“Las palabras son la única herramienta de la que disponemos para pensar, capacidad esencial del ser humano para que no le engañen más de la cuenta”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez
El escritor es un traductor
16/09/21. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre el libro Palabras para la resistencia. Sobre poesía y otras trincheras, de Jordi Virallonga: “En el improbable caso de que consiguiéramos vivir en un mundo mejor, más justo y sensible, sería muy...
...recomendable promocionar este libro entre quienes tienen avitaminosis poética. El ojo ciego de, al menos, la mitad de nuestros conciudadanos sigue considerando la novela y, sobre todo, la poesía como pasatiempos, evasiones de la realidad o, siendo generosos, como inútiles refinamientos”.
Para empezar, la poesía
Un libro en cuya portada figuran dos vocablos como “palabras” y “resistencia” resulta una tentación lectora casi irresistible. Hay que estar muy anestesiado para no despertarse con esos dos estímulos, para no aferrarse a esas balsas salvavidas. Si en el subtítulo aparecen, además, “poesía” y “trincheras”, es como para tirarse de cabeza al mar de su lectura. Y esto es lo que me ocurrió con Palabras para la resistencia. Sobre poesía y otras trincheras, publicado por EDA hace unos meses. Las palabras son, sobre todo, las del poeta y profesor Jordi Virallonga, en respuesta a las atinadas preguntas e intervenciones de José Antonio Jiménez, agudo lector y buen conocedor de la obra del primero (Por cierto, tuve un amigo, poeta y psiquiatra, que solo leía las entrevistas si las preguntas eran inteligentes).
En el improbable caso de que consiguiéramos vivir en un mundo mejor, más justo y sensible, sería muy recomendable promocionar este libro entre quienes tienen avitaminosis poética. El ojo ciego de, al menos, la mitad de nuestros conciudadanos sigue considerando la novela y, sobre todo, la poesía como pasatiempos, evasiones de la realidad o, siendo generosos, como inútiles refinamientos. Otrora, en la historia de Europa se prohibían novelas y poemas por su peligrosidad social, por atentar contra la moral y las buenas costumbres de los biempensantes (Quizá los dos casos más sonados que aún retumban en los Anales de los censores ideológicos -testaferros del poder que pensaban más con el culo que con la cabeza- sean los de Madame Bovary, la novela de Flaubert, y Las flores del mal, el poemario de Baudelaire, escritores ambos obligados en 1857 a sentarse en el banquillo judicial). Hoy ya no es necesaria tal lejía penal para limpiar la mente de la ciudadanía, porque “dominadores y dominados tiran en la misma dirección”, apunta Virallonga a las primeras de cambio, al resumir una iluminadora reflexión de Tolstoi (1828-1910). La desconocía y la transcribo para quien se despiste y no entre a participar en la conversación de este libro: “Los hombres de la Europa liberal (…) se creen completamente libres, como los bueyes en el prado del carnicero. Y, sin embargo, tal vez nunca el despotismo del poder ha causado tantas desgracias a los hombres como ahora, ni les ha despreciado tanto como hoy. Nunca el descaro de los violadores y la cobardía de sus víctimas ha alcanzado el grado que contemplamos (…). Nunca la violencia del poder y la depravación de los dominados llegaron a tal extremo” (p. 27). Se refería el novelista ruso al panorama político de comienzos del siglo XX. Que deduzca el lector de nuestros días si nuestro paisaje social, subterráneo y hasta superficial, ha mejorado al respecto. En cualquier caso, creo que la mayor parte de las páginas de Palabras para la resistencia es un aldabonazo que puede desperezarnos de tanta somnolencia inducida en “esos nuevos ciudadanos deslavazados que apuestan por vivir desgajados de su propia historia” (p, 35), como afirma el poeta Virallonga al criticar la pasividad acrítica de los pacíficos -aquellos que hace unos cuantos años se autocalificaban de apolíticos-, que parecen no romper un plato, pero contribuyen a hacer añicos la vajilla entera de nuestra casa común. Los lectores que escuchamos este diálogo podemos sentirnos ayudados a corregir lo que no nos gusta, porque lo primero es llamar a las cosas por su nombre, sacudirnos la polvacera de una lengua manipulada sin cesar. Si, por ejemplo, para utilizar un sinónimo de “libertad”, en lugar de “independencia” o “emancipación”, empleamos el término “terraza” y nos sentamos tan tranquilos a tomarnos una caña, ¿cómo contribuir a cambiar lo que nos disgusta? Conviene no olvidar que sin conocer el significado de las palabras no hay posibilidad alguna de construir el pensamiento. ¿De qué nos sirve entonces tanta información envuelta en el celofán de palabras engañosas? Al respecto, recuerdo a mis alumnos de Filología preocupados porque con frecuencia les preguntaban para qué servían esos estudios. Les respondía que las palabras son la única herramienta de la que disponemos para pensar, capacidad esencial del ser humano para que no le engañen más de la cuenta. Imaginen, les añadía, qué cara pondría un ingeniero de Caminos, o como se llamen esos estudios ahora, si le preguntaran para qué sirve el hormigón. De ahí la oportuna referencia a la reflexión del poeta Mallarmé: “Los versos no se hacen con ideas, sino con palabras”.
Por supuesto, ninguno de los dos interlocutores de esta larga y fecunda charla cae en la tentación de afirmar que la poesía puede ser un arma cargada de presente, capaz de enderezar el rumbo del mundo y, mucho menos, revolucionarlo. Convencido como estoy de que, esencialmente, el ser humano no ha cambiado desde que se puso de pie y echó a andar por los caminos del poder, de la esclavitud, de la codicia y de la estupidez, la poesía solo le resulta útil a quien acaba dándose cuenta de que todo empieza a desmoronarse cuando la lengua ya no sirve para expresar lo que de verdad encierran las palabras. O sea, para empezar, la poesía, porque es tal nuestra pobreza lingüística que necesitamos a los poetas para que nos traduzcan lo que no sabemos expresar. Si el amor y, desde luego, el desamor, la soledad, la alegría, la angustia por el paso del tiempo, el hermoso guiño de una flor, el rumor de la caleta, el cardado de las nubes o el contenido de un llanto fueran fáciles de definir, ¿para qué los poetas y por qué nuestra continua necesidad de conocer las otras caras de la poliédrica realidad? Si supiéramos mirar, quizá los poetas sobraran. Ya se lo escribió Flaubert a su amigo Le Poittevin: “Para que algo sea interesante, basta con mirarlo intensamente” (16.9.1845). Y, sin embargo, la poesía, más allá de la que está escrita para ser leída, se halla, como Dios para los que creen en él, en todas partes. Te la puedes encontrar al abrir la ventana mañanera, en el canto chulillo de los gorriones, en un gesto cotidiano de tu entorno familiar: en un beso, una sonrisa, una mirada de complicidad amorosa. Ahí y en mil sitios más, siempre que no estemos aquejados de presbicia emocional, cada vez que abramos los ojos para re-crearnos en lo que tenemos más cerca.
Gaston Bachelard, el filósofo-poeta, remedando el texto francés del viejo Padrenuestro, pedía a los dioses de la poesía que, en lugar de “el pan nuestro de cada día dánosle hoy”, le otorgaran también el privilegio de concederle “el poema cotidiano”. No me considero lo suficientemente experto como para sugerir a los cientos de responsables culturales de nuestra estructura política una programación que haga más viable, más rentable la poesía. No obstante, a falta de “madurar las líneas básicas de actuación”, se podría pensar en una campaña de difusión, de concienciación –sugiero el título de “la poesía siempre a tu lado”—de la importancia del hecho poético. O, en el fondo, todo podría ser más sencillo. Quizá si antes de salir de casa o incluso en el cubículo diario del transporte, leyéramos un trozo de vida poética, otro gallo social nos cantaría. ¿Por qué no, asimismo, en la hora del recreo laboral, una pausa para el encuentro con un pequeño poema, una mano tendida que nos puede descubrir aspectos nuevos en terrenos que ya creíamos requeteconocidos? ¿Un librito con versos en el bolso o en el bolsillo de la chaqueta, dos días a la semana, allí donde solemos cargar con el móvil?
En cuanto me leí, casi de un tirón, las 130 primeras páginas de Palabras para la resistencia, me di cuenta de que estaba sentado a la mesa de un libro/diálogo en el que podía intervenir, interactuar, asentir y hasta discrepar. Pocas veces encontré líneas neutras, planas. Las tengo muy subrayadas, porque los interlocutores no dan tregua. Este libro tiene páginas tras cuya lectura todo lector agradecido debiera pararse y aplaudir, así, sin recato, en su soledad entusiasmada. Por ejemplo, al final de la p. 70 que -con perdón por la pedantería- podría haber firmado el mismísimo Flaubert, porque Virallonga, mediante el ejemplo de un verso propio, detalla la lucha titánica del poeta por alcanzar la inalcanzable perfección: “Los trabajo muchísimo antes de publicarlos. Los grabo, los escucho, los digo en voz alta, los corrijo de nuevo y cuando empiezo a componer un libro, esté donde esté voy dándole vueltas y vueltas”. Receta profesional que convendría recomendar a muchos, a demasiados escritores que publican a borbotones.
No puedo decir que haya leído mucha reflexión sobre la poesía, aunque tengo claro la que me gusta y me atrapa, pero la conversación de estos dos poetas resistentes me ha resultado tan nutritiva y enriquecedora que alguien debería convertirla en una obra de teatro. Imagino a dos actores potentes de presencia y de esencia -Josep Maria Pou y Josep Maria Flotats, por ejemplo-, y a un director de escena como este último, capaz de agilizar el movimiento escénico para renovar la savia del diálogo. El título está servido en la propia portada del libro: Palabras para la resistencia.
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