estableciendo cierta analogía, el síndrome que llevamos padeciendo no se sabe ya cuántos años, podría denominarse parasitismo partitocrático. Un sucedáneo endémico, análogo al vírico, que ahora coloniza nuestro estado-cuerpo. Este síndrome puede considerarse una infección crónica múltiple, que cursa con la apropiación, el consumo y el abuso estandarizados de las reservas de confianza del ciudadano, que termina padeciendo contínuos picos febriles de intoxicación doctrinal, acompañados ocasionalmente de largos periodos de letargo político.

Este proceso infeccioso tiene intensas fases replicativas, en las que se infiltra en otros espacios estructurales, como el poder legislativo, el económico o el mediático, que le aportan el flujo contínuo de oxígeno y nutrientes para que se cronifique, terminando en la producción de organismos políticos que crecen como tumores sin control afectando de forma importante al huésped. El hematíe queda secuestrado en la decisión de nutrir a un tumor u otro, ésto irremediablemente conlleva al compromiso sistémico y al fallo multiorgánico.

El estado de salud y la capacidad funcional del huésped empeoran progresivamente con el tiempo. La falta de expectativas de mejora deviene en caquexia y desnutrición. La fase terminal a veces coincide con las tormentas de citoquinas, que se reproducen sin control en el parlamento o en las calles, estas tormentas se nos han llevado el moribundo democrático a cuidados intensivos, un enjuto paliativo parlamentario que ha abandonado ya la vida de la política de las razones y que se ha sobreinfectado de una política de los sentimientos y las pasiones.

Mientras, los ciudadanos nos aplicamos con mayor o menor responsabilidad los cambios y exigencias epidemiológicas, avanzando en el desconfinamiento y subiendo de nivel. Nuestros políticos hace ya tiempo que permanecen en el nivel 0 y con expectativas de traspasar en breve los valores bajo él. Esperemos que se encuentre pronto la vacuna para ambos patógenos, tanto el vírico como el ideológico, con el fin de que no vuelvan a desatarse más tormentas, ni de inquinas ni de citoquinas, ya que sus secuelas y efectos secundarios pueden ser desastrosos para la salud de sus huéspedes.

Puede leer aquí anteriores entregas de Jorge Galán:
- 14/05/20 Repúblicavirus 6.0 -Distanciamiento social ¿oxímoron y/o eufemismo?-
- 06/05/20 Repúblicavirus 5.0 -Recuento en el descuento-
- 22/04/20 Repúblicavirus 4.0 -Crónica de dos engaños masivos-
- 08/04/20 Repúblicavirus 3.0 -Sanitarios ¿kamikaces o fungibles?-
- 25/03/20 Repúblicavirus 2.0. -Si no hay mascarillas será porque no hacen falta-
- 17/03/20 Repúblicavirus 1.0
- 11/03/20 La senda del borrego
- 19/02/20 La prisión de Narciso
- 05/02/20 Perpetuar la desazón
- 27/01/20 Dar desazón por descanso II
- 22/01/20 Dar desazón por descanso
- 08/01/20 ¿Bailar pegados es bailar?