“La escritora que buscó bañar a sus lectores en las aguas cálidas de los sentidos, en la alegría, en abrirnos el apetito de la felicidad, en hacernos coger el pulso a la vida, hacernos cómplices de la magia de la tierra”
OPINIÓN. Sin conclusiones. Por Antonio Álvarez
El escritor es un traductor23/02/23. Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la biografía ‘Colette, une certaine France’, de Michel del Castillo: “Colette, es cierto, representó una cierta Francia, la que corresponde cronológicamente no solo a la tutelada por la Tercera República...
...(1871-1914), sino a la que incluso llega a la Segunda Guerra mundial. Esa Francia de elites provinciales, ordenada burguesía –con perdón por la redundancia- y de amplio retrogusto por la vida, por los sentidos de la vida”.
Colette: siglo y medio de una inconformista (y II)
La vida de ambos escritores está muy umbilicada con las madres. Los padres, en mucha menor medida, ocupan también un lugar, desequilibrio que es muy frecuente en el discurso autobiográfico. Aunque no estamos analizando unas obras autobiográficas en el sentido estricto del término, en ellas aparece también la focalización esencial sobre las madres, mientras que los padres permanecen en un segundo plano. En el caso del de Colette, siempre nimbado por la ternura y el reconocimiento de la novelista, sabedora quizá de la deuda contraída: “Sin él, escribe M. Del Castillo, sin el reconocimiento que le otorgó a la Pequeña, ¿habría encontrado Colette la fuerza para desprenderse de su sueño feliz”? Por el contrario, en sus primeras obras, la figura del padre del novelista estuvo actuando entre bambalinas, sabíamos de su pequeñez burguesa y de su cobardía –pudiendo hacerlo, sabiéndolo abandonado, no lo reclama junto a él ni durante ni después de la Segunda Guerra mundial-, pero M. Del Castillo esperó hasta De père français (Fayard, 1998) para ajustarle las cuentas al progenitor. Las dos primeras frases del libro no dejan lugar a la duda: “Estoy citado con mi asesino. Es mi padre y se llama Michel”.
Volvamos a las madres y a la traición. En el caso del novelista, no representó solo la no existencia del amor o, en todo caso, una práctica nada corriente del amor maternal. Fue un abandono físico que se tradujo en una larga condena de sufrimiento y errancia hasta conseguir, a los veinte años, ver reconocida, a pesar del desistimiento contumaz del padre, la nacionalidad francesa y, para su gran sorpresa, reencontrarse con una madre a la que su razón e imaginación daban por muerta. La traición, el descubrir que uno ha dejado de ser el centro del mundo amoroso, “es, escribe Michel del Castillo a propósito de la infidelidad descubierta del primer marido de Colette, la caída vertiginosa del paraíso de la infancia en lo más negro del abandono”. En este sentido, en el sentido del amor maternal, de la entrega diaria, otra traicionada será, dicho sea de paso, la hija de la escritora, Colette de Jouvenel. “Ella recuerda –escribe Michel del Castillo con quien le unió una gran amistad- el peso de la ausencia cada vez que se marchaban sus padres, a los que apenas veía, reducida, como todos los niños abandonados, a resucitarlos a través de la magia del sueño”.
Analicemos el otro cordón umbilical que une a Colette con Michel del Castillo. El título de su ¿ensayo? es, recordémoslo, Colette, une certaine France. Aunque casi siempre tendemos a pintar a un pueblo con un brochazo caracterológico, es evidente que mucho más acá de los tópicos y generalidades, están las distintas formas de ser, de ver y de sentir el mundo que se producen en el interior de cualquier sociedad. Colette, es cierto, representó una cierta Francia, la que corresponde cronológicamente no solo a la tutelada por la Tercera República (1871-1914), sino a la que incluso llega a la Segunda Guerra mundial. Esa Francia de elites provinciales, ordenada burguesía –con perdón por la redundancia- y de amplio retrogusto por la vida, por los sentidos de la vida. A través del microscopio de Marguerite Yourcenar, Colette “ha sido increíblemente representativa de una cierta Francia entre 1900 y 1946, la del sabor popular de alocados paladares, la de los manierismos (porque los hay), la de una particular dulzura de vivir, con todos sus códigos sobre lo conveniente e inconveniente, tan complicados como los de la vieja China. Una Francia que, en el fondo, no estoy segura de amar”. Coincidencia la suya con la de Michel del Castillo al que tampoco le hace mucha gracia esa cierta Francia recogida en su propio ombligo, hedonista y altiva. Sin embargo, el hecho de que el novelista indague en la imagen de ese país que se refleja en el espejo literario de Colette se debe, creo, a la fascinación que siente por esa lengua y, sobre todo, por los materiales espirituales que acarrea en las redes de su sintaxis. Desde muy pequeño, el francés fue su trampolín para la imaginación –no eran españoles los libros que su madre, casi bilingüe, le leía o le daba a leer-, el salvoconducto para escapar de aquel horror madrileño. Intuye que con ese pasaporte lingüístico podrá llegar a una especie de Tierra prometida, mítica. De ahí que con la coherencia interna que le caracteriza, Michel del Castillo “utilice” a Colette para homenajear no a una cierta Francia, sino a esa Francia que late bajo la escritura de Colette y con la que los afrancesados nos sentimos identificados: “Francia, ante todo, está en su lengua, en lo que traspasa sus fronteras. Se encuentra en un discurso sobre el hombre que, con atrevimiento, declara dedicado a la felicidad”.
Devanando el ovillo de la lengua, el hilo nos lleva a otro terreno en el que Michel del Castillo se reconoce. Aunque a los veinte años se instaló definitivamente en Francia, por más que el francés sea la lengua literaria que nunca ha abandonado, su españolidad –si nunca fue este un concepto diáfano, hoy está, además, ennegrecido por los nacionalismos rampantes- es patente a lo largo de casi todos sus libros. En los veneros literarios de Colette encuentra la feminidad que ha contribuido a cimentar la historia de Francia y de cuyo déficit se resiente España: “No sin dificultad, Colette acabó siendo Colette. Una mujer en un país que le debe todo, o casi, a las mujeres”. Con la envidia de quien conoce muy bien la historia de su primera matria y con síntesis envidiable, Michel del Castillo recorre los siglos de civilización francesa para demostrar que “desde el siglo XX, la retórica del amor instaura entre los sexos ese comercio alambicado, hecho de palabras ambiguas y de un hermoso lenguaje, una lengua codificada, complicidad que no cesará. En cada circunstancia, encontramos a mujeres que obligan a los hombres a expresar con educación y cortesía los entusiasmos, dolores o rebeldías. Les exigen que esos gruñidos belicosos se moldeen en una lengua delicada, sencilla y rápida, clara sobre todo”.
Dicho esto, parece como si nos moviéramos sobre los territorios resbaladizos de la urbanidad, de los usos sociales más epidérmicos. Sin embargo, otra de las virtudes de la obra de Colette que atrae a Michel del Castillo radica en el hecho de que, a través de esa lengua, moldeada para la felicidad, para el placer de conocer(se), se llega a una de las grandes conquistas de la humanidad, a la conversación, no solo a la posibilidad de hablarse sin agredirse, sino a la conversación literaria, es decir, “a llegar a todos los hombres a través de una meditación sobre sí mismo”. Lo importante no es lo que se diga de uno mismo, sino como en el caso de Montaigne “el movimiento de su pensamiento, cauteloso, irónico, enemigo de todos los dogmas y de todos los fanatismos”. Esa voluntad de la lengua francesa por alcanzar espacios más o menos utópicos de la convivencia, de la tolerancia y del “rozarse con la felicidad”, es el motor primero que, sin saberlo, tiró de Michel del Castillo hacia otras tierras alejadas de la barbarie de la guerra, hacia un país que, durante muchos años, fue su Edén imaginado.
La literatura, en resumen, es lo que une a dos escritores tan distintos. Michel del Castillo, con la honradez que le caracteriza, no oculta sus insatisfacciones frente a determinadas conductas egoístas de Colette. Lo lamenta, pero con la misma franqueza y lucidez declara que, en todo caso, esas discrepancias no tienen que ver con el arte, territorio en el que, ante todo, debe ser situado el artista. Y así lo hace con Colette, la escritora que buscó bañar a sus lectores en las aguas cálidas de los sentidos, en la alegría, en abrirnos el apetito de la felicidad, en hacernos coger el pulso a la vida, hacernos cómplices de la magia de la tierra. No con soflamas ideológicas o con sequedades teóricas, sino con el líquido refrescante de una lengua y una sintaxis que, además de ser modélicas, acabaron convirtiendo a Colette en uno de los grandes escritores franceses del siglo XX.
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