“Cuando uno publica periódicamente un artículo, tiende a mantener siempre abierta la ventana de la curiosidad por la que entran hechos y opiniones que se van depositando en las cajitas de un mueble mental”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez de la Rosa
El escritor es un traductor28/01/21. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife Antonio Álvarez de la Rosa en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la sociedad española: “La España de hoy ya no parece impulsada por vientos de confianza optimista como hace un par de décadas, pero sí hemos dejado atrás los complejos de inferioridad...
...que nos asaltaban al contemplarnos en los espejos extranjeros. Ahora, cuando hasta hace poco traspasábamos nuestras fronteras, no sé si lo hacíamos hinchando el pecho, pero sí, al menos, con la carita recién lavada”.
Mal de hartura
La memoria de mi ordenador, siempre tan servicial, me ha jugado una inquietante pasada. Bien es verdad que es mucho lo almacenado en sus cibernéticas neuronas y en sus rapidísimas sinapsis para que su “amo” esté satisfecho. Esta penúltima semana de enero empecé a notar que mi ánimo ciudadano se ensombrecía y mi talante se encorajinaba. Se lo decía al ordenador y, cara a cara, al Mediterráneo, les comentaba los demasiados navajazos políticos y las innumerables declaraciones que demuestran la imprescindible y acuciante necesidad de una ley que regule los procedimientos de una severa ITV a los conductores de la estupidez. (Todos deberíamos pasar, periódicamente, por una serie de pruebas que, en la medida de lo imposible, midan nuestro nivel de tontería. Si el resultado es catastrófico, si tenemos desviados los ejes de nuestra carreta mental, siempre nos quedará el consuelo de opinar en el ámbito doméstico o en los predios de la amistad, pero no en el de la gestión pública ni utilizar la tecnología que permite convertir en meme una memez de alcance planetario). En resumen, dado mi abatimiento cívico, a punto estuve de republicar un artículo fechado el 14 de enero de 2006, de rehartarme y, en consecuencia, de deducir que “este país no tiene remedio...”. Lo había titulado Harto, porque por aquellos lejanos días mi estado de ánimo era el mismo, a resultas de disparates como, por poner un par de ejemplos, la de un señor del que ya nadie habla y que acababa entonces de sentenciar que “Zapatero es lo peor que le ha ocurrido a España después de Tejero” (José Manuel Soria) y la también intencionada tontez del presidente de un órgano tan esencial como el Tribunal Supremo: “Si estuviera ejerciendo en Cataluña aprendería catalán, pero como un enriquecimiento personal, como me gustaría cuando voy a Andalucía saber bailar sevillanas” (Francisco J. Hernando Santiago).
Cuando uno publica periódicamente un artículo, tiende a mantener siempre abierta la ventana de la curiosidad por la que entran hechos y opiniones que se van depositando en las cajitas de un mueble mental. Al llegar el momento de la verdad y tener que elegir sobre qué escribir, uno las abre, sopesa los temas y ¡a remar! Esta semana pasada, sin embargo, tuve que ensanchar la capacidad de almacenaje de ese fichero. Al sopesar las distintas posibilidades de abordar la actualidad sentí que me deslizaba por la pendiente del desasosiego enrabietado. Solo en el ámbito de España, conté una decena de despropósitos. Desde Madrid, convertida en ombligo de España hasta el consejero de Sanidad de la Junta de Andalucía -cansado, supongo, de expresarse científicamente, despreciaba el 20% del vial de una vacuna al calificarlo, en lenguaje tabernario, como “un culillo”-, pasando por la aparente ignorancia de Pablo Iglesias al comparar la fuga de un tal Puigdemont con el exilio republicano, provocado por el golpe de Estado de 1936 y acabando, es un decir, en la inmoralidad de los que se saltan la cola de la vacuna, incluida la cúpula militar (en mis muy lejanos tiempos de la mili, existía una norma, supongo que no escrita, por la que los jefes, por ejemplo, probaban la comida antes de que la tropa se sentara a la mesa del rancho). Sin embargo, vencida la tentación del catastrofismo, procuré resguardarme de la lluvia pertinaz con que nos empapan desde demasiados medios de comunicación, sacar la cabeza por encima de la niebla diaria del miedo y del susto y poner el oído y la sensibilidad en lo esencial de la vida íntima y social, porque empezaba a estar harto de no escuchar lo que de excelente tiene este viejo país, de comprobar la ignorancia y el desdén periodístico y político que consiguen que apenas aparezcan en la pantalla de la actualidad los que hacen posible que España funcione y progrese, los ciudadanos que tejen a diario el tapiz colectivo y consiguen una sociedad más tolerante de lo que nos transmite tanta gente alimentada solo de tuits, de guasapes, de radios, televisiones y diarios manipulidos y manipulados.
Si hablamos de ese paisanaje esencial, es decir, de los que a diario y desde tantísimos sectores trabajan por aceitar nuestra convivencia, creo que los problemas de España no se diferencian de los de nuestros vecinos. A pesar de proyectos de Estatutos más o menos arriscados, pero siempre tutelados por nuestro ordenamiento constitucional, a pesar de heridas de la dictadura cerradas en falso, de memorias y desmemorias, a pesar de bastantes y dolorosos déficits sociales enquistados en nuestra estructura social, en gran medida derivados de nuestra historia, reciente y lejana, ‘grosso modo’ no estamos tan lejos del nivel de bienestar de los principales países europeos. La España de hoy ya no parece impulsada por vientos de confianza optimista como hace un par de décadas, pero sí hemos dejado atrás los complejos de inferioridad que nos asaltaban al contemplarnos en los espejos extranjeros. (Nos hemos ganado a pulso el hecho de que nadie nos pueda comparar, por ejemplo, con una Holanda cuyo gobierno ha tenido la desvergüenza racista de machacar económicamente a miles de emigrantes. ¿Qué fue, ¡ay!, de aquel país donde había tanta tolerancia como bicicletas y canales?) Ahora, cuando hasta hace poco traspasábamos nuestras fronteras, no sé si lo hacíamos hinchando el pecho, pero sí, al menos, con la carita recién lavada. Frente a esta constatación, más o menos objetiva y contrastable, frente a la normalidad de la calle –incluso a la anormal normalidad de algunos de nuestros comportamientos, típicos de las sociedades hipermodernas- y la discreta admiración con que nos miran desde otras ventanas ajenas, día a día alguien ha decretado que se instale la bulla en el patio de nuestra discordia. Ni siquiera una pandemia tan peliaguda como la que nos tiene atrapados está siendo capaz de instaurar la palabra, el debate racional y democrático. Han sido sustituidos por el griterío, el insulto, la machada, aliñados por nuestra tan castiza testosterona. España tiene un fondo histórico guerracivilista que, quizá como en ningún otro país de nuestro entorno, hace que sea más necesaria la vuelta al diálogo, camino nada fácil, empedrado de desencuentros, pero inesquivable, si no queremos tirar por la borda lo atesorado en estos años de democracia. Estoy harto, en resumen, de que algunos enarbolen dogmas, de que los empuñen como espadas ideológicas, en lugar de esforzarse en allanar los territorios del encuentro.
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