El rostro ante la ventana consigue transmitir una cierta incertidumbre. Por más que escudriñemos, nunca lograremos saber si es alegría o sinsabor lo que encierra el grueso papel algo arrugado

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez
El escritor es un traductor

09/03/23. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre el pintor Johannes Vermeer: “Era la primera vez que veía un cuadro de Vermeer. Aunque ya sabía que poco tiene que ver una reproducción con el original, en su caso, como en el de tantísimos otros pintores,...

...quito lo de “poco” y lo sustituyo por “nada”. Nada que ver cuando a nuestra retina le regalamos, por ejemplo, el azul sereno o la paz en el blanco de sus ropajes, el nácar de las perlas o el cristal de sus vasos, las cortinas que, algo descorridas, obran el prodigio de iluminar una cara, un gesto, la postura corporal de una joven mientras lee y sostiene una carta entre sus manos”.

Vista de Vermeer

Hay ciudades que reciben con un “como decíamos ayer…” y, tras décadas de ausencia, siguen hablándonos como si el tiempo se hubiera detenido. Otras, más familiares, apenas transmiten algo. Misterios generados por nuestra forma de mirarlas o de padecerlas, simpatías y antipatías difíciles de explicar, pero reales con el paso de los años. En este caso, ocurre que la ciudad hospitalaria me regala caminar por sus calles también cogido del brazo de Sara y se convierte en escenario imprevisto de un reencuentro largo tiempo esperado.

Ámsterdam sigue siendo una urbe hiperturística, pero también muy apta para el paseante, sobre todo en invierno. Más allá de la bruma lluviosa, de tener más canales que Venecia y de cambios sociológicos en sus calles -los mismos, por cierto, que en tantas otras-, sigue contando con la tolerancia en bicicleta y con dos extraordinarios museos. Hasta el mes de mayo, uno de ellos, el Rijksmuseum, alberga la mayor exposición que se haya hecho de Johannes Vermeer (1632-1675).  El otro, el de Van Gogh, acoge hasta el 10 de abril, además de las maravillas de su pintura, el homenaje a tres miembros de su familia -sobre todo, a su hermano y a su cuñada, Johanna Gezina Bonger, (4 de octubre de 1862-2 de septiembre de 1925), una editora neerlandesa y traductora de las cartas de los hermanos Van Gogh- que según confiesan sus responsables hicieron posible, sencillamente, que ese museo exista.


Con el torso levemente inclinado y los ojos como escáneres, situado a un metro de la perla de esa joven, trato de captar lo que, hasta ese momento, nunca he podido ver en las reproducciones del cuadro de Johannes Vermeer. Acababa de ver detenidamente otras telas y de darme cuenta de que, en el fondo, fue un voyeur educado, un pintor que miraba a través del ojo de la realidad cerrada para sorprender, sin escandalizar, a los personajes retratados en su diario quehacer. A esas alturas de la visita, me había familiarizado con las escenas de una intimidad interrumpida y ¡oh, sorpresa! con el primer plano que ocupan las mujeres en su pintura. No en una actitud estática o de florero estético, sino en la de personas que, entre serenas y expectantes, están haciendo algo: leer, beber una copa de vino, pesar oro, verter leche de un cántaro de barro, tocar un instrumento musical o mirar por una ventana. Siempre sorprendidas en su preciado retiro doméstico, pero no escandalizadas ni alarmadas y nimbadas con una luz cálida, reconfortante. Era la primera vez que veía un cuadro de Vermeer. Aunque ya sabía que poco tiene que ver una reproducción con el original, en su caso, como en el de tantísimos otros pintores, quito lo de “poco” y lo sustituyo por “nada”. Nada que ver cuando a nuestra retina le regalamos, por ejemplo, el azul sereno o la paz en el blanco de sus ropajes, el nácar de las perlas o el cristal de sus vasos, las cortinas que, algo descorridas, obran el prodigio de iluminar una cara, un gesto, la postura corporal de una joven mientras lee y sostiene una carta entre sus manos. El rostro ante la ventana consigue transmitir una cierta incertidumbre. Por más que escudriñemos, nunca lograremos saber si es alegría o sinsabor lo que encierra el grueso papel algo arrugado. A pesar de reflejar la otra mitad de su rostro en el cristal emplomado de la ventana, no acabamos de salir de la duda suya que, además, atrae nuestra mirada, porque el punto de vista de Vermeer es un imán emocional y sensorial. Cuando uno entra en la veintena larga de cuadros de esa exposición, es difícil salir. Me asaltó, entonces, la fantasía de quedarme a solas con todos ellos, ir de uno al otro, poderme sentar a conversar con sus habitantes para conocerlos mejor. Como un visitante más del Rijksmuseum, me reafirmé en que vemos porque ya hemos visto. Si nuestros ojos no hubiesen archivado tantos cuadros, colores, tonos, trazos, gruesas o suaves pinceladas, perspectivas y formas de ver lo que nos cuentan, si no nos hubiésemos esforzado en retener y saborear lo contemplado, nuestra mirada se quedaría en la superficie de lo mirado, porque colocarse delante de un cuadro es situarse frente a nuestro propio espejo en el que me miro porque me veo mirando. De ahí que me resulten artificiales la tercera dimensión y demás tecnologías que buscan enganchar a los museos y sobornar al público ansioso de espectacularidad.

La emoción que uno siente ante la Vista de Delft no procede de la realidad paisajística que nos muestra el cuadro, sino del misterio que brota de los pinceles de Vermeer y consigue que, tal como si estuviéramos sentados frente a la embocadura del canal portuario, gocemos, a su vez, de la quietud de esa ciudad, del movimiento de unas pocas mujeres y dos hombres que hablan sobre la arena de una de las orillas. Al menos, en el territorio de la pintura, mis escasas experiencias en virtualidades tecnológicas me han convencido de que, al igual que el cerebro humano no ha cambiado en los últimos diez mil años, los ojos tampoco. Antes de que me den un cuadro digerido en forma de videojuego, prefiero seguir siendo yo quien imagine, por ejemplo, la vida que transmiten la gente, las barcazas y la puerta de entrada a la ciudad de Delft. Al verlos con la calma y admiración que exige la belleza, al comprobar que todos los cuadros de Vermeer retratan un paréntesis en la vida de unas personas, pero que el fondo de lo contado sería una simple anécdota si no fuera por la forma cómo lo narra con sus pinceles, pensé en lo que me sucede cuando escucho en la radio o en la televisión los comentarios sobre las novelas recién publicadas. Como si de ensayos se tratara, en realidad hablan de la actualidad de sus aspectos sociológicos o ideológicos, de las buenas intenciones del novelista, pero casi nada del punto de vista en que se sitúa el narrador, del lenguaje utilizado, de si es acomodaticio o rompedor, si su estructura y estilo nos provoca nuevas formas de ver la realidad, de las metáforas que nos desvelan aspectos inéditos de lo que nos rodea, etc. En el caso de la pintura, es imposible describir con palabras el misterio gozoso que transmite un cuadro. No puedo conseguir que alguien se sienta emocionado, hasta el punto de entrarle ganas de contemplar Vista de casas de Delft -conocido también por La callecita-, si me limito a expresar que en esa obra, tan llena de detalles, además de la fachada de unas pocas viviendas y de una enredadera, vemos a una señora barriendo un callejón, a otra bordando a la puerta de su casa y a dos niños jugando en la acera. O sea, una escena de lo más corriente. ¿Cómo explicar, entonces, que son la vista de Vermeer y la magia de su luz las que siguen deslumbrándonos desde 1658?

Puede leer aquí anteriores artículos de Antonio Álvarez de la Rosa