Si, como peatón, levantáramos la vista de la pantalla móvil y, en la medida de lo posible, nos limpiáramos las gafas del fanatismo, del reconcome o, más esencialmente, de nuestra ignorada ignorancia, quizá alcanzaríamos a ver y a disfrutar cómo se han normalizado determinados cambios sociales muy positivos

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez
El escritor es un traductor

20/10/22. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre el papel de los padres: “Para que este cuadro paterno-filial haya dejado de ser una novedad, han tenido que cambiar multitud de cosas y que, por ejemplo, desde la mesa del Consejo de ministros, se...

...puede demostrar, en la realidad diaria, que un Estado asistencial es capaz de proteger la igualdad entre el hombre y la mujer para que sea ahora la que hubiera debido ser desde hace muchísimos años”.

La meta es un verso

A poco que uno se fije en los detalles, andar por la ciudad puede revelar mucho más que el batiburrillo de noticias con que nos desnutren desde telediarios raquíticos y demás emisores subinformativos, cuando no descaradamente falsarios y manipuladores. Si, como peatón, levantáramos la vista de la pantalla móvil y, en la medida de lo posible, nos limpiáramos las gafas del fanatismo, del reconcome o, más esencialmente, de nuestra ignorada ignorancia, quizá alcanzaríamos a ver y a disfrutar cómo se han normalizado determinados cambios sociales muy positivos. En un par de salidas a la calle diaria es fácil detectar, mucho más allá de lo anecdótico, la solidez de nuevos comportamientos ciudadanos. Por ejemplo, las tres vibraciones que sentí en mi sismógrafo urbano que, en este caso, reflejaban las réplicas laborales y cívicas de una Ley que, respecto al empleo, busca la igualdad de trato y oportunidades entre hombres y mujeres.

Caminaba, a media mañana, detrás de un padre joven que empujaba un carrito de niños. Cuando se detuvo en mitad de una ancha acera y me disponía a rebasarlo, observé que, con mimo y sin prisas, ponía en horizontal el lecho en el que iba plácidamente dormido, pero algo encogido, su bebé. Me enterneció la escena, recordé dos versos de Miguel Hernández –“Alondra de mi casa,/ríete mucho”-, seguí caminando y, enseguida, la emoción fue desplazada por la reflexión (Como ya sabían los peripatéticos griegos desde los tiempos de Aristóteles y recomiendan los neurólogos, pasear es una buena gimnasia para las piernas y para el pensamiento).

En la frutería del barrio, mientras espero a que me atiendan, observo a otro padre joven que, mientras va desgranando su compra, mira con frecuencia al crío que duerme como si reinara el silencio a su alrededor. La tendera, coherente con la fuerza de la costumbre de no fiarse de los hombres respecto al cuidado de la prole, le suelta al papá novato una retahíla de recomendaciones del tipo “cuando llegue a su casa, no saque al niño del carrito para que pueda seguir durmiendo”. Ignoraba la dependienta que el responsable progenitor estaba muy bien adiestrado por su pediatra… Educadamente, se lo explicó.


Al día siguiente, el escenario de esta transformación social tuvo lugar en el interior de un autobús. En esta ocasión, la protagonista fue la pareja. Él cargaba con dos niños: uno en su mochila y el otro en el carrito. Mientras tanto, ella hablaba por teléfono sobre reuniones de trabajo...

Pensé, de pronto, en cuántos países no es posible contemplar estas situaciones, sencillos fotogramas que reflejan un permiso de paternidad, toda una legislación laboral que está logrando que esta nueva estampa familiar empiece a ser normal en España. Eso sí, para que este cuadro paterno-filial haya dejado de ser una novedad, han tenido que cambiar multitud de cosas y que, por ejemplo, desde la mesa del Consejo de ministros, se puede demostrar, en la realidad diaria, que un Estado asistencial es capaz de proteger la igualdad entre el hombre y la mujer para que sea ahora la que hubiera debido ser desde hace muchísimos años.

Como los galgos que siguen a la liebre mecánica y nunca la atrapan, trato de no perder de vista los cambios tecnológicos que puedan resultar beneficiosos a mi forma de ver y vivir la vida, la privada y la social. Procuro también olfatear y evitar los que, en el mismo sentido, me parecen inútiles. De ahí que, en lugar del metaverso, busque un verso como meta, incluso como metáfora que me ayude a no perderme.

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