“Y es que impunidad y poder -cualquier poder- son casi redundantes. El poderoso se siente a salvo, porque no hay más verdad que la suya”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez
El escritor es un traductor
28/04/22. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre el poder: “Si simbolizamos el poder en quien lo ejerce desde la acción política, es fácil comprobar, aquí, allá y acullá, su inexorable alejamiento de la realidad por más que esté rodeado de una guardia...
...pretoriana de asesores o consejeros. Puede llegar a grados de estulticia que esa misma persona no reconocería como suya, si no estuviera cegada por la luz de su entronización, real y emocional”.
El semáforo del poder
A lo largo de la vida cambiamos de costumbres sin que, al principio, apenas nos demos cuenta. El proceso suele ser lento, porque se trata de una masticación pausada, incluso silenciosa para uno mismo. Poco a poco, sin embargo, la carne se hace verbo y la muda subterránea emerge a la superficie y necesitamos explicárnosla. En mi caso, no es que me haya despertado siendo una especie de escarabajo, como Gregorio Samsa en La transformación de Franz Kafka, alterando además la vida de mis próximos e incluso de mis prójimos. Lo mío ha sido un proceso -de momento tampoco sin consecuencias kafkianas- que ha ido yendo desde un ardor periodístico primero, de duermevela informativa después, hasta hace unos pocos años en los que me ido despegando de la pantalla televisiva para centrarme, casi exclusivamente, en la comunicación escrita y en papel. Sin perder la conciencia, pero amodorrado aún por el hábito, empecé a notar que se me nublaba la vista crítica y que el vocerío tertuliano se convertía en molestos acúfenos informativos. Tanto en la radio como en la televisión empecé a notar el insoportable deterioro lingüístico, sintáctico y semántico de los noticieros.
Nunca he sido radioadicto, ni antes ni durante la tecnología del podcast, o sea, de la posibilidad de grabar lo apetecido y escucharlo a voluntad. La televisión, por su parte, me interesa, sobre todo, porque es una pantalla casera -importancia esencial en tiempos muy, muy caseros- que permite ver el cine interesante y los documentales que, entre didácticos y entretenidos, enseñan la mejor cara del mundo. La peor, la conozco ya hace muchos años o, mejor dicho, desde que he leído lo suficiente para saber que, en cuanto nos echamos a andar por los caminos de la especie humana, no hemos cambiado esencialmente. De ahí, por ejemplo, que observe como algo déjà vu, ya visto, pero sobre todo ya leído, la actual y creciente desafección ciudadana por nuestras actuales democracias, por las urnas, el hastío provocado por los desvaríos del poder y el consiguiente descrédito de la actividad política. Por eso, recuerdo estos días una sátira política, una novela que casi ha cumplido dos décadas. En el momento de su publicación fue etiquetada como “una visión futurista”, puesto que hablaba de los problemas sociales y políticos del Méjico de ahora mismo. Me refiero a La silla del águila, título que tiene todo que ver con la silla presidencial de ese país. “Lo malo del poder -así se lo espeta una de las protagonistas a su antiguo amante que aguarda su momento en la antesala del poder presidencial- es que te da una sensación irremediable de impunidad. Una va perdiendo la dirección debido a la costumbre del poder mismo”. Y es que impunidad y poder -cualquier poder- son casi redundantes. El poderoso se siente a salvo, porque no hay más verdad que la suya. Si dudara y tuviera en cuenta otra visión crítica, el cemento del poder se le resquebrajaría. Ya lo dijo Orwell, el novelista inglés cada vez más moderno: “La libertad es poder decir a los demás lo que no quieren oír”. De ahí las fatales relaciones mantenidas desde siempre entre quien manda en política y el intelectual, el ciudadano provisto solo de su conocimiento y del hormigón de su independencia. En esa disección novelesca sobre la autoridad que escribió Carlos Fuentes, con bisturí de pensador y técnica de narrador, dice el asesor del presidente de Méjico: “El político puede pagarle al intelectual. Pero no puede confiar en él. El intelectual acabará por disentir y para el político esto será siempre una traición. Malicioso o ingenuo, maquiavélico o utópico, el poderoso siempre creerá que tiene la razón y que el que se opone a él es un traidor o, por lo menos, alguien dispensable”.
Si simbolizamos el poder en quien lo ejerce desde la acción política, es fácil comprobar, aquí, allá y acullá, su inexorable alejamiento de la realidad por más que esté rodeado de una guardia pretoriana de asesores o consejeros. Puede llegar a grados de estulticia que esa misma persona no reconocería como suya, si no estuviera cegada por la luz de su entronización, real y emocional. Hace años, por ejemplo, leí las declaraciones de una ministra austriaca de Educación a propósito de los jóvenes, de los bienes de que gozaban, de sus buenas perspectivas para el futuro, según ella, y también de su sexualidad desaforada. “Vicio” este al que, por cierto, pretendía sacarle rentabilidad fiscal, pues proponía una especie de impuesto sobre los condones. Cito este despropósito entre otras cosas para recordarme que en todos los fuegos políticos se pueden cocer las mismas o parecidas habas de la estupidez. Y es que, como decía el filósofo Alain en una de sus magníficas reflexiones sobre el poder, “no hay hombre en el mundo que, pudiéndolo todo y sin control, no sacrifique la justicia a sus pasiones”.
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