“La lavadora del sistema centrifuga sin cesar a mujeres y niños que, como en el caso de esta película, ni siquiera tienen la posibilidad de escaparse de un cepo social endemoniado”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez
El escritor es un traductor
03/02/22. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la película ‘Un puerto de Normandía’, de Emmanuel Carrère: “Si uno solo va al cine para “pasar el rato”, o sea, con la intención de chutarse en la vena ideológica una dosis de ficción tranquilizadora, debe...
...abstenerse de ver una película como Un puerto de Normandía, retrato de un sector del esclavismo laboral de nuestros día”.
La lavadora del sistema
Si uno solo va al cine para “pasar el rato”, o sea, con la intención de chutarse en la vena ideológica una dosis de ficción tranquilizadora, debe abstenerse de ver una película como Un puerto de Normandía, retrato de un sector del esclavismo laboral de nuestros días, dirigida por Emmanuel Carrère. Por supuesto, si no rehúye levantar las tapas de las alcantarillas y contemplar lo mucho que de subterráneo hay en la sociedad dizque desarrollada, debe darse una vuelta, sentado en una cómoda butaca, por los muelles de Caen, subirse al ferry que une Francia con Inglaterra y dedicarle unos minutos de ese viaje virtual a pensar en el milagro de encontrar limpios sus camarotes. Por mi parte, procuro no desaprovechar las contadas ocasiones en que el cine permite asomarse al abismo sobre el que habito para conocer mejor lo que tapa la ceguera de nuestra miopía y la anosmia de nuestro olfato mental, cómplices sociales del desmontaje del Estado del bienestar. La película de Carrère, magníficamente interpretada incluso por las actrices no profesionales, es un puñetazo en el estómago asustado de nuestro occidente rico, la incursión en un hábitat paralelo al nuestro, indispensable para la vida cotidiana, pero invisible. Lo que vemos en la película es lo que no vemos en la realidad: cuadrillas de mujeres, las agentes de la limpieza, como ellas mismas se llaman ahora en Francia -denominación eufemística en busca de una mínima dignidad-, que se levantan a las 4 de la mañana, viven en el extrarradio de una ciudad, han de recorrer una media de 100 kilómetros, terminan su jornada de trabajo sobre las 19 horas, es decir, de noche cerrada en esas latitudes y se dejan la salud, la física y la mental, por un mísero sueldo, tras limpiar en minuto y medio cada uno de los 300 camarotes del barco que vuelve a zarpar con una puntualidad implacable.
Cuando en España ni siquiera una mínima reforma laboral es capaz de conseguir un consenso mayoritario en el Parlamento, mientras nos inoculan innumerables miedos e incluso llegamos a sentirnos culpables de las tiránicas condiciones de trabajo que sufre un tercio de la población, protociudadanía que vive, sin vivir, en los márgenes, la lavadora del sistema centrifuga sin cesar a mujeres y niños que, como en el caso de esta película, ni siquiera tienen la posibilidad de escaparse de un cepo social endemoniado.
Sale uno del cine y busca, ingenuamente, ver en la mirada de los demás la inquietud y el poso amargo que deja haber compartido, aunque solo sea durante un rato, la soledad y la humillación de ese tipo de trabajo, expresar la sensación de que situaciones similares a las de la película ocurren en tu inmediato entorno. Al reintegrarme a la calle, sospecho que la ficción cinematográfica ha conseguido lo que la realidad esconde: uno es capaz de emocionarse y enrabietarse a la vista de esas esclavas de los tiempos modernos. Poco después, los altavoces periodísticos siguen anunciando que la economía global atraviesa alguna que otra marejadilla, pero sigue viento en popa, porque la maquinaria productiva está muy aceitada y porque la seguridad social (con minúsculas), que debe ser Seguridad y Social (con mayúsculas), se degrada a ojos vistas.
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