“Es una fusión de todo lo que esperas encontrar en la ciudad ideal. Cada calle tiene su parque. Solo están asfaltadas las calles principales y en ellas circula exclusivamente transporte público, además de mercancías y de emergencias”
OPINIÓN. ECOselección BlogSOStenible. Por Pepe Galindo
Profesor de Lenguajes y Sistemas Informáticos de la UMA26/05/23. Opinión. El profesor de la UMA, Pepe Galindo, comparte en su espacio de colaboración en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com textos de su web BlogSOStenible. En esta ocasión un ecorelato, ‘Dolinga’: “El respeto a los animales se respira también en aquella ciudad. No hay apenas mascotas. Los habitantes prefieren ayudar y favorecer la fauna salvaje, poniendo en...
...sus casas, nidos para pájaros y para murciélagos”.
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Dolinga
Una maestra zen hablaba a sus pupilas y pupilos. Su voz era serena y en su faz tenía, como si estuviera tallada, una ligera y perenne sonrisa.
Era la hora de la comida. Ella percibía perfectamente el nerviosismo en el ambiente. Sin embargo, como era habitual, alargaba el hambre de su grupo con una de sus mejores historias. Así, adelantándose al primer gruñido, empezó diciendo:
—Creo que nunca os he contado lo que viví no hace mucho en la remota y etérea ciudad de Dolinga.
—¿Dolinga? —preguntó el más joven de sus seguidores.
—Dolinga —confirmó ella—. Resulta que, poco antes de morir, mi maestro quiso mandarme allí como aprendiz. Yo me resistí a dejar su magisterio y a ser considerada una novicia. Bastantes años de práctica espiritual a su lado no me habían quitado mi ego. Sin embargo, finalmente me convenció. La experiencia me marcó para siempre. Quedé realmente sorprendida. Dolinga es una ciudad encantadora, y tal vez, también encantada. Allí ingresé en una pagoda taoísta como principiante. Las calles estaban limpias, sin que nadie las limpiara. Sus vecinos eran cuidadosos y no había en el suelo más que las flores y las hojas caídas de los magníficos árboles que vestían todas las calles. Los mismos vecinos recogían esas hojas solo cuando había peligro de que se atascara alguna alcantarilla.
—Donde yo vivo usan máquinas sopladoras de hojas —comentó alguien.
—En Dolinga eso sería un sacrilegio… —contestó entre risas la maestra—. No es solo por el consumo de energía de forma inútil, sino que… seguramente… Dolinga es la ciudad más silenciosa del planeta. En la calle, lo más estruendoso es el trino de algunos pájaros.
Los aprendices, centrados (y sentados) a su alrededor, imaginaban esos pájaros y esos árboles con alfombras de flores y hojas caídas. La maestra siguió su historia:
—En aquella ciudad conviven en armonía casi todas las religiones. Recuerdo que, no muy lejos de mi pagoda, había iglesias cristianas y mezquitas musulmanas, sinagogas judías y stupas budistas. Se alternaban templos, monasterios y ermitas, pero también escuelas, institutos y hasta varias universidades con estudios técnicos, sanitarios y de humanidades. Dolinga podría bien decirse que es una ciudad sostenible en todos los aspectos que yo pude comprobar.
—Maestra, ¿qué aspectos son esos? —preguntó una joven curiosa.
—Es una fusión de todo lo que esperas encontrar en la ciudad ideal. Cada calle tiene su parque. Solo están asfaltadas las calles principales y en ellas circula exclusivamente transporte público, además de mercancías y de emergencias, por supuesto. Las plantas salvajes se respetan siempre que no molesten a nadie. Se ven rotondas y alcorques con miles de flores. Evidentemente, el ayuntamiento prohibió usar pesticidas o herbicidas. Antes de podar un solo árbol, se reúne una comisión de expertos para decidir si es, o no, beneficioso para el árbol y para la comunidad. Hay jardines verticales y paneles solares en todos los edificios públicos; y en Dolinga puedes encontrar más hoteles para bichos que para turistas.
—¿No les gustan los turistas?
—¡Por supuesto que les gustan! Es una ciudad muy acogedora, a la vez que controla que no se masifiquen sus espacios. No solo se cuidan los turistas, sino también los inmigrantes. La gente se preocupa por los motivos por lo que llegan o por los que huyen. En Dolinga, todos llevan una moneda en el bolsillo para ayudar al que lo pida. El dios dinero es poco venerado en aquella ciudad. Antes bien, la ciudadanía adora los huertos urbanos. Permiten que los visitantes los disfruten, y colaboren en las tareas a cambio de una cesta de hortalizas. Recuerdo verduras creciendo con riego por goteo, a la sombra de paneles solares. La ciudad y su extrarradio es totalmente autosuficiente en alimentos y en energía.
—¡Estará todo lleno de paneles fotovoltaicos! —exclamó un barbilampiño chaval del fondo.
—¡No te creas! Hay muchas placas y también algunos molinos eólicos en cuanto sales de la ciudad. Pero hay más paneles para calentar agua. De esos, hay en cada edificio. Y lo más importante es que los ciudadanos consumen muy poca energía per cápita. Saben lo que cuesta producirla y se preocupan por gastar solo lo esencial. Sus platos típicos son crudos y, claro, también veganos. Tienen una tarta hecha en frío que es deliciosa. Y… ¡fíjate! Allí no vi ningún semáforo; y había muy pocas farolas en cada calle. Lo justo para andar. Además, a ciertas horas, la ciudad está totalmente a oscuras. Los pocos que tienen que caminar a esas horas, llevan su linterna. Los demás, disfrutamos largas charlas bajo la Vía Láctea.
La maestra bebió un poco de agua de su cuenco, se puso el flequillo detrás de la oreja y continuó:
—La gente camina mucho o se mueve en bicicleta, sin necesidad de construir ni un solo kilómetro de carril bici. Los barrios alternan lugares de trabajo, de compras, de ocio, colegios, ambulatorios… Es decir, que no hay necesidad de perder tiempo y energía para moverse de un lugar a otro diariamente. Los más ricos no viven allí en barrios retirados. Y los más pobres no son aislados en guetos. Esto hace que la desigualdad sea baja y que la colaboración sea alta.
—Seguro que moverse en autobús será gratis en Dolinga… —auguró uno de los más mayores.
—¡Pues no! —exclamó la maestra—. En Dolinga el transporte público es eléctrico y no es caro ni barato, aunque hay varios tipos de abonos. Moverse en vehículo privado y aparcar tampoco es especialmente caro, sino incómodo. Lo que ocurre es que hay muchas calles peatonales, pocos aparcamientos y bastantes restricciones de velocidad, por lo que los ciudadanos han descubierto que el autobús es más práctico. Incluso puedes colgar la bicicleta en el exterior del autobús, para descolgarla cuando te bajes.
—¿Y se recicla mucho? —preguntó el mismo de antes.
—Es típico el reciclaje de ropa y de aparatos. Hay lugares para reparar, donar e intercambiar todo tipo de productos. Lo que más se recicla son los residuos orgánicos. Hacen compost en cada barrio y lo usan localmente, en los huertos. Si te refieres a envases… ignoro si está prohibido llevar o vender latas o plásticos de usar y tirar. Jamás vi allí nada de eso. Ni una botella se cuela en los contenedores para compostar. Allí, el agua del grifo es buena y nadie bebe ni come nada que venga en plástico, en lata o en tetra-brik. Una cosa curiosa es que en Dolinga no hay papeleras en las calles.
—¿Por qué no?
—Porque no hacen falta. Cada uno es responsable de su basura y nadie va abandonando sus residuos por toda la ciudad cuando le apetece. Es muy simple.
—Maestra —preguntó intrigado uno de los aprendices—, ¿son todos veganos en Dolinga?
—No, que yo sepa. Pero es verdad que el respeto a los animales se respira también en aquella ciudad. No hay apenas mascotas. Los habitantes prefieren ayudar y favorecer la fauna salvaje, poniendo en sus casas, nidos para pájaros y para murciélagos. También dejan comida para las hormigas. Por supuesto, no hay carros de caballos y nadie se monta encima de ningún animal; y mucho menos hay fiestas o desfiles con animales. En todos los sitios en los que comí, había opciones veganas deliciosas… no solo ensaladas. Lo difícil en Dolinga es encontrar hamburguesas de animales triturados —señaló borrando su sonrisa un instante—. La ciudadanía de Dolinga valora mucho su propia esencia. No quieren imitar a otras ciudades: ni sus comidas, ni sus monumentos, ni sus rascacielos…
Ella suspiró e hizo el ademán de levantarse para ir a comer, pero uno de los aprendices tiró de su túnica y le dijo con tristeza:
—Mi ciudad es todo lo contrario. El río es un basurero.
—En Dolinga, el río estaba sucio y sin vegetación. Hace años se renaturalizó, se quitó el cemento, y ahora hay peces, pájaros y nutrias. Algo parecido hicieron en el río Manzanares de Madrid. No solo eso, sino que los montes que rodean Dolinga están protegidos y son lugares que los cuida la naturaleza, evitando que los humanos tomen decisiones sobre qué plantar o qué construir allí. La ciudad decidió ponerse límites y respetarlos.
—¡Qué bonita ciudad! —exclamó el grupo.
—¿Queréis que vayamos a comer? —preguntó la maestra.
—Yo quiero ir a Dolinga —contestó uno.
—Bueno… ahora lo que nos toca es gozar de la comida. Disfrutar del presente. ¿Vamos?
—Maestra, ¿por qué no vamos a Dolinga? ¿Dónde está Dolinga?
—Dolinga está en mi corazón; y ahora también en el vuestro. Construyamos Dolinga aquí y ahora. Estemos donde estemos, vivir en Dolinga depende siempre de todos nosotros.
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