El derecho a ser una zorra
EL derecho a ser una zorra es un derecho que toda mujer debe ejercer libremente en su vida. O, al menos, durante algún momento. El derecho a ser una mala mujer, una borracha, una puta, una enferma, una histérica, una bruja… o cualquier nombre que se haya utilizado para identificar y mortificar a quienes cruzaban deliberadamente las fronteras que se les imponían a su cabeza, sus deseos y libertad.
A lo largo de la historia las zorras y malas mujeres han florecido dentro de muchas y diversas pieles femeninas: las que han interrumpido sus embarazos, las que han tomado la iniciativa en el sexo, las que han abierto sus piernas a más de un amante, las que han usado anticonceptivos, las que no se han sentido cómodas en el reducido espacio de lo que ha significado “ser mujer”; las que no han querido ser madres, esposas o monjas; las que han querido trabajar y “descuidar” a sus familias, las que se han negado a rezar, las que se han querido divorciar, las que preferían leer o crear en lugar de cocinar o coser, las que han pensado que su opinión era tan importante como la de un hombre, las que han querido votar y escoger a sus representantes. Y, por supuesto, las que como yo, nos sentimos muy cómodas refugiadas en una piel que sucumbe a las caricias femeninas.
EL modelo de buena mujer, de mujer sana, lo popularizó la medicina en los años 50: raza blanca, heterosexual, clase media, media alta, sin afanes emancipadores ni intereses políticos. Más bien una mujer dispuesta a hipotecar su existencia al cuidado de su marido, sus hijos y su hogar.
A ser buenas y mesuradas mujeres se nos ha enseñado sin descanso. Pilar Primo de Rivera, figura central en la educación de las mujeres durante el franquismo, escribió en 1952 la pauta de la “mujer ideal” y la forma de relacionarse con su marido: “Salúdale con una cálida sonrisa y demuéstrale tu deseo por complacerle. Escúchale, déjale hablar primero; recuerda que sus temas de conversación son más importantes que los tuyos. (…) Si tú tienes alguna afición, intenta no aburrirle hablándole de ésta, ya que los intereses de las mujeres son triviales comparados con los de los hombres (…) Recuerda que debes tener un aspecto inmejorable a la hora de ir a la cama. (…) Si tu marido sugiere la unión, entonces accede humildemente, teniendo siempre en cuenta que su satisfacción es más importante que la de una mujer. Cuando alcance el momento culminante, un pequeño gemido por tu parte es suficiente para indicar cualquier goce que hayas podido experimentar. Si tu marido te pidiera prácticas sexuales inusuales, sé obediente y no te quejes…”
SI la historia de la humanidad se retratara en una película, las mujeres seríamos actrices secundarias del terrorífico y dramático largometraje.
¿DÓNDE estás las mujeres protagonistas, las mujeres públicas? En muy pocos sitios. ¿Dónde están las lesbianas públicas, las lesbianas referentes? Al menos, en España, en ninguna parte.
¿POR qué? Porque en el mundo diseñado por los hombres, todas éramos princesas. Hasta hace muy pocos años nos movíamos por la historia, dóciles y resignadas, de la mano de nuestros príncipes no siempre tan encantadores, a los que necesitábamos para sobrevivir.
LA mujer ha sido, durante siglos, criada para depender del hombre y para vivir relegada del espacio público. Hasta hace muy poco tiempo era un ser sometido y domesticado por sus dueños: sus padres y, sobre todo, sus cónyuges. Hasta el siglo pasado no podía estudiar en la Universidad y las trabas para trabajar y ganarse la vida eran muchas. Aún, en gran parte, sigue cobrando menos por el mismo trabajo que realizan los varones. En 1975 se eliminó la licencia marital y la obediencia al marido en España. Hasta 1958, en caso de separación (independiente de quién tomara la decisión), era la mujer la que debía abandonar la casa conyugal, la que perdía el dinero, sus bienes y hasta la custodia de sus hijos. Hasta 1963 las condenas de asesinatos de mujeres a manos de sus padres y maridos, “por honor”, eran mínimas, y un violador podía perfectamente eludir la cárcel si su víctima le perdonaba o se casaba con él, puesto que sólo se trababa de un crimen contra la honestidad. Hasta 1970 un padre podía dar a sus hijos en adopción sin que la opinión de la madre contara.
LA conquista sobre el propio cuerpo, y sobre la opción de la maternidad, también se hizo esperar. Hasta 1978 no se despenalizaron los anticonceptivos, y en 1985 las mujeres podían abortar bajo tres supuestos. En 1989 la violencia física habitual sobre la pareja se convirtió en delito. Diez años más tarde se sumó la violencia psicológica. Es esta la historia real de las princesas. Las princesas que durante cientos de años han necesitado legal, económica y socialmente a su príncipe azul. Gris o incluso negro, dependiendo del caso y la suerte de cada cual.
YO no quiero ser una princesa. A mí no me da la gana ser una buena mujer. No me caben los órganos en ese estrecho corsé. Los pulmones se han habituado a atrapar y soltar el aire que les apetece. No me da la gana ser una buena mujer aunque mi abuela, con su “no te criamos así”, no lo entienda. Aunque mi madre, con su corsé a medio ajustar, pueda aceptar mi lesbianismo pero me pida discreción, alegando que las mujeres, las buenas mujeres, por supuesto, son mesuradas, discretas y reservadas.
NOS ha costado ser unas zorras. Nos ha costado ser enfermas y malas mujeres. Pero nada se nos ha dado gratuitamente, sabemos luchar. Hemos conquistado la libertad, las fronteras de nuestros cuerpos y nuestras mentes. Hacer uso del espacio público es solo cosa de tiempo. De tiempo y sedición.
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