La Ley 15/97, en vigor por tanto desde hace 23 años, era una bomba sanitaria que el coronavirus ha hecho explotar en nuestros pulmones. Dicha derogable Ley fue llevada al Parlamento por Romay Beccaría, ministro a la sazón de aquel gobierno de Aznar

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor

23/04/20. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com nos habla sobre Flaubert y la estupidez humana: “En medio de esta pandemia mundial y de sus, todavía, incalculables consecuencias, mira uno el ombligo de demasiados países y comprueba,...

...en efecto, que la estupidez no tiene límites y que, por si fuera poco, lleva años formando parte, junto con la ignorancia y la desmemoria, de una devastadora Trilateral”.

Un virus trilateral

En estos días de laica paciencia, cuando la procesión va por dentro y ni siquiera sabemos cuál es su recorrido, mantengo el privilegio de mirar el mar desde mi encierro -abierto refugio doméstico-, de vivir en compañía y muy bien acompañado, además de volar con las alas universales de la literatura de la mano de un gran novelista.

Aparte de ser un ejercicio de humildad, traducir es escribir lo que un escritor tradujo al reflejar con su poderosa escritura la visión del mundo que le tocó vivir. Tras muchos años de tenerlo muy cerca, llevo meses sentado en la misma mesa que Flaubert, despachando su Correspondencia, él en francés y yo en español, él en mitad del siglo XIX y yo en los confines de una epidemia mundial. Las cuatro mil y muchas cartas que envió constituyen una de las correspondencias más ricas que haya podido conocer. En cierta medida, su gigantesca compañía, la sombra de su sabiduría y, por qué no decirlo, la complicidad que hemos establecido desde que nos conocimos hace también medio siglo, año arriba, año abajo, influye en el color del cristal con el que sigo mirando la realidad que me rodea. Hace pocos días, como un mono del pensamiento saltando entre las lianas neuronales, relacioné la afirmación contenida en una carta suya con la reflexión del novelista Milan Kundera, contenida en un discurso pronunciado en 1985, durante la entrega del premio Jerusalén a la libertad.

En una carta, fechada el 19 de febrero de 1880, ¡hace casi siglo y medio!, Flaubert corre en auxilio de Guy de Maupassant, su ahijado literario en el que depositó toda su herencia novelística. El pobre Maupassant, antes de ser un escritor famoso y millonario, las pasó más que canutas y no solo económicamente. Enterado Flaubert de que el juzgado de una pequeña ciudad había iniciado un procedimiento judicial contra el periódico que había editado unos poemas de Maupassant, le escribe una carta que acabará siendo pública y que ayudará –luego dicen que la literatura no sirve para nada práctico- al sobreseimiento del caso. La indignación de Flaubert estallaba al final de su grito epistolar: “La tierra tiene límites, pero la estupidez humana es infinita”.
(Es, más o menos, lo que dijo o escribió Einstein no sé en qué año, pero desde luego en fecha muy posterior: “Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo; y no estoy seguro de lo segundo". En cualquier caso, ambos coinciden en el mal profundo que nos aqueja como seres humanos).

La necedad debió aparecer en cuanto nos bajamos del árbol y nos pusimos de pie. O sea, nada nuevo bajo el sol que nos acompaña. Sin embargo, hace más o menos dos siglos, empezamos a creernos que el problema de las sociedades radicaba solo en la ignorancia, inmensamente mayoritaria, de los seres humanos que en ellas convivían. De ahí la ilusionante idea, el motor supuestamente revolucionario que se puso en marcha tocando el botón de mando que llevaba inscrita la palabra educación. Ese fue uno de los dogmas laicos del siglo XIX y de buena parte del XX. Hasta que un heterodoxo como Flaubert insistió machaconamente –desde la ficción o desde sus cartas- que la estupidez es uno de los virus más corrosivos de nuestra condición, que repetir los tópicos, sin pasarlos por el tamiz de nuestra razón, traduce la dimisión del pensamiento. Como escribió Kundera, “el descubrimiento de Flaubert es más importante para el porvenir del mundo que las más inquietantes ideas de Marx o de Freud. Porque es posible imaginar el futuro sin la lucha de clases o sin el psicoanálisis, pero no sin la irresistible ascensión de las ideas recibidas, que, inscritas en los ordenadores, propagadas por los mass media, amenazan con llegar pronto a ser una fuerza que aplaste todo el pensamiento original e individual y ahogue así la esencia misma de la cultura europea de los tiempos modernos”.

En medio de esta pandemia mundial y de sus, todavía, incalculables consecuencias, mira uno el ombligo de demasiados países y comprueba, en efecto, que la estupidez no tiene límites y que, por si fuera poco, lleva años formando parte, junto con la ignorancia y la desmemoria, de una devastadora Trilateral, no la famosa de los negocios y las finanzas, sino la subterránea termita de la inteligencia y del civismo, o sea, “(d)el comportamiento propio de la persona consciente de sus deberes de ciudadano”, como define el Diccionario del español actual de Seco et alii.

De los demasiados ejemplos causados por esta Trilateral de las mentes, elijo el que es, ahora mismo, escenario en España -además de en buena parte del mundo- de miles de muertes, de millones de sufrimientos, abandonos, soledades y demás des-fallecimientos. Mi cabeza no es muy dada a retener cifras y por eso pulso un par de teclas para confirmar lo que recuerdo. La Ley 15/97, en vigor por tanto desde hace 23 años, era una bomba sanitaria que el coronavirus ha hecho explotar en nuestros pulmones. Dicha derogable Ley fue llevada al Parlamento por Romay Beccaría, ministro a la sazón de aquel gobierno de Aznar. Fue un error, perfectamente calculado, para favorecer a los empresarios de la sanidad privada. De inmediato, se empezó a sentir el desmantelamiento de la sanidad pública no solo en Madrid y Valencia, viveros de emprendedores, apegados, eso sí, a la teta del dinero público. A ese acuerdo parlamentario, conviene no olvidarlo, se sumaron políticamente todos los demás grupos, a excepción de Izquierda Unida y del Bloque Galego.

Ignoro en qué laboratorio ideológico se urdió la fórmula estupidez + ignorancia + canallas = resultados electorales. En el fondo, esa fórmula de la química política ya venía dando sus frutos en la vieja conjunción de necios y canallas, caracterizados ambos por no saber que lo son, pero vitaminándose los unos a los otros. De ahí que mi actual rabieta haya ido engordando en el transcurso de las cinco semanas en que, por más que me esconda, no dejo de percibir esta acongojante paradoja: estamos ¿todos? muy orgullosos del personal sanitario público y les aplaudimos a rabiar. Sin embargo, los resultados electorales en Madrid, durante este último cuarto de siglo, han seguido permitiendo que los artificieros de la implosión causante de tanta tragedia sigan campando por sus irrespetos políticos.

Puede leer aquí anteriores entregas de Antonio Álvarez de la Rosa:
- 26/03/20 Retroevolución
- 12/03/20 Callejeando por los diccionarios
- 27/02/20 Vivir y morir en paz
- 24/02/20 Jean Daniel: la exigencia moral

- 13/02/20 La política de la mentira
- 30/01/20 Camus está donde siempre
- 16/01/20 Proust: la memoria de la novela