“El problema aparece cuando la persona objetivo, el cliente, ese que siempre tiene razón y que es lo primero, se lo cree. Es decir que debe ser adorado y obedecido en todos sus caprichos y ocurrencias y si no arremete contra todo lo presente y ausente”
OPINIÓN. Piscos y pegoletes. Por Enrique Torres Bernier
Profesor del Departamento de Economía Aplicada de la UMA
03/02/22. Opinión. El Doctor en Ciencias Económicas y especialista en turismo y ordenación del territorio, Enrique Torres, escribe en su colaboración en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre el respeto en el sector turístico: “Dentro de que en turismo es imprescindible lo que siempre llamé la “función de acogida”, una sociedad xenófoba nunca puede ser un destino turístico, eso...
...no significa que esta función signifique humillarse ante el turista, y mucho menos renunciar a la dignidad y a los derechos de los residentes”.
Y a mi, ¿quién me hace reír? La tragedia del payaso
Hay profesiones, o empleos según se mire, que son especialmente desagradecidos para el que le corresponde desarrollarlos. Siempre se pone el ejemplo del payaso, o si se prefiere el humorista, que he de divertir a los demás tenga o no ganas él de divertirse. Historias como la de Candilejas del payaso con el corazón roto, se dan con frecuencia en el cine y la literatura.
Sin embargo, hay otras muchas profesiones que participan en este “síndrome del payaso”. Hay personas que están obligadas a ser verdaderos ogros con sus subordinados por que así lo exige su puesto de “capataz”, cuando maldita la gracia que le hace adoptar esta actitud, o, en caso contrario, el que está obligado a ser amable ante otras personas que arguyendo cualquier motivo lo avasallan y le hacen responsable de todos sus males. Esto se da con especial frecuencia en la actividad turística.
Siempre he definido al turista como a un individuo que quiere ser feliz durante unos días, rodeándose de un ambiente de mayor lujo del que habitualmente está acostumbrado, a lo cual ayuda todo lo que puede el propio sector y su entorno. Se procura que desde que entra en el alojamiento sea tratado como una persona importante, cosa que objetivamente no lo es, y que es un honor contar con su visita. Su señora viste muy bien y tiene los ojos muy bonitos (posiblemente lo único bonito) y los niños son adorables, aunque esté pisoteando la tapicería de los sillones de recepción. Pero no termina en esto la parodia. El propio destino se implica en la actuación, presentando un paisaje idílico, siempre con palmeras y fuentes monumentales y esculturas que nos indican que hemos entrado en un paraíso terrenal.
El problema aparece cuando la persona objetivo, el cliente, ese que siempre tiene razón y que es lo primero, se lo cree. Es decir que debe ser adorado y obedecido en todos sus caprichos y ocurrencias y si no arremete contra todo lo presente y ausente. Ello ha llevado en muchos casos a la perplejidad a los propios trabajadores teniendo a veces, siempre que la dirección valorara más a sus trabajadores que a los clientes, hecho que no siempre ocurre, que poner al impostor inducido con las maletas en la calle.
Esta devoción por la dicha ajena que también ha afectado a los destinos, puede ser peligrosa a la hora de gestar los actuales procesos de turistización de las ciudades históricas donde se contempla más la satisfacción del visitante que el bienestar del residente. Si al final, el turista es transitorio dirán los residentes, ¿quién me deja a mi satisfecho?
Dentro de que en turismo es imprescindible lo que siempre llamé la “función de acogida”, una sociedad xenófoba nunca puede ser un destino turístico, eso no significa que esta función signifique humillarse ante el turista, y mucho menos renunciar a la dignidad y a los derechos de los residentes. Al fin y al cabo son ellos y sus antepasados los “autores” de la ciudad y en esta medida los propietarios de su identidad, así como los encargados de mantenerla y los responsables de transformarla.
Por todo lo anterior vuelvo a repetir yo soy el payaso, pero a mi, ¿quién me hace reír?
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