“En la memoria agradecida de los que hemos pasado por las aulas –desde las de primaria hasta las universitarias- figura acuñado el nombre de, al menos, un docente admirable. En la mía hay media docena. Sin ellos, sería otra persona, no sé si mejor o peor, pero sí diferente”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor07/05/20. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com nos habla sobre Emilio Lledó, como escritor y como maestro: “A don Emilio Lledó le bastaron unos pocos cursos de estancia en la Universidad de La Laguna para sembrar y cosechar, para...
...situarnos a muchos en la estela de su escuela. Cuando, en el ámbito académico, uno presentaba sus cartas credenciales, te dabas cuenta de que ser alumno suyo era en sí mismo toda una marca de prestigio”.
La memoria de un maestro
En la memoria agradecida de los que hemos pasado por las aulas –desde las de primaria hasta las universitarias- figura acuñado el nombre de, al menos, un docente admirable. En la mía hay media docena. Sin ellos, sería otra persona, no sé si mejor o peor, pero sí diferente. Entre muchos descubrimientos, me enseñaron a admirar, consiguieron hacerme ver que la admiración es quizá la primera piedra en el edificio de toda educación. Para formarnos, debemos ad-mirar previamente. Si el maestro no nos embelesa, si no nos sorprende, deberíamos ser nosotros los primeros sorprendidos. En la tabula rasa sobre la que hoy se asienta la escuela –en el amplio sentido del término y, por supuesto, con las excepciones de rigor-, el deslumbre ante quien nos enseña ha sido sustituido, en general, por el encefalograma plano del pragmatismo impuro y duro. Casi siempre, se enseña para que el alumnado, dicen, sepa defenderse en la vida laboral, pero no para ser persona, para tonificar y muscular a diario el pensamiento y el sentido crítico. En lugar de reconocer al maestro, partimos de la base de que, simplemente, es un “colega”. Craso error, porque si no copiamos lo excepcional, no podremos, más adelante, crear nada nuevo. Si no conocen lo que otros hicieron con anterioridad, un carpintero o un escritor, un agricultor o un pintor, un químico o un físico solo son repetidores estériles.
La bienvenida decisión del CAL (Centro Andaluz de las Letras) de declarar a don Emilio Lledó como autor del año 2020 me lleva a recordar, en un permanente ejercicio de agradecimiento, el poco tiempo en que tuve el privilegio de gozarlo como profesor. En mi caso, bastó un curso universitario –el de 1963-1964- para que la huella siga reconocible en la Bolsa de mis valores cívicos. Su palabra, la oralidad de su pensamiento, nos dejó patidifusos. Si creyera en la psicofonía, me daría una vuelta por aquella aula de la universidad de La Laguna para tratar de registrar su voz suave y contundente cuyo sonido debía ser similar al que el flautista de Hamelin obtenía de su flauta. Si el de la leyenda alemana alejaba a las ratas del pueblo hasta ahogarlas en el río, el lenguaje del filósofo sevillano nos enseñaba otros caminos para ayudarnos a pensar por nuestra cuenta, a disolver los cuajarones que nos implantaban en el cerebro. Al escribir, me doy cuenta de que los resortes de la sinonimia han sacado a la superficie una de las preocupaciones actuales de nuestro pensador y académico de La Lengua. Hace una veintena de años, tuvo la generosidad de escribir un prólogo para un libro mío. En él, empleó la palabra “grumo”, la misma y en el mismo sentido que le escuché hace un par de semanas en Imprescindibles, un programa ídem de TVE, para seguir alertándonos sin desmayo. En el prólogo en cuestión escribía: “Leyendo sus páginas y con la visión del mundo que en ellas nos ofrece, no podía por menos de plantearme cómo se había forjado esa ideología tan abierta, cómo se había ido formando ese fondo personal que constituye las huellas “dactilares” de su inteligencia. Porque, como decía, es este uno de los temas esenciales de nuestra formación como personas. Para ello se necesita, entre otras cosas, no haber dado tiempo a que una educación fanatizada, discriminatoria y asustadiza haya ido formando esos grumos ideológicos que, a veces desgraciadamente desde la escuela, embadurnan nuestra capacidad intelectual y destrozan nuestra singularidad personal”. Esos “grumos” debían estar también en la mente del corrector de la editorial, del ultra corrector más bien, que sustituyó “grumos” por “grupos”. Pelillos a la mar de la creatividad…
A don Emilio Lledó le bastaron unos pocos cursos de estancia en la Universidad de La Laguna para sembrar y cosechar, para situarnos a muchos en la estela de su escuela. Cuando, en el ámbito académico, uno presentaba sus cartas credenciales, te dabas cuenta de que ser alumno suyo era en sí mismo toda una marca de prestigio, porque a quien a buen árbol se arrima,… Años aquellos de flaquezas económicas y de entusiasmos culturales e ideológicos, pobres pero ricos, años de silencio, pero también de bullicio. Poca agua y mucha sed cuando planeaba el espíritu de mayo de 1968 sobre algunos países europeos y aquí estábamos celebrando los 25 Años de Paz, o sea, en plena francachela propagandística del franquismo, desperezándonos de una larga noche totalitaria. Don Emilio fue uno de los pocos despertadores con que contábamos en la Universidad española.
Afortunadamente, su vida está siendo tan extensa e intensa que uno puede seguir comprobando la coherencia de lo que no deja de machacar en sus intervenciones, ya sea en libros, entrevistas, conferencias, artículos o en la intimidad amistosa de su casa. Por ejemplo, su rechazo a la tradición académica del examen. Recuerdo cómo, en aquellos años, nos sorprendió, incluso nos dejó con la mosca académica detrás de la oreja, su aviso de que él no haría examen. Incluso aunque el Teide hubiese entrado en erupción, no hubiéramos dejado de asistir, siempre entusiasmados, a sus clases. Además, a modo de examen, hube de leerme La Historia como sistema, de Ortega y Gasset. Era su forma pedagógica de recoger lo sembrado. Por eso, cada vez que veo esos ejemplares de tapas amarillas de la colección El arquero, mi memoria regresa al despacho en el que don Emilio, más que preguntarme, dialogó conmigo sobre esa obra.
Don Emilio deslumbra, además, con el poder de su escritura. La individualidad de su pensamiento encuentra en ella un poderoso altavoz. Como en Platón, su maestro griego, también en él la escritura nos sirve para sentirnos miembros de una comunidad cultural. Siendo individuos como somos, cada uno con su experiencia particular a cuestas, sus textos son el cimiento sobre el que se edifica la tradición colectiva. De ahí su denodado afán por la pervivencia de la memoria escrita, la literaria, suerte de antídoto contra la muerte social en un tiempo propicio sobre todo al poderoso caballero don olvido, jinete que galopa a lomos de las imágenes con que bombardean nuestra cotidianeidad. En su obra El surco del tiempo (ed. Crítica, 1992), Lledó evoca para el lector un episodio de La Odisea en que se nos narra la llegada de Ulises y sus compañeros a la tierra de los Lotófagos, voraces consumidores de una planta de sabor dulzón, incitadora de la amnesia. En ese ir y venir, que nuestro filósofo practica con la perspicacia del viajero avezado, se refiere a nuestro presente y nos espeta la siguiente reflexión, nada teñida de alarmismo: “Basta mirar en torno para descubrir, día a día y bajo formas sutiles, esta creciente invitación a la desmemoria. Una aldea global en la que, sin embargo, sus aldeanos apenas tienen cosas que contarse y que, en ocasiones, se convierte en violencia global también contra la memoria, en manipulación contra la inteligencia, y donde el horror y la muerte se congela y trivializa en miles de ojos acristalados y ofrecen la nueva y vana flor del olvido” (p. 13).
Alimentarse de pensadores como este maestro supone inyectarse vitaminas culturales. A lo ancho de su vida académica e intelectual no ha cesado de dar y de recibir. Ha transmitido el cultivo de la solidaridad, el benéfico virus del humanismo, de la tolerancia y de la duda metódica, purgante de cerebros, espantajo del tópico. En la fiesta de la enseñanza, ha recibido de sus alumnos el interés, el amor por saber, la amistad y la admiración, fortaleciendo la memoria de un pasado siempre presente.
Puede leer aquí anteriores entregas de Antonio Álvarez de la Rosa:
- 23/04/20 Un virus trilateral
- 26/03/20 Retroevolución
- 12/03/20 Callejeando por los diccionarios
- 27/02/20 Vivir y morir en paz
- 24/02/20 Jean Daniel: la exigencia moral
- 13/02/20 La política de la mentira
- 30/01/20 Camus está donde siempre
- 16/01/20 Proust: la memoria de la novela