“El hombre confiere un valor y un espíritu a las “cosas” que estas se lo devuelven como un ser agradecido fijándose en su memoria, a veces, incluso, más allá de la muerte”

OPINIÓN. 
Piscos y pegoletes
. Por Enrique Torres Bernier
Profesor del Departamento de Economía Aplicada de la UMA


16/06/22. 
Opinión. El Doctor en Ciencias Económicas y especialista en turismo y ordenación del territorio, Enrique Torres, escribe en su colaboración en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre la relación que podemos tener con las cosas: “Me voy a centrar hoy en nuestras relaciones con las “cosas” como objetos inanimados que nos proporcionan alguna utilidad, o simplemente los usamos...

...o tenemos en cuenta en nuestras vidas, destacando dentro de este grupo algunas personas que se comportan como “cosas” o que nosotros las consideramos o tratamos como tales”.

La memoria de las cosas

El hombre por iniciativa propia, interactúa con su entorno, ya sean otras personas, lugares, animales, incluso cualquier tipo de cosa, real o imaginaria. De este modo, no solo nos relacionamos con lo que existe, sino también con lo que imaginamos, nosotros y los demás en general.


Me voy a centrar hoy en nuestras relaciones con las “cosas” como objetos inanimados que nos proporcionan alguna utilidad, o simplemente los usamos o tenemos en cuenta en nuestras vidas, destacando dentro de este grupo algunas personas que se comportan como “cosas” o que nosotros las consideramos o tratamos como tales.

Uno no puede evitar establecer una relación emotiva con un cuadro, una pluma o un jarrón, sobre todo cuando situamos a esos dentro del contexto de nuestra vida. Así, ese cuadro que nos lo pintó, una novia, la pluma que heredamos de nuestro padre, o el jarrón que estuvo siempre a la entrada de la casa de la tía Angélica. Nuestra relación con estas “cosas” es especial, se han colocado en nuestro imaginario sentimental de manera que nos cuesta deshacernos de ellas a no ser que sea por necesidad, cuando tienen un alto valor de mercado, como las joyas de la abuela, y ante una perentoria necesidad, o bien cuando las depositamos en manos de otra persona que conoce y respeta de nuestra relación con ellas. Eso ocurre cuando, por ejemplo, decidimos heredar en vida a nuestros allegados.


Sin embargo, hay otras cosas que sin valor material, incluso a veces, sentimental, se vinculan a nosotros y le otorgamos una trascendencia especial y las miramos como si pudieran decirnos algo, incluso podemos llegar a hablarles como a una persona o a un animal. Así, por ejemplo, a un coche o a un paraguas que, de algún modo han compartido parte de nuestra vida, y llegamos, incluso, a no querernos desprender de ellas, como si al abandonarlos cometiéramos una falta imperdonable. De este modo las dotamos de espíritu que permanece en ellas, más allá de nuestra desaparición, llegando a recordarnos a su propietario cuando las vemos y la persona en cuestión ya no está presente.

Que no habrán visto estas paredes, decimos a veces, y no me cabe duda de que las paredes podrían respondernos si pudieran comunicarse porque las paredes fueron dotadas de espíritu por sus antiguos habitantes. Una cosa que siempre me intrigó es como las casas se arruinan rápidamente cuando están deshabitadas y se conservan a pesar de los años cuando tienen moradores. La relación del hombre con el mundo material humaniza las cosas y, para nosotros, las dota de memoria.

Hay, sin embargo, una forma especial de relacionarse los hombres con las cosas y son los coleccionistas. Susan Sontag en su novela “El amante del volcán” reflexiona sobre ellos mediante su protagonista. Hay coleccionistas de obras de arte o de joyas y otros objetos suntuarios, pero también de llaveros, de búhos o de sellos, ¿Qué es lo que lleva a estas personas a establecer una relación especial con estas “cosas”? Y especialmente cuando son cosas sin valor fuera del que le otorga su propio “recolector”. ¿Es la necesidad de singularizarnos por algo? ¿Ser únicos o minoritarios en cierto aspecto de la vida? Además, las colecciones “corrientes” solo tienen valor para algunas personas y en su conjunto, las piezas sueltas no tienen valor alguno y solo alcanzan notoriedad cuando una masa de coleccionistas coinciden sobre un mismo tema.

Lo que es evidente es que el hombre confiere un valor y un espíritu a las “cosas” que estas se lo devuelven como un ser agradecido fijándose en su memoria, a veces, incluso, más allá de la muerte.

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