Si nuestra memoria no se empapase en ese río diario del olvido, los resultados electorales, entre otras ventajas de la democracia, serían muy diferentes

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor

21/05/20. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com nos habla sobre la memoria, las clases sociales y Victor Hugo: “Antaño, el pobre se codeaba con el rico, el espectro se encontraba con la gloria, pero no se miraban. Pasaban de largo. De esa...

...forma, la cosa podía durar mucho tiempo. Sin embargo, en cuanto ese hombre se da cuenta de que esa mujer existe y esa mujer no se da cuenta de que el hombre está ahí, la catástrofe es inevitable”.

Darse o no darse cuenta

El ciudadano está sometido a una goma de borrar permanente. Existe un alzheimer político, una deliberada y continua estrategia para que la desmemoria nos desoriente, chaparrones de actualidad que nos obligan a pasar las páginas del inmediato pasado sin haberlas leído.

En las sociedades avanzadas, al igual que en la mitología griega –escaparate siempre actualizado de la condición humana-, nos seguimos moviendo entre Mnemosine y Leteo, entre la musa y el río, entre la memoria, fundamento de nuestra inteligencia, y las tranquilas aguas que hacían olvidar lo sucedido a quienes la bebían. Si nuestra memoria no se empapase en ese río diario del olvido, los resultados electorales, entre otras ventajas de la democracia, serían muy diferentes. Por ejemplo, en el caso de la Comunidad de Madrid.

Recuerdo la sala de espera de un hospital público más o menos a mitad del año 2012. Por aquellos días se oía, se leía, se veían los serruchos presupuestarios que comenzaban a desmoronar, entre otros edificios sociales, la sanidad pública. Comenzaban a engordar las listas de espera, enflaquecían el listado de personal, el número de quirófanos y consultas, se depauperaban las condiciones de trabajo, además de un largo y ancho etcétera de deterioro en nuestro ya entonces escuchimizado bienestar social. Quizá el ejemplo máximo de esta saña política se dio, durante esos y posteriores años, en la Comunidad de Madrid, gobernada por el PP desde 1995 hasta ahorita mismo, o sea, la friolera de 25 años. En los momentos dramáticos que vive ahora esa Comunidad, da escalofríos escuchar el altavoz cínico de los dirigentes de ese partido. (Para los que no consultan los diccionarios, cínico, en el de doña María Moliner, “se aplica a la persona que comete actos vergonzosos, particularmente mentir, sin ocultarse y sin sentir vergüenza por ellos”).

En estos días de mayo, viendo y, sobre todo, leyendo lo que sucede en algunas calles del barrio burgués por excelencia de Madrid, he recordado dos apuntes sociológicos de Victor Hugo (1802-1885). Entre otras cosas, porque no olvido que los seres humanos solo cambiamos por fuera. El siempre vivo escritor dejó miles de páginas sin publicar. Entre otras, las que se recogen en Choses vues (Cosas vistas), una colección de textos procedentes de sus Carnets, Diarios, recuerdos personales, publicados póstumamente, un río de tinta de un extraordinario hombre público, atentísimo observador de lo que sucedía en su entorno a lo ancho de su larguísima vida.

Cuando me siento sacudido o indignado por la marejadilla de la actualidad, suelo agarrarme a uno de los montones de salvavidas que aguardan entre las páginas de los libros queridos. He recordado dos apuntes que me voy a limitar a traducir para que el posible lector saque sus conclusiones.


En abril de 1832, la pandemia de cólera morbo llegó a un París en pleno carnaval y causó dieciséis mil muertos. Así de escueto y contundente lo anotó Hugo en su diario (Pg. 74):

“1 de abril de 1832
… Pobres miserables burgueses egoístas que viven felices y contentos en medio del pueblo diezmado, siempre y cuando la lista fatal del cólera morbo no haga mella en el Almanaque de las veinticinco mil direcciones”. (El tal Almanaque, por cierto, sigue existiendo a día de hoy, pero ha cambiado su nombre. Ahora se llama algo así como “Anuario mundano”, o sea, el listín de las familias que pertenecen a la buena sociedad francesa).

Si el conocimiento de la Historia nos sirviera para mejorar nuestro sistema de vida en sociedad, quizá podríamos darnos cuenta de lo decisiva que es la colectividad, esa que se organiza bajo el paraguas del Estado y los consiguientes servicios públicos que, por ejemplo, en España o en Inglaterra han sido carcomidos por los intereses privados.

Al ver el ensimismamiento de una ínfima parte de la sociedad madrileña, asustada desde mucho antes de la pandemia por el virus del comunismo que está a punto de romper España y de provocar una revolución fiscal que nos va a empobrecer a todos, he recordado la escena que describe Hugo en 1946, a la altura de sus 44 años, en el libro citado y en sus páginas 198-199:

“Ayer, 22 de febrero, me dirigía a la Cámara de los Pares. Por la calle Tournon vi venir a un hombre escoltado por dos soldados. Era un hombre rubio, pálido, delgado, huraño, de unos treinta años, el pantalón de tela muy gruesa, los pies desollados dentro de unos zuecos y unas sangrientas vendas alrededor de los tobillos que hacían las veces de calcetines; una camisa corta, manchada de barro por la espalda, señal de que, normalmente, se acostaba en el suelo; la cabeza descubierta y con los pelos erizados. Llevaba un pan bajo el brazo. A su alrededor, el pueblo comentaba que había robado ese pan y que por eso se lo llevaban. Al pasar por delante del cuartel de la policía, uno de los soldados entra y el hombre permanece en la puerta, custodiado por el otro soldado.

Un coche se había detenido ante la puerta del cuartel. Se trataba de una berlina blasonada y con los faroles rematados por una corona ducal, tirada por dos caballos grises y con dos lacayos en polainas situados en la parte de atrás. La mirada del hombre, fija sobre ese coche, atrajo la mía. En él iba una mujer tocada con un sombrero rosa, con un traje de terciopelo negro, fresca, blanca, hermosa, resplandeciente, riendo y jugando con un encantador niño de dieciséis meses, oculto bajo las cintas, encajes y pieles.

Esa mujer no veía al hombre terrible que la miraba.

Me quedé pensativo.

Para mí ese hombre había dejado de ser un hombre, era el espectro de la miseria, era la aparición, deforme, lúgubre, a plena luz del día, a pleno sol, de una revolución aún sumida en las tinieblas, pero cercana. Antaño, el pobre se codeaba con el rico, el espectro se encontraba con la gloria, pero no se miraban. Pasaban de largo. De esa forma, la cosa podía durar mucho tiempo. Sin embargo, en cuanto ese hombre se da cuenta de que esa mujer existe y esa mujer no se da cuenta de que el hombre está ahí, la catástrofe es inevitable”.

Puede leer aquí anteriores entregas de Antonio Álvarez de la Rosa:
- 07/05/20 La memoria de un maestro
- 23/04/20 Un virus trilateral
- 26/03/20 Retroevolución
- 12/03/20 Callejeando por los diccionarios
- 27/02/20 Vivir y morir en paz
- 24/02/20 Jean Daniel: la exigencia moral

- 13/02/20 La política de la mentira
- 30/01/20 Camus está donde siempre
- 16/01/20 Proust: la memoria de la novela