Más pronto que tarde, al ritmo que el teléfono móvil se va apoderando de nuestras vidas y de sus imprescindibles secretos, el GPS de bolsillo robotizará el deambular despreocupado
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor
12/03/20. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com nos habla sobre las acepciones de la palabra ‘callejear’ en diferentes diccionarios: “Pasearse sin prisa, al azar, abandonándose a la impresión y al espectáculo del momento. Demorarse, complacerse en...
...una suave inacción, una despreocupada lentitud”.
Callejeando por los diccionarios
Aunque inacabados e imperfectos por definición, los diccionarios de uso sirven de brújulas para no perderse por la selva de la lengua, o sea, del pensamiento. A veces, como en el caso del redactado por doña María Moliner (1900-1981) en el comedor de su casa, sentada en una silla, no sobre un sillón académico, y publicado hace más de medio siglo, son más certeros que un GPS, se arriman al sentido de las palabras y, hasta donde es posible, satisfacen el deseo de expresar lo que pensamos y comprender lo que leemos, oímos o vemos. Por ejemplo, “callejear” en su diccionario es 1º) “Vagar por las calles”. A continuación, sin dejarle de la mano y medio perdido, le señala al consultante otra dirección que le conduce a “deambular”, o sea, a “andar sin objetivo determinado, no se aplica a distancias muy grandes”; 2º) “Ir a un sitio por calles secundarias en vez de por las principales” y 3º) “Vagar alguien de un sitio para otro descuidando sus obligaciones”.
En cambio, en otras ocasiones los diccionarios demasiadas veces son insatisfactorios, tangenciales y el usuario se queda in albis, es decir, sin captar nada de lo que se trata, con la miel de la palabra en la boca. Si, con el fin de comparar, solo consultáramos lo que por tal entienden los Diccionarios de la Real Academia Española y el del español actual de Seco, Andrés y Ramos con la acepción que, en francés, ofrece Le Robert, nos quedaríamos encerrados en casa. Los dos primeros despachan el asunto con “andar frecuentemente y sin necesidad de calle en calle”, “vagar” o “circular en vehículo por las calles”. Desprenden un tufillo utilitario y de peatón errático que deprime a los que tenemos alma de paseantes, a quienes creemos que callejear es la única forma de conocer las intimidades de una ciudad, de la propia o de la ajena.
El tercer Diccionario, el de Paul Robert (1910-1980), el clásico Le Robert, es, como el de nuestra admirada lexicógrafa, obra de una sola persona. También él, desde la soledad y movido por el motor de la curiosidad, fue capaz de bordar y reagrupar las palabras sobre el bastidor de las nociones y las ideas. El suyo, se hace eco de ese espíritu que, desde el siglo XIX, modeló la urbe moderna, el laberinto enriquecedor, la inmersión en la masa, el detalle, el matiz que, más acá de lo monumental, configura la esencia del modo de vida de unos ciudadanos, la calle como un espejo en el que verse la cara. “Pasearse sin prisa, al azar, abandonándose a la impresión y al espectáculo del momento. Demorarse, complacerse en una suave inacción, una despreocupada lentitud”. Definido así, flâner es todo eso y más, según la sensibilidad del paseante, según su ensoñación y su capacidad de hablar con la gente y con la historia que las piedras encierran. Por más estrellas que tenga, ninguna guía urbana enseña esa existencia pública y hasta privada como callejearla, disfrazado de don nadie en la ciudad conocida o por conocer. Convencido de que ese es el calzado imprescindible para interpretarlas, me desorientan las voces, virtuales y portátiles, que ayudan a no perderse por ellas, como si perderse no fuera una forma de encontrarse. Ahora, además de estar guiados por un satélite cuando circulamos en coche, navegamos por los mares o exploramos las vastas extensiones de la Tierra, además de estar localizados por el invisible cordón umbilical del teléfono móvil, podemos entregarnos en manos del vigilante planetario para que nos tutele por entre las calles. Ya no identificaremos al paseante que, en todo caso, armado con un plano se distingue del transeúnte apresurado que, con la cabeza gacha, se desplaza con una finalidad determinada. Dando por sentado que cada uno es como es, confieso que me gusta andar por andar, sin rumbo fijo, que mis piernas solo obedecen al capricho de una esquina, al ambiente de un rincón, de un pasaje más o menos misterioso, al albur de la curiosidad y hasta de la ensoñación. Más pronto que tarde, al ritmo que el teléfono móvil se va apoderando de nuestras vidas y de sus imprescindibles secretos, el GPS de bolsillo robotizará el deambular despreocupado. La chaqueta o el bolso de mano emitirán una voz metálica que, desde la frialdad imperativa, nos ordenará: “gire a la derecha a unos 200 metros”, “a 50 metros a la izquierda encontrará la Puerta de Alcalá” o “la torre Eiffel”. Como tengo pocas dudas de que el uso de tal artilugio se ha generalizado, conseguiremos destruir otro de los pocos cabos que nos van quedando para comunicarnos con los demás, la posibilidad de entablar, aunque sea mínimo, un diálogo, romperíamos otro de los pocos puentes que aún existen para entrar en contacto con gente nueva y, por supuesto, para darnos de bruces con un paisaje urbano imprevisto, la fascinación que produce toparse con lo buscado, pero desde un ángulo diferente. Como automovilista o como peatón febril, es imposible dejarse seducir por una ciudad, ambos preocupados solo por llegar a la oficina, al colegio, al comercio... El tiempo del caminante es el barómetro de la libertad de su visión. Solo desde la mirada lenta y reposada podemos interpretar los guiños que nos hacen los ojos de la ciudad. A veces, los nombres de las tiendas o de las calles; en ocasiones, las placas conmemorativas de un personaje, de un acontecimiento o la estatuaria, la memoria petrificada de sus habitantes, todo ello dice mucho más que cualquier guía famosa. Hace ya unos cuantos años tuve la suerte de iniciarme en el vagabundeo callejero de la mano de una escritora como Nivaria Tejera. Sus miles de horas de vuelo rasante a través de París, al azar objetivo de los surrealistas, me han permitido conocer la epidermis y hasta alguna dermis de esa ciudad, el asalto de la sorpresa en lugares no privilegiados por la topografía turística, la belleza en los recovecos del decorado cotidiano, la escritura de una ciudad entre las páginas de su libro interminable.
El miedo a relacionarnos con los demás adopta cada día rostros diferentes, hocicos del temor a lo desconocido. Nos están cartografiando la vida, el paseo siempre incierto por la vida, estamos permitiendo que hasta el entorno más inmediato, la calle cotidiana, se convierta en una cámara al acecho. Pequeñas concesiones que, sin cesar y con la excusa de nuestra seguridad, nos están transformando en los seres más inseguros. La libertad que suponía el anonimato es una figura individual que ha entrado ya a formar parte del museo de cera de la civilización actual.
Puede leer aquí anteriores entregas de Antonio Álvarez de la Rosa:
- 27/02/20 Vivir y morir en paz
- 24/02/20 Jean Daniel: la exigencia moral
- 13/02/20 La política de la mentira
- 30/01/20 Camus está donde siempre
- 16/01/20 Proust: la memoria de la novela