Los buenos novelistas, olfateadores de lo invisible, reveladores de los negativos sociales inéditos, son capaces de darle luz a las sombras de la Historia

OPINIÓN. Sin conclusiones. Por 
Antonio Álvarez
El escritor es un traductor

18/05/23. 
Opinión. El catedrático de Filología Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Antonio Álvarez, en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre Sombras del Poniente, la novela de Eduardo Jiménez Urdiales: “Desde la solidez de su escritura, el oído lingüístico de su narrador, la ternura o la feroz ironía de los personajes, toda una atalaya desde la que...

...vemos la clase obrera y su penar cotidiano hasta el potosí especulativo de la misma Costa de siempre, en este caso tan soleada y andaluza, pasando por las alcantarillas de la dictadura”.

La misma Costa de siempre

La reciente lectura de una novela me reafirma en la idea de que no basta con el foco de los historiadores para comprender e interpretar el pasado. También es imprescindible la lupa luminosa de la literatura y, sobre todo, la de los novelistas para acercarnos, por ejemplo, a la España de anteayer con Galdós o a la del siglo XVI con Cervantes, lazarillos que contribuyen ¡y con qué profundidad! al conocimiento de esas épocas y, por supuesto, a desvelar nuestra condición que es, en esencia, la misma de siempre.

Podría evocar muchos ejemplos de obras clásicas que nos acercan el pasado al presente, pero aprovecho ahora para sumar a ese bagaje Sombras del Poniente, la novela de Eduardo Jiménez Urdiales (EDA LIBROS, 2019), que acabo de leer. Nunca es tarde, si la lectura es buena y esta me ha recordado, como un puente transitivo, otra novela y una reflexión. Por una parte, don Eusebio, el floreciente constructor y sus circunstancias inmobiliarias y políticas, me han vuelto a dejar En la orilla, el demoledor retrato que Rafael Chirbes hizo -no sé si a pluma o a ordenador- del estallido de la burbuja económica. Por otra, me acentúa la necesidad de contar con la literatura y con la historia como fuentes fiables para reconstruir con la máxima verosimilitud momentos del pasado, de forma que, cuando los leemos, tenemos la sensación de que siguen hablando de nosotros. De ahí que crea que un estudiante de Historia debiera tener en su bibliografía, además de los imprescindibles estudios académicos, una serie de referentes literarios de las épocas estudiadas. Cuando uno lee, por ejemplo, La educación sentimental de Gustave Flaubert (1821-1880), sabe que no tiene entre sus manos un ensayo y comprende que el hilo argumental, la carpintería ficcional, está montada sobre un escenario histórico, incluso ideológico, como lo demuestra la reacción furibunda de muchos de sus contemporáneos cuando esa novela fue publicada en 1869. La razón -indudable, me parece- radica en que Flaubert hizo una reconstrucción minuciosa de los acontecimientos de 1848 y, por supuesto, eligió unas determinadas fuentes documentales. Si es así, si el escritor optó por unas y no por otras, por qué, ahora, algo más de siglo y medio después, el lector no tiene reparos en sumergirse en el ambiente de aquella época, por qué no se siente lastrado por el subjetivismo, incluso por la posible parcialidad de Flaubert.


Con los pies en nuestro tiempo social, uno puede confirmar que la lectura de una novela como Sombras del Poniente -título que el lector irá comprendiendo a medida que se adentre en sus páginas- es otra manera de conocer el pasado que sigue siendo presente. Desde la solidez de su escritura, el oído lingüístico de su narrador, la ternura o la feroz ironía de los personajes, toda una atalaya desde la que vemos la clase obrera y su penar cotidiano hasta el potosí especulativo de la misma Costa de siempre, en este caso tan soleada y andaluza, pasando por las alcantarillas de la dictadura. Muchas páginas de esta novela muestran y demuestran la necesidad de saber cómo hablábamos, en qué creíamos, la manipulación de la lengua a la que nos vimos sometidos -similar a la de ahora-, las palabras fetiches que identificaban aquella época de España, mucho de lo escondido por debajo de las apariencias engañosas, parcelas sociales por las que se mueven los escritores con olfato de perro perdiguero.

Hay perlas relucientes en Sombras del Poniente que ayudan al lector de hoy, tenga la edad y el conocimiento histórico de Franco que tenga, a situarle en una España que, en buena medida, asentó sobre los pilares de la construcción y del turismo las bases actuales de nuestra economía y la carcoma de la consiguiente corrupción política y empresarial de antaño y de hogaño. En las págs. 77 y sgs., el novelista, por ejemplo, parodia uno de aquellos discursos con los que una voz en off -timbre que sigue clavado en los tímpanos de mi memoria- exaltaba el paraíso de cartón piedra de la dictadura, ocultaba bajo su rimbombante facundia la realidad de un país empalidecido por el miedo, por el subdesarrollo y hasta por el hambre. No hace, por cierto, una parodia humorística, sino una cuidada reconstrucción de las bambalinas éticas y estéticas del franquismo inmov(b)iliario. Una atenta lectura de esas tres o cuatro páginas daría incluso para un Trabajo de Fin de Grado, ya sea en Historia o en Literatura. Este es el collar de perlas: “El pasado viernes, el Excelentísimo Ministro de Información y Turismo, acompañado de su séquito, inauguró el flamante Hotel de Poniente, de cinco estrellas de categoría, cuya mole altiva lamen las aguas cristalinas de unas playas de renombre universal que son imán irresistible para miles de visitantes de allende nuestras fronteras (…) Tras la bendición oficiada en solemne acto por el Excelentísimo y Reverendísimo Obispo de la Diócesis, el orgulloso propietario, don Eusebio Arrabal Osorio, ejerce de anfitrión y…”. Al leer esta arenga documental, busco imaginar la cara que debían poner, protegidos por la oscuridad de las salas de cine, los protociudadanos cuyo horizonte estaba marcado, sobre todo, por la línea de la supervivencia. Desde la ficción -real como la vida misma, si viene servida en una buena bandeja narrativa-, Eduardo Jiménez, como zapador de realidades, es capaz de descubrirnos la negrura indeleble que ocultaban no solo los oropeles del Régimen desde finales de los años cincuenta y principios de los sesenta del pasado siglo, sino la aluminosis que sigue aquejando a nuestra macroeconomía, sobre todo a sus dos pilares esenciales, o sea, al ladrillo y al conglomerado turístico. Y es que los buenos novelistas, olfateadores de lo invisible, reveladores de los negativos sociales inéditos, son capaces de darle luz a las sombras de la Historia.

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