“Los participantes más brillantes siempre estimaban estar por debajo de la media, mientras que los menos dotados y más incompetentes estaban convencidos de estar entre los mejores”
OPINIÓN. El ademán espetao. Por Jorge Galán
Artista visual y enfermero30/09/20. Opinión. El artista visual Jorge Galán escribe en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre la gente que opina de cosas que no conoce: “La tendencia a opinar sobre cualquier asunto, imponiendo su propio criterio acerca de las cosas y habitualmente despreciando cualquier opinión ajena, a pesar de que pueda estar más informada, formada o fundamentada en una mayor experiencia...
...El aspecto más problemático es la aspiración a imponer sus ideas como verdaderas, incluso haciendo llegar a pasar a los demás por incompetentes o ignorantes, cuestión que generalmente resulta dañina al discurso público”.
Opino, luego existo
Cualquiera, en no pocas ocasiones, ha comprobado en carne propia la propagación de un curioso fenómeno cada vez más extendido en nuestra sociedad, el conocido actualmente y de forma popular como cuñadismo. Esta acepción es relativamente actual, antes cuñadismo hacía referencia al nepotismo o al favoritismo hacia los cuñados o familiares, sentido más cercano al de amiguismo.
Este nuevo significado, que algún escritor también denomina con sarcasmo opinatitis, acercándolo a la calidad de patología, se refiere a la tendencia a opinar sobre cualquier asunto, imponiendo su propio criterio acerca de las cosas y habitualmente despreciando cualquier opinión ajena, a pesar de que pueda estar más informada, formada o fundamentada en una mayor experiencia. El aspecto más problemático es la aspiración a imponer sus ideas como verdaderas, incluso haciendo llegar a pasar a los demás por incompetentes o ignorantes, cuestión que generalmente resulta dañina al discurso público.
Sin cuestionar el derecho a expresarse libremente, ni a ofrecer una visión elitista de la capacidad de opinar, expondré una reflexión acerca de esta circunstancia que nos atañe a todos, y que últimamente, comprobamos tan gratuitamente generalizada, sobre todo por redes sociales. Conviniendo que es preferible la libertad de expresión que cualquier tipo de censura, la pretensión se encuentra cercana a un alegato de responsabilidad y consideración en su uso, dependiendo de los casos. Opinar sobre distintos asuntos no es algo negativo en sí mismo, pero la opinión incluye tanto afirmaciones subjetivas (gustos personales y preferencias) como aquellas cuestiones que afectan a un número amplio de personas (política) e incluso temas para los que se precisa un conocimiento experto, como por ejemplo la ciencia. Tan absurdo sería censurar las primeras como no filtrar las segundas y terceras, cuestión confundida muy a menudo. Resulta importante conocer, identificar, evitar ser atrapado o contender con personas que caen con frecuencia en el cuñadismo o la opinatitis.
Como suscribe el filósofo australiano Patrick Stokes, que tengamos derecho a opinar no es algo que se pueda aplicar de manera obvia a todos los casos, frecuentemente sirve de refugio a creencias que deberían ser abandonadas y ayuda a alimentar la falsa equivalencia entre los expertos y los no-expertos.
En nuestra vida diaria tenemos abundantes ejemplos con los que, sin mucho esfuerzo, podríamos confeccionar categorías: entrenadores de fútbol de quitapenas, meteorólogos de ascensor, shamanes de salas de espera, esteticistas de supermercado, filósofos de discoteca, bufones de la ocurrencia despreciativa, tertulianos de la vida ajena, críticos de arte contemporáneo del «eso lo hace un niño», y un largo etcétera que se vuelve casi infinito si atendemos a las redes sociales (el anonimato y la no-presencia, en este caso, juega a favor); eruditos de la moda que se tercie, asesores de felicidad, terraplanistas, antivacunas, negacionistas del holocausto, conspiranoicos de toda índole y sobre todo, expertos en ciencias políticas que se pasan el día inflingiendo una soflama sistemática como castigo a todo aquel que no opine como ellos, son sin duda, la categoría más insoportable. Es cuestión de tiempo que entren en juego asuntos como la filosofía presocrática, el álgebra abstracta, la física cuántica o la química de la fotosíntesis.
Hemos acuñado un nuevo anglicismo para los que se dedican expresamente al cuñadismo como ocupación e incluso como medio de vida: los influencers y cómo no, los que aspiran a serlo. Recientemente, por poner otro ejemplo gráfico, hemos podido comprobar que tenemos la mayor densidad de virólogos y epidemiólogos por metro cuadrado del mundo, con el asunto de la pandemia. Nuestro refranero también nos aporta un proverbio en este sentido: «A toro pasado, todos somos Manolete.»
Decía con acierto Bertrand Russell que «el problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas». Anticipaba a su modo uno de los principales, aunque no el único, factor que produce esta desmesura de opinión a la que estamos sometidos en la actualidad: el Efecto Dunning-Kruger. Aunque en este sentido, tenemos antecedentes mucho más tempranos, como el aforismo socrático «sólo sé que no sé nada» o el oracular «conócete a tí mismo». Viene también muy a cuento la cita de Dinouart, sacerdote francés que escribió El arte de callar, aquí se recoge otro genial razonamiento: «sólo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio».
Generalmente a todos nos cuesta evaluar de forma objetiva nuestras propias habilidades y, aunque resulte paradójico, lo cierto es que cuanto menos sabemos sobre algo, más expertos nos creemos. El efecto Dunnig-Kruger se trata de un sesgo cognitivo descubierto a finales de los noventa, a partir de un estudio donde los psicólogos David Dunning y Justin Kruger, de la Universidad Cornell (Nueva York), analizaron la competencia de los participantes en tres ámbitos: gramática, razonamiento lógico y humor. Les pedían que estimaran su grado de competencia en cada uno de esos campos. En cierta forma se pudo demostrar, con éste y otros estudios posteriores, que los participantes más brillantes siempre estimaban estar por debajo de la media, mientras que los menos dotados y más incompetentes estaban convencidos de estar entre los mejores. La explicación es sencilla: es nuestra propia incompetencia sobre algo la que no nos deja ver lo incompetentes que somos.
Junto al Efecto Dunning-Kruger, fundamentalmente intrínseco, podríamos citar una larga lista de factores extrínsecos que colaboran, en distinto grado, a la conjugación de esta circunstancia; el hiperindividualismo psicologista y el hedonismo actual en la sociedad (que refiere el filósofo francés Gilles Lipovetsky), el egocentrismo, las consecuencias del igualitarismo intelectual, la progresiva desaparición de la dupla íntimo/público con la mediatización de las redes sociales del espacio público, el exceso de competitividad social y la pérdida de expectativas laborales y oportunidades de considerable formación reglada, el hostigamiento publicitario o la hipercomunicación. Convendría destacar entre todos ellos el denominado information overload o infoxificación.
Ya nos anticipaba esta idea Alvin Toffler en Future Shock, publicado en 1970, en el que predijo el aumento de influencia que tendrían las computadoras en la vida diaria y definió el sentimiento de estar saturado con datos y conocimiento: information overload. Alfons Cornella utiliza el neologismo infoxificación, en una clara referencia a la intoxicación informativa, a la saturación superlativa de información.
La limitación corporal de nuestros sentidos ha sido implementada gracias a internet, hoy podemos disfrutar a tiempo real de un concierto que se celebre en las antípodas, charlar con un amigo a miles de kilómetros, estar al tanto de lo que acontezca en otro continente o contemplar un eclipse a través del streaming de un observatorio astronómico. La instantaneidad con la que una noticia recorre el mundo es asombrosa. Consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, actualmente recibimos una cantidad desmesurada de información difícilmente procesable.
La liberalización de la información es sin duda una de las características que determina nuestro tiempo. Hoy tenemos acceso, mediante los grandes avances en las telecomunicaciones y la informática, a un universo de datos con una velocidad incomparable a cualquier otro momento de nuestra historia, conforme las distancias físicas han sido borradas por lo tecnológico, esta velocidad ha crecido en progresión geométrica. Habitualmente, el superávit de sucesos produce una atomización de informaciones, que no necesariamente implican aprehensión y articulación de conceptos, sino en un enorme cajón desastre lleno de ruido (la principal característica del significado de ruido es la de confusión, sonido distante del reconocimiento, inarticulado, válido tanto para la acepción sonora como en sus extensiones metafóricas a otros sentidos). Este ruido acaba con frecuencia en el desorden, cuando no en el olvido, en cualquier caso fuera del pensamiento consciente. Absorbemos una cantidad inmensa de datos sin tener la posibilidad y la capacidad de transformarlos en reflexiones. La utilidad de las opiniones improvisadas a menudo es reducir la presión mental vomitando algunas de las palabras que sobran.
El dataísmo es otro reciente término que describe la mentalidad producida por el Big Data, que el sociólogo Yuval Noah Harari equipara a una nueva forma de religión en la cual «el flujo de información es el valor supremo y la libertad de la información es el mayor bien de todos». El filósofo coreano Byun Chul Han lo compara a una forma pornográfica de conocimiento que anula el pensamiento. No existe un pensamiento basado en los datos. Lo único que se basa en los datos es el cálculo. El pensamiento es erótico. La transparencia también es pornográfica, es una forma de expectación sin exposición, es decir, se accede a un mundo sin tener que mezclarse con él.
El escritor Manuel Vilas aporta una visión más antropológica: «las redes sociales alimentan un atavismo de la raza humana: la necesidad de ser vistos y oídos para confirmar que existimos y estamos vivos». En cuanto a la estructura de las redes sociales señala que su propio diseño promueve y premia el ruido y alimenta una pulsión casi infantil de notoriedad y protagonismo. Dice Vilas que la gente busca el aplauso, buscan, en el fondo, amor, ese reconocimiento puede manifestarse en forma de desprecio: ser despreciado por nuestros enemigos puede ser un mérito superior al aprecio de nuestros amigos.
En la misma línea camina el escritor Vicente Luis Mora, para quien, «cuando todos hablan, quizá lo revolucionario es callar». En las redes solemos compartir más lo que nos enoja que lo que nos agrada. Por eso, la experiencia suele ser, al mismo tiempo, excitante y desagradable.
La pérdida de la presencia corporal en el tablero de juego de las redes sociales sustrae la responsabilidad y la reflexión en la comunicación demasiado frecuentemente, la pérdida de compromiso con lo que se dice degenera con facilidad en la ponderación, el fantaseo, la intransigencia y el exabrupto. Se contribuye a la formación de una realidad alterada y emocionalmente extrema, pero que apenas tiene capacidad de modificar el mundo, como bien dice Peter Sloterdijk el El desprecio de las masas, la masa, en el espacio virtual, ha sido despojada de su potencial de cambio. En la medida en que la presencia física y todo lo que conlleva deja de tener protagonismo en la comunicación, la opinión ya no sirve de vehículo para los pensamientos, sino para las actitudes. La opinión entonces deja de ser un producto del razonamiento, para pasar a convertirse en un alegato de la existencia digital, si no opino, no estoy, no existo. Luego para existir, tengo que opinar.
Puede leer aquí anteriores entregas de Jorge Galán:
- 01/07/20 Apuntes sobre pueblo y multitud
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- 17/06/20 Aquí su publicidad
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