“Parece que estamos ante la última oportunidad de salvar al hombre y su obra más sublime, la civilización, de salvarse de una autodestrucción masiva”
OPINIÓN. Piscos y pegoletes. Por Enrique Torres Bernier
Profesor del Departamento de Economía Aplicada de la UMA
10/02/22. Opinión. El Doctor en Ciencias Económicas y especialista en turismo y ordenación del territorio, Enrique Torres, escribe en su colaboración en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre la guerra: “El hombre lleva en sí mismo una tendencia al odio y a la destrucción. En tiempos normales tal disposición existe en estado latente; sólo se manifiesta en circunstancias...
...extraordinarias. Pero también puede despertársela con cierta facilidad y degenerar en psicosis colectiva cuando los intereses de algunos con poder aconsejan enfrentamientos armados”.
Las cavernas tenebrosas del corazón humano
Ahora que suenan los tambores de guerra, azuzados por los de siempre, es decir por aquellos que se creen como dioses aunque sean más bien diablos, dispuestos a sembrar la muerte y el sufrimiento entre la gente sencilla que sufren su megalomanía y sus iras, vuelvo a plantearme el viejo dilema de la existencia del mal. Esa tendencia al abuso y a la injusticia y la insolidaridad que habita entre nosotros y en nosotros mismos y que el cristianismo materializa en el demonio queriéndolo alejar de nuestra propia naturaleza humana en lo que de demoníaca tiene, se manifiesta a lo largo de la historia tanto en los individuos como en los grupos organizados, y sus manifestaciones principales son el asesinato, o la violencia en general y las luchas o guerras entre comunidades y pueblos.
¿Hasta que punto estas situaciones son inevitables en la humanidad? A pesar de que cualquier ser racional las consideres indeseables, siguen existiendo y aparecen en mayor o menor escala cada cierto tiempo. Esto nos lleva al enfrentamiento de las dos versiones, las de Hobbes y la de Rousseau, sobre la naturaleza del hombre, que más tarde, en la etapa entre guerras, se reproduciría en un interesante intercambio epistolar entre León Tolstói, Gandhi, Freud y Einstein.
Einstein defiende que para terminar con las guerras y la violencia hace falta acuerdos supervisados por entes institucionales superiores, pero que esto se quedaría en nada si este organismo no tiene fuerza real para imponerse o está manipulado por los poderes fácticos del momento. Estos argumentos estaban entonces en boga, tras la constitución de la Sociedad de Naciones, impulsada por el presidente americano Wilson, que las naciones deseosas de sangre y de revancha, desactivaron hasta dejarla inoperante como demostró el estallido de la segunda guerra mundial.
Para Tolstói, “cualquier empleo de la fuerza es incompatible con el amor”, Según este influyente autor, “el hombre es bueno por naturaleza; el mal surge cuando, al agruparse en naciones, delega en líderes” siguiendo en esto las ideas de Rousseau.
Einstein declara, en una de sus cartas a Freud, que es el “ansia de poder que caracteriza a la clase gobernante, como principal desencadenante de las guerras y de la violencia”, y que esta se encuadra en el corazón de muchos hombres.
Para Freud, el que niega esa bondad intrínseca del hombre y considera que está continuamente sometido a dos principios, uno agresivo y posesivo y otro de solidaridad y amor (eros). “Los conflictos de intereses entre el hombre y el hombre se resuelven, por el recurso de la violencia. Es lo mismo que en el reino animal, del que el hombre no puede reclamar la exclusión”. “Está muy claro que las ideas nacionalistas, de suma importancia hoy en día en todos los países, operan en sentido contrario”, y podemos decir que es este nacionalismo el que azuza constantemente al enfrentamiento ya que se constituye y encuentra su sentido en la supremacía sobre el resto, especialmente cuando ese resto es un vecino o alguien que cree en dioses distintos a los nuestros, como si los dioses, esa mentira que Epicuro desmontó hace siglos, tuvieran nacionalidad.
El hombre lleva en sí mismo una tendencia al odio y a la destrucción. En tiempos normales tal disposición existe en estado latente; sólo se manifiesta en circunstancias extraordinarias. Pero también puede despertársela con cierta facilidad y degenerar en psicosis colectiva cuando los intereses de algunos con poder aconsejan enfrentamientos armados.
Freud asegura que “es muy raro que un acto obedezca a una sola incitación instintiva, que ya en sí debe ser una combinación de eros y de destrucción”.
De una manera casi premonitoria asegura que “La guerra, en su forma actual, no permite de ningún modo que se manifieste el antiguo ideal de heroísmo y que la guerra del mañana, gracias al perfecciona miento de los instrumentos de destrucción, equivaldría al exterminio de uno de los adversarios o quizás de los dos”.
Tal vez no sea una utopía esperar que la acción de esos dos elementos, la concepción cultural y el temor justificado de las repercusiones de una conflagración futura pueda poner término a la guerra en un futuro próximo. Por qué caminos o desvíos, es imposible adivinarlo. Mientras tanto, podemos decirnos: todo lo que trabaja en favor del desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra.
Parece que estamos ante la última oportunidad de salvar al hombre y su obra más sublime, la civilización, de salvarse de una autodestrucción masiva. Esperemos que la sociedad, aunque confío más que sea el hombre individual en su propia conciencia, lo evite.
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