Cuando ya hace más de un siglo que los postulados de Darwin han dejado de ser tesis y se han convertido en evidencias científicas, archidemostradas por la bioquímica y por la biología molecular, resulta que el fundamentalismo religioso vuelve a asomar su hocico de obtuso”

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor

26/03/20. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com nos habla sobre el retroceso científico que una parte de la población estadounidense está consiguiendo exportar al resto del mundo: “Los creacionistas creen que nuestro planeta fue creado ayer, o sea, hace...

...unos 10.000 años con humanos e inhumanos como nosotros. La ciencia, por su parte, ha demostrado que la Tierra tiene la friolera de unos 4.600 millones de años, que todos los seres vivos comenzaron su evolución a partir de microbios y que nosotros, los bípedos erectos, aparecimos hace unos 200.000 años, anteayer como quien dice, es decir, un montón de millones de años después de que los dinosaurios hubiesen desaparecido por el sumidero de la extinción”.

Retroevolución

Tenga el lector la amabilidad de poner en marcha su imaginación. Suponga cómo se le pondrían los pelos de la cabeza si hoy leyera en un periódico de cualquier país europeo que reputados científicos de alguna de nuestras reputadas universidades han tenido que salir a la palestra mediática para nadar contra los cientos de miles de personas que se oponen a los avances de la ciencia, contener el sunami de la ignorancia y, lo que es peor, las corrientes de opinión que desconocen su oscurantismo. Se enteraría de que numerosos conciudadanos quieren quemar, solo en la pira educativa, las teorías de Charles Darwin. Para insatisfacción de estos neoinquisidores, se tienen que limitar a sus ideas, porque el científico inglés empezó a criar malvas en 1882.

Este tipo de noticias, procedentes de los EEUU, permiten escuchar los crujidos de una sociedad cuyo escaparate mundial, no obstante, sigue siendo sinónimo de libertad, democracia, justicia, vanguardia científica y tecnológica, etc. Sin embargo, entre otras conquistas modernas, nos enteramos de que, en su trastienda, están empeñados, por ejemplo, en negar el evolucionismo y vender a los jóvenes alumnos la tesis del creacionismo, es decir, proclamar que el hombre y el universo son obras de Dios. En un primer momento, el lector miraría la fecha de la noticia por si se tratara de la reproducción de otra, aparecida hace más de un siglo. Comprobada su actualidad, sospecharía de un país en cuyo seno cultural todavía es necesario que los científicos tengan que perder el tiempo, el suyo y el de los demás, en contrarrestar ideologías, como mínimo, decimonónicas. Este dique de contención educativa no se ha construido desde ninguna universidad europea ni africana ni asiática. Apareció, ya hace años, en la página web de la Universidad pública de Berkeley (California). Cuando ya hace más de un siglo que los postulados de Darwin han dejado de ser tesis y se han convertido en evidencias científicas, archidemostradas por la bioquímica y por la biología molecular, resulta que el fundamentalismo religioso vuelve a asomar su hocico de obtuso (Al respecto, recomiendo la obra de Peter Atkins, El dedo de Galileo. Las diez grandes ideas de la ciencia. Este científico de talla mundial, catedrático de Química de la Universidad de Oxford, posee la rara habilidad de saber explicar lo que, para los profanos, es difícil de entender. Las simplezas de los creacionistas las despacha así en la página 24: “su incordio petulante e incesante y, lo que es aún peor, su distorsión de la evidencia nos hace perder el tiempo, son una pesadez y amenazan con impedir que la juventud perciba la verdadera maravilla de la creación”).

En el Museo de la Creación de Petersburg, Kentucky, Adán y Eva, la primera pareja de hecho del Paraíso, cohabitan con un dinosaurio sin que consten problemas de convivencia. Los creacionistas, que sustentan el tal museo de los horrores paleontológicos, creen que nuestro planeta fue creado ayer, o sea, hace unos 10.000 años con humanos e inhumanos como nosotros. La ciencia, por su parte, ha demostrado que la Tierra tiene la friolera de unos 4.600 millones de años, que todos los seres vivos comenzaron su evolución a partir de microbios y que nosotros, los bípedos erectos, aparecimos hace unos 200.000 años, anteayer como quien dice, es decir, un montón de millones de años después de que los dinosaurios hubiesen desaparecido por el sumidero de la extinción.

La segunda muestra procedente de ese mismo país es el terraplanismo, la abracadabrante estadística que muestra la idiotez de un 40% de jóvenes estadounidenses entre 18 y 24 años que están plenamente convencidos de que vivimos en un planeta plano y no esférico. Jóvenes que, por supuesto, han pasado por las aulas educativas en las que estudiaron el Sistema Solar y sus planetas, pero que prefieren confiar en lo que ven en YouToube.

Tercer botón del ancho muestrario de ese peligroso analfabetismo: el movimiento antivacunas. Del medio centenar de Estados que conforman esa nación, 46 de ellos autorizan exenciones religiosas en sus programas de vacunación y una veintena permite disculpas ideológicas para no prevenir muchas enfermedades.

Sé lo que nos repiten con machaconería cuando se critica este tipo de primitivismos estadounidenses. Es un país de contrastes, argumentan, no se puede generalizar, existen fanáticos, pero también una minoría selecta de pensadores, escritores y artistas de primera talla mundial. No solo no niego esto último, sino que lo suscribo. Eso sí, tamaña disparidad no me tranquiliza. Contrastes los hay en todos los países. Ciudadanos que se empapan de televisión basura, de telediarios tendenciosos, que te estampan su ignorancia en tu propia cara y se anestesian comprando; otros, los menos, que utilizan el arma del pensamiento crítico (Tautología, dicho sea de paso, porque no existe lo primero sin lo segundo). Sin embargo y en el mapamundi de la civilización, no sé de ninguno cuyos científicos tengan que tirarse a la arena mediática para oponerse a rancias creencias religiosas como la de estos antievolucionistas, antivacunistas y terraplanistas norteamericanos.

Mucho inquieta este panorama. La historia no se repite, pero tampoco dimite. Alemania, paraíso intelectual, científico y creador allá por los años 30, incubó en sus calderas sociales el huevo de una serpiente que acabó envenenando al mundo. El poder actual de los EEUU es, comparativa y proporcionalmente hablando, superior al que tuvo Alemania en aquellos años. Su capacidad de imposición y contagio es palpable en el día a día mundial. Entre los fotogramas de la factoría hollywoodense se cuelan ideas, consignas, fundamentalismos que acaban empapando al espectador mundial. Urge, por tanto, irse dando cuenta de que debemos situar a los EEUU en su debido sitio. Un país poderoso con el que no conviene enemistarse, un rico legado civilizador, pero también la suma de demasiados millones de ignorantes activos que, lo sepan o no, lo quieran o no, están al servicio de un sistema de vida que tratan de imponer a los demás habitantes del planeta. En el sentido de los valores espirituales, no todo lo que exportan es importable, no todo lo que reluce, ni mucho menos, es oro. Por ejemplo, su sistema educativo y sus valores sociales, paradigmas de la incultura mayoritaria, terreno en el que pueden anidar conceptos acientíficos, dogmas alimentados por cientos de torquemadas que venden sus creencias, desde púlpitos religiosos o mediáticos, como abalorios a los primitivos recién colonizados, humus sobre el que crecen todo tipo de supercherías. No en pueblos perdidos del profundo EEUU, sino en mecas del desarrollo como California, la quinta región más rica del mundo. Siendo cínicos, podríamos concluir que allá ellos con su analfabetismo galopante, que con su pan se coman esa bazofia cultural intragable. Sin embargo, uno no deja de comprobar que demasiadas olas sociológicas, nacidas en aquellas costas, acaban llegando a las nuestras. Es posible, por todo ello, que estemos asistiendo a una retroevolución, concepto que, por cierto, la biología desconoce.

Puede leer aquí anteriores entregas de Antonio Álvarez de la Rosa:
- 12/03/20 Callejeando por los diccionarios
- 27/02/20 Vivir y morir en paz
- 24/02/20 Jean Daniel: la exigencia moral

- 13/02/20 La política de la mentira
- 30/01/20 Camus está donde siempre
- 16/01/20 Proust: la memoria de la novela