A menudo terminaba convirtiéndose en un juego de inclusión y exclusión entre los mejores y los peores amigos, cuando no era bien entendido

OPINIÓN. El ademán espetao. Por 
Jorge Galán
Artista visual y enfermero

26/10/22. 
Opinión. El artista visual Jorge Galán escribe en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre la solidaridad: “Parece que en nuestras sociedades modernas cada vez más individuos quedan atrapados en un eterno piqui/no-piqui, que siguen repitiendo a edades adultas, una sencilla herramienta que les facilita la inclusión de lo similar sin mayor motivo que el parecido o la exclusión de lo distinto...

...sin mayor motivo que la diferencia”.

Piqui/no-piqui

Recuerdo un juego -cuando era solo un churumbel- que comenzaba cuando algún compañero del cole abría su merienda en el recreo o algún amiguete de la pandilla conseguía un paquetillo de pipas, quicos o cualquier otra chuchería en el quiosco del barrio. Su única regla obligaba al poseedor de las golosinas a compartirlas con el que gritaba: ¡piqui!

Frente al piqui, se encontraba el no-piqui, que gritaba el que no quería compartir su merienda o sus chuches. Ignoro si el piqui/no-piqui era común en otros lugares, pero al menos en Málaga todos los chiquillos lo conocíamos.

Sus sencillas normas habitualmente eran entendidas por todos. Se acercaban las distancias entre gorrones y tacaños y se compartían las bicocas en el grupo, aunque a menudo el piqui/no-piqui no servía para mucho más que para derivar en una interminable repetición de posturas: piqui, no-piqui, piqui, no-piqui, piqui, no-piqui... que no llevaban a ninguna parte.

Este ingenuo juego verbal no era más que un mecanismo de tanteo que servía para expandir la solidaridad más allá de la familia, fuera de la tutela de los progenitores -que la imponían entre hermanos-. A menudo terminaba convirtiéndose en un juego de inclusión y exclusión entre los mejores y los peores amigos, cuando no era bien entendido. Con el paso del tiempo compartir en la pandilla se acababa normalizando y el piqui/no-piqui perdía cualquier sentido práctico. Se terminaba (lógicamente) desechando.

Parece que en nuestras sociedades modernas cada vez más individuos quedan atrapados en un eterno piqui/no-piqui, que siguen repitiendo a edades adultas, una sencilla herramienta que les facilita la inclusión de lo similar sin mayor motivo que el parecido o la exclusión de lo distinto sin mayor motivo que la diferencia.

La resistencia para entender lo diverso, el prejuicio y el hiperindividualismo postmoderno suelen estar detrás de estas actitudes que derivan en la exclusión de otros, constituyéndose como verdaderas máquinas de producir fans del no-piqui. Lo paradójico es que, de forma paralela, producen una exaltación de lo homogéneo, de lo cercano, de lo conocido y de lo uniformado, derivando también en el enaltecimiento de grupos de semejanza que sirven de contrapeso. Se cierra entonces el piqui/no-piqui en su versión adulta.


Aparte de la estrecha relación con la diferencia, este piqui/no-piqui es un catecismo de la doxa, no tiene espacios intermedios, no alberga grados ni es susceptible de ponderación alguna, ni siquiera por la propia experiencia. Es un sí o un no. Es un conmigo o contra mí. Un blanco o negro (nunca peor dicho) y especialmente, un dentro o fuera. Es un dualismo llevado a lo categórico.

Todos conocemos numerosos ejemplos en la actualidad que nos ilustran esta peculiar forma de entender el mundo, como una trillada sinopsis hollywoodiense de buenos y malos. Los nacionalismos, la raza, la religión, la ideología, el género, la orientación sexual, los refugiados, los migrantes, los guetos, etc. son grandes piqui/no-piquis que llegaron infundidos desde lo histórico o lo tradicional y aún siguen resurgiendo en oleadas, sin llegar a superarse del todo, como sucede en la actualidad.

Pero existen otros piqui/no-piquis de menor intensidad, que se despliegan en ámbitos más cercanos de convivencia y que permanecen habitualmente desapercibidos o tolerados, porque no parten de parcelaciones tan evidentes. Tienen mucho que ver con una mercantilización integral de todos los modos de vida, incluso de las cosas más elementales y de las fragmentaciones más sutiles que esto produce.

Como refiere el filósofo y sociólogo francés Lipovetsky, hemos pasado de la sociedad de consumo a la del hiperconsumo, del consumo colectivo o familiar al consumo por persona. Si antes formaba parte de un lenguaje de ostentación y estatus, ahora busca otras ganancias a nivel personal: placer, emoción, experiencias.

El consumo de hoy se ha insertado en lo relacional. El individuo mitiga su atomizada vida a través de él. La convivencia y los espacios comunes cada vez quedan más supeditados al interés individual en conseguir la mayor cantidad de posibilidades de consumo que nos presenta la hiperinformación.

La vida gira en torno al consumo y éste ha llegado para ocupar un gigantesco espacio en ella, incluso se ha transformado en su propio sentido. Todo esto ha producido que la coexistencia se vea impregnada por las paradojas que ha incorporado el estándar consumista, mediatizando las actividades más esenciales de la vida: pensar, amar, compartir, experimentar, crear. El interés propio se ha legitimado desde la proyección inagotable del individuo. El modelo del usar y tirar se ha desplazado de las cosas a las personas.

En los últimos tiempos es muy habitual oír hablar de las consecuencias perniciosas de este modelo consumista en el planeta; contaminación, polución, agotamiento de recursos, etc. pero rara vez son analizadas las consecuencias que está produciendo en el ser humano y su convivencia, cuando las padecemos -en mayor o menor medida- a diario.

El consumismo se ha vuelto emocional y reflexivo, informado e impulsivo, productivo y cultural. Paradojas que se trasladan al terreno individual y que sustraen los espacios comunes de sentido, construyendo aberraciones que se normalizan en este modelo del absurdo; gente que consume experiencias grupales pero olvida a sus allegados, gente hipercomunicada en la distancia pero incomunicada con sus vecinos, gente absorta en redes sociales virtuales que ignoran cualquier ser viviente a su alrededor, gente que circula sola en vehículos de 5 y 7 plazas que colapsan carreteras en horas punta y culpan al resto, gente que se autoexplota en el trabajo para dedicar su exiguo tiempo de ocio a transitar grandes superficies comerciales o a endeudarse para concentrar su placer en unas vacaciones de lujo de 7 días, gente que paga un gimnasio y es incapaz de prescindir de su vehículo o sustituirlo por una bicicleta, gente que hace dieta consumiendo productos milagrosos de precios prohibitivos, gente que de forma incansable adquiere cachibaches que usa una vez y acaban acumulados en un armario o un trastero, pero luego se inhiben de ser solidarios y un largo etcétera de interminables ejemplos actuales relacionados con el exceso de consumo, que cada vez se dan con mayor frecuencia y a veces se reconocen, pero no se corrigen.

En resumen, gente que es capaz (o somos capaces, porque en mayor o menor medida este modelo nos atrapa a todos) de condescender con éstas y muchas otras contradicciones en su vida diaria con total naturalidad, sin hacerse el más mínimo cuestionamiento y sin percatarse que están sustituyendo (o les están induciendo a sustituir) la existencia por el consumo de existencia. Éste es el verdadero piqui/no-piqui que no somos aún capaces de desechar como pandilla, aún a pesar de la adultez.

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